Sección mensual sobre reflexiones de la vida diaria.
Escritora y publicista. Ha publicado tres novelas, escribe proyectos para cine y ha dirigido un cortometraje. Además, es directora de Upgrade Marketing Agency y del Máster de Marketing Digital de IEM.
Se supone que ir al gimnasio es bueno para la salud, pero un estudio acaba de revelar que las máquinas de los gyms tienen más bacterias que un inodoro. Y no me sorprende. Solo hay que observar a la subespecie más peligrosa del ecosistema: los guarros de gimnasio. Esos seres que se sientan en cada máquina sin poner la toalla, sudando a mares y dejando más pruebas de ADN que una edición completa de La Isla de las Tentaciones.
Pero si los guarros de gimnasio representan el extremo más primitivo, en el lado opuesto están los influencers del fitness, que han hecho del gym su plató particular. En sus manos, cualquier banco de pesas se convierte en un set de rodaje. No importa que ocupen la máquina media hora sin tocarla. El contenido es lo primero. Más trípodes que mancuernas, más luces de aro que ventiladores, y más preocupación por el ángulo del selfie que por la postura de la sentadilla.
Confieso que caí en la trampa del gym postureo. Durante un tiempo, fui a uno de esos gimnasios modernos donde parecía que la gente no entrenaba, sino que hacía hauls de lo último en moda fitness. Me encontré rodeada de móviles estratégicamente colocados, gente que bebía batidos flúor, y la constante sensación de que mi ropa deportiva no estaba a la altura de la pasarela de las máquinas de pesas. Comencé a preguntarme si realmente era necesaria tanta producción para levantar dos míseros kilos en cada brazo.
Hasta que un día vi la luz. Y no fue una iluminación metafórica, sino la fluorescente y parpadeante del gimnasio municipal de mi barrio, Abastos. Un lugar donde la única presión es la de las máquinas oxidadas.
Aquí no hay fitness coaches gritándote frases motivacionales ‑es más fácil avistar un OVNI que encontrar un monitor en la sala‑, ni nadie que te juzgue por hacer estiramientos con la gracia de un Playmobil. Aquí hay gente que viene a entrenar con la camiseta de la Volta a Peu de Bancaja, jubilados que llevan la misma toalla desde los tiempos del Teletexto, y señoras con mallas que desafían las leyes del color, la forma y, posiblemente, la física.
Y, lo más importante: nadie se graba haciendo hip thrusts ni posa frente al espejo como si estuviera en un casting secreto. Nadie está aquí para demostrar nada. No hay postureo, solo cuerpos de todas las edades y formas intentando, con mayor o menor éxito, moverse un poco para contrarrestar las cenas con pan.
Desde que me apunté a mi gimnasio municipal, entreno sin presión y con una paz maravillosa. Porque al final, uno no va al gimnasio a ganar seguidores, sino a perder calorías ‑y a veces también la capacidad de bajar escaleras al día siguiente-.
Y ahora, si me disculpáis, me voy volando a ponerme mi chándal Tactel, que empieza mi clase de aeróbic.
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