Eugenéticos, terraplenistas y antivacunas
El gran fenómeno cultural de la contemporaneidad no es el fin de la belleza en el arte, el relativismo filosófico, la incertidumbre científica o la popularidad masiva del cine y la televisión. Lo más trascendente desde un punto de vista social ha sido la alfabetización general, la conversión de la educación en un deber moral al que tienen derecho todos los ciudadanos.
Para hacernos una idea, la tasa de alfabetización actual en España es superior al 98% y pico, o sea, que únicamente el 1% y un poco todavía no sabe leer y escribir. En 1900 los analfabetos integrales en nuestro país constituían cerca del 63% de la población (el 71% en el caso de las mujeres), y solo a partir del gran impulso escolar de la II República los alfabetizados superaron en número a los analfabetos, una curva que el franquismo mejoró a partir de los años 50 gracias a la colaboración de las órdenes religiosas que se centraron en el quehacer pedagógico.
Pero el acceso masivo a la educación que hemos vivido, y que ahora mismo se extiende por el Tercer Mundo, no parece resolver los problemas más elementales del género humano. Un pensador de ligero cariz cristiano como el francés Paul Ricoeur –maestro del presidente Emmanuel Macron– ya decía en la década de los 80 del pasado siglo que parecía como si la Humanidad, “al acercarse en masa a una cultura de consumo básica se hubiera detenido, también en masa, en un nivel subcultural”.
Otros estudiosos de la propia sociedad de masas como Umberto Eco o Guy Debord, incluso Walter Benjamin algo antes, han descrito sensaciones parecidas. O sea, que a mayor expansión de la educación, más subcultura masificada. Un fenómeno que puede asustarnos por cuanto de elitista parece subyacer al análisis pero que, en los últimos años, se ha difundido ampliamente entre intelectuales y pensadores a raíz de la reaparición del populismo político tras la crisis económica de 2008.
El éxito electoral de líderes tan “incorrectos” para las normas establecidas como Donald Trump o Boris Johnson así como la emergencia de partidos de extrema derecha y extrema izquierda en buena parte de Europa –y de un modo recurrente en Argentina, y ahora en México, Venezuela o Brasil–, han hecho saltar todas las alarmas bienpensantes de Occidente. Desde la Guerra Fría que no se vivía una zozobra geopolítica así entre la inteligencia democrática, donde reina ahora mismo el pesimismo y la ansiedad ante la deriva de lo social.
En esas estábamos cuando llegó el Covid-19 y nos pilló a todos con el pie cambiado. Apenas cuatro meses después del estallido de la pandemia y de la profunda mutación cotidiana que ésta ha procurado en la vida de las personas, el populismo radical ha dejado de interesar y parece retirarse en modo desordenado ante su incapacidad para aportar alguna solución a un problema sanitario y económico tan complejo como este que estamos padeciendo. A la espera de las elecciones americanas de noviembre.
Pero ahora mismo, la subcultura de esta sociedad alfabetizada se está manifestando de otro modo, tal vez incluso más disparatado todavía y que conviene no perder de vista. En medio de la presencia de una polución informativa sin precedentes gracias a la capacidad de comunicación propia que la tecnología ha puesto en nuestras manos, a lo que asistimos es a reacciones inesperadas. Algunas que creíamos ya descatalogadas, como la reivindicación de una cierta eugenesia, centrada en los sectores de riesgo frente a la enfermedad: los mayores –de 60 años hacia arriba– y los pacientes con patologías previas. Hasta la fecha, solo el filósofo Peter Sloterdijk se pronunciaba sin prejuicios al respecto: frente al fracaso de la vía educativa y humanista, decía, hace más de dos décadas que reivindicó la manipulación genética para mejorar al ser humano.
Muchos jóvenes abundan en lo mismo aunque por otras razones. Deseosos de proceder a un cambio de roles generacional, con aspiraciones de poder, militan en esta causa que a muchos puede parecer tan inmoral como cercana a las prácticas nazis anteriores y posteriores a la guerra. Paradójicamente, es Vox en nuestro país el partido que enarbola la defensa de los mayores, tal vez porque la pésima gestión de las residencias geriátricas en España erosiona a sus actuales responsables políticos, que abarcan desde la popular Isabel Díaz Ayuso a la comprometida Mónica Oltra.
Además, y como ha solido ocurrir con cada anuncio de un fin del mundo –véase el milenarismo o buena parte de la literatura de ciencia-ficción o los encuentros en la tercera fase–, se han desatado todo tipo de creencias de naturaleza irracional, a veces espiritualistas, otras directamente espiritistas. En las redes sociales coexiste un auténtico río amazónico de rumores y bulos, así como peroratas y comentarios contra la ciencia médica –y la ciencia en general– o cualquier otro valor que se presente como empírico.
Por ejemplo, los terraplenistas, con algunos jugadores de la NBA o músicos de rap en primera línea, han hecho su aparición para condenar de nuevo a Galileo y de paso a Newton, mientras las teorías de la conspiración llevan semanas desatadas: conspiraciones contra el Gobierno o del Gobierno contra la democracia, de la industria farmacéutica, de China –o de Estados Unidos–, de la radiación electromagnética de la telefonía 5G, todo ello mezclado con campañas antivacunas o narraciones extraordinarias sobre los laboratorios que han creado el nuevo coronavirus para diezmar la población mundial…
Y, cómo no, hasta averiguar quién ordenó en verdad el asesinato de John Fitzgerald Kennedy tal como le pedía conocer Bruce Willis a la NASA antes de ir a salvar el planeta lanzándose sobre el meteorito Armageddon. Al menos la policía sueca, con la ayuda de una pobre investigación periodística, parece haber dado una explicación plausible al genocidio de Olof Palme, 34 años después, aunque nada comparable a la publicación de las cintas de Richard Nixon con Franco, a uno de cuyos embajadores el Generalísimo le confesaba que tras su muerte llegarían a España los partidos, la droga y la pornografía, pero que no había por qué preocuparse: el país lo resistiría gracias a que se había creado la clase media. Las matildes y los López Vázquez. Era Berlanga, al fin y al cabo, quien lo sabía ver y vaticinar.
*Artículo publicado el pasado 14 de junio en el periódico Levante-EMV
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