La exposición podrá verse en CaixaForum hasta el próximo 26 de agosto

Dos visi­tan­tes ante una pier­na de sili­co­na tatua­da.

 «Exa­ge­ran­do mucho, diga­mos que el reco­rri­do de los tatua­jes ha sido de la cár­cel a los museos». Con esta peque­ña bro­ma Álva­ro Borrás, direc­tor de Cai­xa­Fo­rum Valen­cia, pre­sen­tó la expo­si­ción Tat­too, arte bajo la piel, que podrá visi­tar­se en la ins­ti­tu­ción has­ta el pró­xi­mo 26 de agos­to. En total, en cola­bo­ra­ción con el Musée de Quai Brantly, la mues­tra reco­ge más de 240 pie­zas de todo tipo (libros, fotos, audio­vi­sua­les, máqui­na de tatuar…) para tra­zar un retra­to his­tó­ri­co, antro­po­ló­gi­co y artís­ti­co del arte de dibu­jar sobre la piel.

De la prohi­bi­ción de la Biblia en Leví­ti­co a la actua­li­dad (entre el 15 y el 20% de los espa­ño­les lle­va uno), la his­to­ria del tatua­je se remon­ta a tiem­pos inme­mo­ria­les, como demues­tra que Ötzi, el hom­bre de hie­lo (una momia con­ge­la­da hace 5.300 años), ya había pro­fa­na­do su piel. Es difí­cil si para él, aque­lla mar­ca era sim­ple­men­te orna­men­tal o un signo de per­te­nen­cia a una tri­bu con­cre­ta, ya que el tatua­je ha cum­pli­do dis­tin­tos pape­les en la socie­dad en fun­ción del momen­to.

Y es que de eso se tra­ta, de ir más allá del dibu­jo. De enten­der cómo, en un mis­mo momen­to his­tó­ri­co pero en dis­tin­ta lati­tud, una tatua­je podía ser­vir para iden­ti­fi­car a un escla­vo, ser un ras­go de vani­dad o una for­ma de decla­rar la per­te­nen­cia a un étnia con­cre­ta. Pero, sobre todo, una tra­di­ción cul­tu­ral que ha hecho que, por ejem­plo, el moko, como se lo cono­ce en Nue­va Zelan­da, o el sak yan (así se deno­mi­nan en Tai­lan­dia) estén con­si­de­ra­dos ofi­cial­men­te teso­ros nacio­na­les.

Una tra­di­ción que es diná­mi­ca y que se man­tie­ne a lo lar­go del tiem­po. Hace años en Espa­ña solo los sol­da­dos, los mari­ne­ros —recor­de­mos la copla de Con­cha Piquer— y los reclu­sos ilus­tra­ban su cuer­po; era un sím­bo­lo de mar­gi­na­li­dad pero tam­bién un currícu­lo vital, como el de los pri­sio­ne­ros comu­nes rusos que se dis­tin­guían así de los polí­ti­cos en tiem­pos de la URSS.

Sala dedi­ca­da a la expan­sión del tatua­je en Esta­dos Uni­dos.

«Queremos explicarnos»

Hoy, según los datos de la expo­si­ción, Espa­ña es el sex­to país del mun­do con más gen­te ilus­tra­da —como los defi­nió el can­tan­te Johnny Win­ter—, y entre los jóve­nes el por­cen­ta­je lle­ga al 40%. No hay una expli­ca­ción sen­ci­lla de ese cam­bio inne­ga­ble aun­que, apun­ta Isa­bel Sal­ga­do (direc­to­ra del Área de Expo­si­cio­nes y Colec­ción de la Fun­da­ción la Cai­xa), podría refle­jar que sea «una expre­sión de iden­ti­dad, y qui­zás nos fija­mos más en noso­tros mis­mos y que­re­mos expli­car­nos»

Otra de las curio­si­da­des de la expo­si­ción es ver cómo, poco a poco, los tatua­do­res empie­zan a ser cons­cien­te de que lo suyo es algo más que téc­ni­ca. Entre los pri­me­ros des­ta­ca el bri­tá­ni­co Suther­land Mac Donald (1850–1937) que, en su tar­je­ta de visi­ta, ponía «artis­ta tatua­dor». En Esta­dos Uni­dos des­ta­ca el inter­cam­bio epis­to­lar a fina­les de los 60 entre Sai­lor Jerry (con­si­de­ra­do el padre de la Old School) y Don Ed Hardy, en el que, ade­más de con­se­jo téc­ni­cos, deba­ten sobre cues­tio­nes esti­lís­ti­cas que demues­tran una inten­ción de bucear en los orí­ge­nes para pro­yec­tar­los hacia el futu­ro.

Esa visión artís­ti­ca tie­ne hoy refle­jo en las obras de arte — difí­cil­men­te se pue­den cali­fi­car de otro modo— de artis­ta como Alex, Bin­nie, Xed LeHead, Leo Zuluc­ta o el cana­dien­se Yann Black, cuya capa­ci­dad de tras­cen­der los lími­tes le ha lle­va­do inclu­so a emplear tin­tas fluo­res­cen­tes, como expli­có Adrien Fla­ment, coor­di­na­dor del pro­yec­to.

El tatua­je como expre­sión artís­ti­ca.

Desde Marco Polo

Entre las pie­zas expues­tas des­ta­can las figu­ras antro­po­mór­fi­cas de sili­co­na ilus­tra­das con dibu­jos de artis­tas de la talla de los esta­dou­ni­den­ses Kari Bar­ba y Jack Rudy, el fran­cés Tin-Tin, el japo­nés Hori­yoshi III, el sui­zo Felix Leu, el neo­ze­lan­dés Mark Kopua, el danés Colin Dale y el poli­ne­sio Chi­mé. La cuo­ta espa­ño­la la cubren Lau­ra Juan y Jee Saya­le­ro.

Tam­bién hay sitio para la his­to­ria, esa que cuen­ta que fue el Capi­tán Cook quien, en sus via­jes por Poli­ne­sia en el siglo XVIII, des­cu­brió la prác­ti­ca del tatau (heri­da abier­ta) y la intro­du­jo en Euro­pa, aun­que ya se sabía de esta prác­ti­ca gra­cias a Mar­co Polo. O la que se escri­bió en los sideshows ame­ri­ca­nos (cir­cos ambu­lan­tes), en los que no podía fal­tar como atrac­ción un hom­bre (o mujer) total­men­te tatua­dos. Sin con­tar que fue Tho­mas Edi­son quien, en 1877, sen­tó las bases de lo que sería la máqui­na de tatuar.

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