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Fue en el perio­do Devó­ni­co –350 millo­nes de años atrás– cuan­do apa­re­cie­ron los pri­me­ros ani­ma­les con dien­tes. Eran tibu­ro­nes que toda­vía no sabían mor­der con el maxi­lar infe­rior, sino que levan­ta­ban la cabe­za y mor­dían con el de arri­ba, como hacen las per­so­nas que en la actua­li­dad se ali­men­tan de ham­bur­gue­sas o de mazor­cas de maíz. La mas­ti­ca­ción es un siba­ri­tis­mo incons­cien­te has­ta la lle­ga­da de la son­ri­sa, úni­ca demos­tra­ción pal­pa­ble de que el hoci­co fue supe­ra­do. El hom­bre no es sólo el úni­co ani­mal que hace reír, ade­más es el úni­co ani­mal que se ríe sí mis­mo, lo que cons­ti­tu­ye la acti­tud más inte­li­gen­te que haya podi­do asu­mir cual­quier ani­mal, más allá de la mano pren­sil y los pri­vi­le­gios del cere­bro.

Del cere­bro sólo sabe­mos que apa­re­ció hace 520 millo­nes de años por los res­tos del fósil de un inver­te­bra­do halla­do en lo que hoy cono­ce­mos como Chi­na. Sin duda su apa­ri­ción se debe a las nece­si­da­des bási­cas de la visión, vin­cu­la­da a la super­vi­ven­cia. Res­pec­to a la den­ta­du­ra huma­na, hay dos cosas que hacen posi­ble la son­ri­sa: la bue­na edu­ca­ción de quien la ofre­ce y el den­tis­ta. Sin embar­go el cere­bro sólo depen­de de la bue­na dis­po­si­ción de quien entre­ga sus bue­nos pen­sa­mien­tos a los demás, cosa har­to rara. Lo que ocu­rre es que mien­tras que los huma­nos sólo tene­mos un cere­bro, posee­mos 32 dien­tes, el mayor núme­ro de órga­nos del mis­mo tipo en nues­tro cuer­po. Un dien­te pue­de per­der­se en una dis­cu­sión, caer­se por si mis­mo o ser extraí­do por un médi­co den­tis­ta, pero el cere­bro, ami­gos, nos que­da para siem­pre así nos sal­ga una caries en él, nos crez­ca des­me­su­ra­da­men­te o se nos atro­fie. Hoy pode­mos vivir sin dien­tes, por­que se nos res­ti­tu­yen con inge­nio­sas pró­te­sis, pero toda­vía no hemos alcan­za­do el hito médi­co de poder ela­bo­rar un fal­so cere­bro, ni siquie­ra hacer­le un refreshing o un poco de bótox que le dé una apa­rien­cia salu­da­ble. Esto ocu­rre no sólo por­que lle­va­mos el cere­bro den­tro de la caja cra­neal y nadie pue­de vér­nos­lo sin abrir­la, sino por­que la mayo­ría de seres huma­nos, y aquí la esta­dís­ti­ca me dará la razón, pue­de pres­cin­dir com­ple­ta­men­te de este órgano dema­sia­do barro­co y ela­bo­ra­do. Los crí­ti­cos de arte, en el caso de la cul­tu­ra, son los encar­ga­dos de hacer de den­tis­tas men­ta­les y embe­lle­cer con cerá­mi­ca la fal­ta de nues­tro invi­si­ble esmal­te cere­bral. Si algu­na vez han leí­do la oda de un crí­ti­co a ese inge­nio­so libro o a aquel fas­ci­nan­te musi­cal pre­mia­do por pres­ti­gio­sas ins­ti­tu­cio­nes, sabrán que uste­des nada tie­nen que temer al mor­der dichas obras con los dien­tes fal­sos de su cere­bro, por­que no se resen­ti­rán en abso­lu­to y su deglu­ción lle­va­rá el camino natu­ral de cual­quier sis­te­ma diges­ti­vo. Y así asis­ti­mos a un len­to rumiar del arte que se ini­cia con cana­pés y, los más osa­dos, con cham­pán.

El artis­ta con­tem­po­rá­neo ver­da­de­ro es escép­ti­co y des­con­fía inclu­so –o más bien prin­ci­pal­men­te– de sí mis­mo. Pero es más fácil admi­tir los vicios y las fal­se­da­des pro­pias, que repor­tan bue­nos bene­fi­cios, que las vir­tu­des que están escon­di­das pro­fun­da­men­te y has­ta uno mis­mo duda de ellas: vivi­mos en un país dicho­so, don­de el polí­ti­co bri­lla rodea­do de arte adqui­ri­do con méto­dos espú­reos y la dig­ni­dad del crea­dor se piso­tea con una ale­gría tal que uno sólo pue­de vivir como artis­ta si con­si­gue hacer­lo ale­ja­do de las inco­mo­di­da­des de las buhar­di­llas que apa­re­cen en La Bohè­me, hoy carí­si­mas y esca­sas vivien­das acon­di­cio­na­das con toda suer­te de lujos pari­si­nos para el dis­fru­te de la car­ne de sus menin­ges. Son artis­tas que saben per­fec­ta­men­te cómo se hace una fac­tu­ra elec­tró­ni­ca y cuá­les son los resor­tes para aca­pa­rar el éxi­to. Gen­te encan­ta­do­ra que deja por la noche su cere­bro en un vaso de agua sobre la mesi­lla de noche y que reci­ben por sus dotes una cre­ma fija­do­ra que les pro­por­cio­na segu­ri­dad duran­te el día y ni el atis­bo de nin­gu­na duda que les moles­te en las pres­ti­gio­sas encías en las que enca­jan sus sesos.

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