Ricard Camarena en su mejor momento culinario
La alta cocina no sirve única y estrictamente para comer, es también y sobre todo un territorio experimental, un laboratorio. Para comer bien me quedo en casa, solía decir el crítico Rafa García Santos, “lo que quiero cuando voy a un restaurante es que me sorprendan”. Ese es el espíritu que ha anidado siempre en un joven (de espíritu) cocinero aunque ya cincuentón, de un pequeño pueblo de apenas mil y pico almas cercano a Gandía, entre medias montañas desde las que a lo lejos se divisa el inevitable Mediterráneo. Ricard Camarena (Barx, 1974) es un buen comunicador, natural, chisposo, didáctico. Habla, además, un valenciano fluido, de la calle, nada impostado. Y no hace causa de ello. Tal vez esa fue la razón por la que le ficharon para conducir un programa sobre cocina en À Punt. Es el mejor espacio de su parrilla.
Desde hace unos años cuenta con un espacio fantástico en el centro de arte Bombas Gens que lleva su nombre. En cuatro o cinco ocasiones lo he visitado desde su apertura. La evolución ha sido constante. Con los mariscos, luego con su inmersión en las verduras, en los caldos… descubriendo técnicas como las fermentaciones orientales, mientras viajaba por el mundo rebuscando conocimientos, versioneando sándwiches neoyorquinos, currys tailandeses y hasta cocas nuestras. Su destino es estudiar, conocer, aprender siempre. Ahora mismo, está en su mejor momento, más equilibrado, dominando el ritmo de sus largos menús, a modo de sinfonías.
Lee la crítica completa de Juan Lagardera en el Almanaque Gastronómico
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