
Escribo una primera opinión de alcance a 48 horas de las presidenciales norteamericanas. Cada cuatro años con jornada final el primer martes del mes de noviembre, como suele suceder, nadie se atreve a vaticinar un claro vencedor por más que las encuestas siguen dando ganador al candidato demócrata, Joe Biden (78 años cumplirá precisamente el 20N), frente al presidente saliente, el republicano de juventud disoluta Donald Trump (cumplió 74 antes del verano).
Sin embargo, los expertos no dejan de repetirnos que algo parecido ocurrió hace cuatro años con Hillary Clinton (73 años), cuya candidatura obtuvo tres millones de votos más pero no consiguió alcanzar la Casa Blanca por la derrota que padeció en los colegios electorales, es decir, los votos que se asignan a cada Estado de la Unión, donde se compensa a los territorios con menos población.
Una vez más, el mapa electoral de los Estados Unidos se presenta en las ciudades y las costas de claro color demócrata, el azul (en alusión al color que vestían los unionistas). Las grandes ciudades, Nueva Inglaterra, Nueva York y California son sus bastiones, y cuentan además con los feudos universitarios más respetables –Yale, Princeton, Harvard, el MIT, la UCLA, Berkeley…– y el círculo liberal de Hollywood, abiertamente posicionados con la causa de los “burros” demócratas. Salvo Clint Eastwood.

El rojo de los “elefantes” republicanos tiñe, en cambio, casi todo el sur del país, incluyendo el gran estado de Texas y el oscilante de Florida, dos territorios clave para la suerte de Trump dado el número de votos que atesoran sus colegios electorales, 38 los texanos y 29 la antigua posesión española sobre un total de 538; se necesitan, por lo tanto, 270 para vencer. Del mismo modo, buena parte del Medio Oeste es republicano de modo incontestable, pero su peso demográfico es mucho menor.
Así pues, una vez más, la suerte de la presidencia USA, el mando del bloque occidental, se volverá a jugar en los estados bailongos, los swing states, los territorios que oscilan, las bisagras, estados postindustriales en torno a la región de los grandes lagos, como Ohio, Michigan, Wisconsin o, más hacia el este, Pensilvania, con buenas relaciones biográficas con los Biden.
En esta región, la East North Central, no hay vaqueros o sureños de corazón republicano, ni liberales pijos o cultos como en Nueva Inglaterra, aquí abunda la población negra desmovilizada, los latinos integrados que votan indistintamente y muchos blancos desclasados, los white trash como han sido bautizados despectivamente, los blancos que no han alcanzado ningún sueño americano, más bien todo lo contrario. En estos territorios también parece que vence Biden pero los márgenes de los sondeos demoscópicos son tan estrechos que pocos se atreven a pronosticar qué ocurrirá. Y sin esos estados en el zurrón es difícil alcanzar la presidencia.
Sea como fuere, lo que sí parece evidente desde la óptica europea es la aguda polarización de la sociedad norteamericana, un fenómeno que parece general en las sociedades democráticas occidentales pero que, en el caso de los Estados Unidos, se ha amplificado por la singular personalidad de su actual presidente, el peculiar Donald Trump, quien ha quebrado buena parte de las barreras de lo políticamente correcto, incluyendo su abierto enfrentamiento con los grandes medios liberales, del Times al Post, de la CBS a la CNN.
Las pulsiones incómodas de Trump, más cercanas a las osadías retóricas de Cayetana Álvarez de Toledoque al previsible discurso antagónico de Vox, han modificado por completo el cuadro escénico de la política americana y, por ende, de la mundial. Los argumentos, ni siquiera los más peregrinos, sirven ya. Trump ha aprendido a vulgarizarse cuando habla y lo hace desde el paternalismo. Biden, en cambio, no se quita de encima su imagen de abuelo bien educado, tanto que el irrefrenable Michael Moore critica duramente su excesiva moderación.
Trump, al mismo tiempo, ha activado de modo exponencial otros fenómenos. Nada le es indiferente. Su insultante incorrección ha movilizado como nunca a la América liberal, sus insinuaciones racistas anuncian un masivo voto negro en favor de los demócratas, y lo mismo cabe pensar de las numerosas minorías que conforman el melting pot norteamericano. Incluso su despreocupada posición ante el coronavirus le ha dejado aislado ante la comunidad científica y sanitaria del país. Escritores de la altura de Richard Ford o Paul Auster hablan de una coyuntura crítica para América y se han lanzado a hacer política.

Pero como ocurre con toda espiral psicológica, la exacerbación del antitrumpismo también provoca una adhesión sentimental sin precedentes a su causa. Ya no hay matices con Trump. Es como si hubiéramos llegado a un punto sin retorno, a un enconamiento de cariz guerracivilista donde vuelven a crecer los antiguos modos de ver la civilización que dieron paso a la terrible conflagración entre sudistas y unionistas. El ocaso se revuelve contra la noche de los tiempos.
Uno de los análisis más interesantes que he podido leer estos días hablaba, precisamente, del viraje americano hacia una cultura no europea, una vía de desarrollo y alta tecnología –al modo chino–, pero sin el espíritu social y maternalista de la vieja Europa y, desde luego, sin la fraternidad que invocó su propia revolución. En esa misma longitud de onda, otros pensadores, como diversos sociólogos e historiadores americanos citados por The Economist y reproducidos por La Vanguardia –Turchin, Ferguson, Trevor-Roper– hablan de una crisis occidental motivada por la sobreabundancia de cuadros en un momento de automatización masivo. Al parecer, también nuestro ciclo podría estar irremisiblemente en liquidación.
***
Han pasado ya las elecciones y los norteamericanos han votado a ojos del mundo. Ahora se encuentran recontando, sacas y sacas de votos por correo. En apenas unos días hemos aprendido muchas de las circunstancias que rodean el sistema político norteamericano, en especial que cada Estado de la Unión tiene una ley electoral propia y diferente, lo cual también ocurre en nuestro país con las elecciones autonómicas aunque nosotros sí disponemos de procesos unificados y democráticos para elegir a los diputados nacionales así como a los concejales locales.
Estábamos acostumbrados a vivir los acontecimientos americanos simplemente como un madrugón. Los Óscar, las olimpiadas, las finales de la NBA o las elecciones presidenciales consistían en quedarse tomando gin-tonics hasta el amanecer, o chocolate con churros para un madrugón a las 5 de la mañana con el que seguir por la tele lo que sucedía en la tarde-noche de los Estados Unidos, de seis a nueve horas mediante a lo largo de los cuatro husos horarios del gigante país americano.

No nos dejaban en ascuas durante una semana ni veíamos naves industriales con docenas de contenedores postales repletos de papeletas –ballots– todavía por tabular, ¡cinco días, o más, después de las votaciones!
Ni imaginábamos que las presidenciales en el Imperio iban a estar tan reñidas, o que la particular energía de Donald Trump había creado un nuevo orden político, el trumpismo, catalizado como un gran collage de todo aquello políticamente incorrecto y perdedor a lo largo y ancho del Medio oeste y el sempiterno Sur.
Pero esa fractura entre la América liberal y la América profunda ha existido prácticamente siempre –recordemos el dramático final de Easy Rider–. Solo que ahora Trump puede generar un conflicto de incalculables proporciones a poco que el Partido Republicano decida comprarle su denuncia de un gran fraude electoral urdido por los rivales demócratas, una especie de contra Watergate. Aunque no es probable que los americanos se despeñen por su ex presidente no electo.
Sin embargo, tanto la propia historia como los guiones de Hollywood nos han contado docenas de veces ese tipo de relatos sobre crisis, corrupciones, amaños y hasta golpes de Estado imaginarios en el corazón de Washington. Olvidamos muchas veces, por ejemplo, la enorme turbulencia política –y militar– de los Estados Unidos durante el siglo XIX, con una cruenta guerra civil, varios magnicidios –de Lincoln a MacKinley–, el esclavismo que derivó en una profunda discriminación racial o el genocidio sistemático de los nativos pieles rojas.

Por entonces, la centuria del 1800, personajes conocidos como Henry Adams –les recomiendo encarecidamente la lectura de La educación de Henry Adams, en Alba–, o el filósofo William James, hermano del famoso novelista, denunciaban con amargura la belicosidad y falta de equilibrio moral de la sociedad estadounidense. A la política decimonónica americana, como nos recuerda Barbara Tuchman en La torre del orgullo (Península), se dedicaban los mediocres, porque las grandes familias preferían ocuparse del enriquecimiento creciente de los negocios. Y a veces ni eso, la política era territorio para bandidos y truhanes como muestra Martin Scorsese en Gángsters de Nueva York.
Todo ello aderezado por una siempre controvertida política exterior que incluye capítulos heroicos como la lucha contra el totalitarismo nazi y japonés frente a amargas experiencias como las de Vietnam u Oriente Medio, pero también momentos de intervencionismo con largos periodos de endogamia y desinterés por los asuntos del mundo a pesar del dominio de sus flotas.
Y no hace falta leer a Faulkner o a Tennessee Williams para conocer la pervivencia del racismo y el machismo acendrado en los estados del Sur a lo largo del siglo XX, donde sigue ondeando la, para muchos, honorable bandera confederada –the Bonnie Blue Flag–, y los hombres se inflaman lanzando hurras y cantando himnos y baladas de origen irlandés, el mismo, curiosamente, de Joe Biden. Tampoco resulta revelador que Philip Roth novelara una presidencia ucrónica del aviador Charles Lindbergh para saber que, en pleno mandato de Roosevelt, hubo fuertes pulsiones antisemitas en los USA.

Ocurre que, hasta la fecha, ha sido más poderosa la fuerza de la América liberal, la construida por los padres de la patria, burgueses ilustrados formados en las ideas revolucionarias francesas, cuyo espíritu se traslada a los intelectuales y a la poderosa industria del cine. Es contra esa hegemonía frente a la que arma Trump su discurso, de ahí su abierto enfrentamiento con los grandes medios de comunicación y sus esfuerzos por quebrar las reglas habituales de la política.
Y ha llegado el momento de la partida final para él. Va a someter a su país a una tensión sin precedentes desde las revueltas de los años 60. El fraude en los recuentos es una vieja historia –el gobernador de Illinois en la serie The Good Wife acaba en la cárcel por manipular las maquinitas que cuentan los sufragios; en las elecciones de Bush Jr también lo comprobamos en Florida–, pero no puede basarse en burdas leyendas contra los votos por correo.

Se pone a prueba, una vez más, la capacidad de la democracia de responder a un enorme desafío, y lo hace en el país que ha marcado el ritmo de los demás en las últimas décadas. Es algo, pues, que nos concierne. En Europa son muchos los autarcas que miran a Trump como su espejo ideológico inducidos por las payasadas políticas de su exasesor Steve Bannon. Pero son los chinos los que observan perplejos hacia el modelo americano, al que le discuten la supremacía comercial y tecnológica. A ellos también les gustaría poner a remojo el sistema democrático occidental.
La película, en cualquier caso, promete un intenso suspense.
***
Creo que en Las Vegas siguen contando y en Georgia tienen que revisar todas las papeletas de nuevo; Georgia, resonando en la mente de Ray Charles, quien la soñaba en paz algún día…, entre la Coca Cola y la CNN. América está partida en dos, nos dicen los analistas, pero siempre lo ha estado, desde su nacimiento, precisamente por las condiciones de su génesis y la gran extensión de su territorio y la variedad de su población.

Es improbable que Donald Trump aguante mucho más. Lo es, incluso, que el trumpismo, con más de 70 millones de votos, le sobreviva, con o sin sus hijos. Lo que sí ha quedado revelado es la naturaleza sobre la que se construye el populismo que surge a partir de sociedades abiertas y democráticas.
Mientras los movimientos revolucionarios de izquierdas nacen del abuso tiránico del poder, al modo sacrificial como se desarrolló el cristianismo en la antigua Roma, el populismo presenta otra cara, tiene lugar como una excrecencia, una especie de hongo que crece y se consigue expresar aprovechando las libertades democráticas.
Son los antidemócratas, los que no creen en el sistema, los que se aprovechan del mismo para movilizar a aquellos que van quedando atrás y reagruparlos. El caso de Trump es más que significativo: un millonario desalmado y sin ética, que se pasea con una cimbreante modelo femenina para convertirse en el portavoz del desasosiego de todos los incorrectos: racistas, supremacistas, machistas, violentos, individualistas…
En la otra cara de la moneda hay un mundo abierto que, sin embargo, registra preceptos moralizadores que resultan sofocantes en más de un caso. Lo vimos en el affaire de Woody Allen, en el #Metoo, en las relecturas descontextualizadas de Cristóbal Colón o Junípero Serra y otras muchas figuras históricas… Son las letras escarlatas de una antropología vigilante de la modernidad.