La memorable paella de los Rioja

Era la segunda vez en pocas semanas que acudíamos al hotel-restaurante Rioja en Benissanó. Miembros de la cofradía Cuchara de Plata. Estaba en discusión si la paella que cocina Vicente Rioja es la mejor, la paella valenciana de pollo y conejo se entiende. Entre nosotros había alcanzado el empate con la paella de Casa Carmela en Valencia, y su restaurante luce desde hace un tiempo la recomendación “gourmand” de la Michelin. Su puntuación en el capítulo de arroces del Almanaque Gastronómico de la editorial Elca es también la más alta.

Estamos en Benissanó, cerca de Liria, territorio de transición entre las huertas y humedales más costeros y las montañas del interior valenciano. Esta es la comarca donde se asentaron los íberos edetanos. Y gracias al curso del río Turia existe también una importante actividad agrícola de regadío. Es tierra, pues, de campos de naranjos y de huertas. A tener en cuenta.

La paella de hoy la hace el propio Vicente Rioja, propietario y jefe de cocina del restaurante hotelero. Tiene la suerte de afrontar el reto al aire libre, en un bien organizado paellero que se combustiona con leña. Nada de gas ni electricidad. Las ventajas de cocinar en el campo como bien saben la multitud de valencianos que practican la paella dominguera en sus chalets, alquerías y secanos.

Vicente nos ha preparado un vídeo con el proceso del cocinado. Luego nos la hemos comido hasta no dejar ni un grano (éramos 8, dicen que el número perfecto para una paella de cátedra) tras una serie de aperitivos cuantiosos y excelentes, desde una gamba rayada de gran calibre a una deliciosa alcachofa rellena de magro, chipironcitos en su tinta y un chip de anchoa caliente. Con abundante vino: champagne Philipponnat, riesling del Mosela y tintos de Tomás Postigo en Peñafiel. Nos sirve Chelo, la comandante alegre y dicharachera de la sala.

A los cafés, Vicente acude para atender nuestras preguntas. Es un bombardeo continuo. Queremos saberlo todo. “Soy Vicente Rioja” comienza diciendo, la cuarta generación de Rioja, más de un siglo, pues, cocinando arroces. Pero solo Vicente, en una época donde el conocimiento y la experimentación están más considerados, se ha dedicado a estudiar paso a paso cómo hacer una paella valenciana del máximo nivel, y sin altibajos. En su casa no se hacen paellas que no pueda cocinar directamente. Por eso no guisa más de cuatro paellas valencianas a la vez.

«En mi restaurante –explica– todas las paellas que se sirven están hechas por mi, sin intervención de terceros. Mi idea del restaurante es que sea reducido, porque quiero que todas las paellas sean by Vicente Rioja. Mi objetivo es conseguir la excelencia de la paella de la forma más artesanal y ancestral posible, y que todas las que salen del paellero las haya hecho yo. Compito conmigo mismo e intento superarme en cada una de ellas; ¿buscando la perfección? No, más bien buscando la esencia de la paella».

Lo primero es la madera, la leña. Nada de encina, roble, olivo o sarmientos. Solo admite leña de naranjo, leña que almacena en un secadero entre un año y medio y dos años para que pierda toda la humedad. Se trata de que cuando arda no produzca humo y, por tanto, no ahúme nada el cocinado. Justo lo contrario que hacen en Pinoso con el arroz de conejo y caracoles, tan ahumado y retostinado que parece salido de un volcán, por más que esté buenísimo.

Empieza la juerga

Con un fuego mediano, que luego se va bajando, empieza a sofreír la carne. Poco aceite, de oliva virgen extra, pero de apenas 0,1 de acidez. Primero echa el pollo, que ha de ser de campo, obviamente, pero mayor, de tres años. Es más duro, aunque mucho más sabroso. Por eso ha de hacerse más. Lo adquiere en la Mancha. Cuando está medio hecho añade el conejo, también casero. Las carnes, ya a fuego lento, se han de caramelizar, momento en el cual añade el hígado del conejo (nunca el del pollo) y un par de tomates de su huerta que, previamente, ha escurrido para que pierdan su agua. Esto es muy importante porque el tomate deshidratado completará la caramelización del pollo y el conejo, punto que provocará, en el momento de comer, que la carne se separe del hueso con un simple golpe de cuchara (de madera de boj a ser posible) o tenedor.

Es el momento de las verduras. No muchas, pero de gran calidad. Garrofón de su huerta, fino, suave y nada harinoso. Y unas judías verdes, ferraura, de un sabor perdido, intenso, como si fueran navarras. Han sido regadas lo justo y a la hora de incorporarlas a la paella las parte en vertical por la mitad para abrir los poros vegetales. Apenas las rehoga con las carnes, añade una cucharada de pimentón dulce (que han secado al sol y molido en casa) y una pizca de sal en escamas (nunca refinada) a ojo. El ojo de un profesional.

Agua del grifo hasta por encima de los clavos y, ahora sí, el fuego a toda pastilla como si fuera la caldera de una locomotora. Desde que hierve pasan apenas 14 minutos. Ha añadido una ramita de romero, pero apenas cinco minutos, y la quita. Antes de echar el arroz añade azafrán, que ha deshecho previamente e infusionado con un poco de caldo para que dé sabor y color homogéneos. Y se incorporan también las alcachofas, recién cortadas para que no ennegrezcan el guiso. No quiere colorante.

(Si tiene algo más de tiempo, cuece a fuego medio, hasta los 25 minutos, pero siempre controlando el nivel del caldo en el caldero. Puede empezar a las 10 de la mañana con la paella, y de ese modo consigue un sabor más profundo y el punto exacto de textura que le gusta).

Es el momento del arroz, tal vez el más sencillo, en apariencia. Cien gramos por comensal. Y el arroz es sénia, el que absorbe más sabor y crea esa peliculilla de almidón sobre la paella una vez terminada. Lo de usar “balines” bomba –como hacía un cocinero de dos estrellas en el vídeo de la Michelin para dar de comer a cuatro–, parece una broma.

Una vez se ha echado el arroz se rectifica de sal y a esperar que la experiencia del cocinero mantenga el fuego fuerte cinco o seis minutos y luego vaya apartando la leña hasta que la paella alcance su cocción perfecta. Suelto pero bien cocido, nada de dejar el arroz al dente. La paella está terminada, y el fuego ya no tiene llama, pero es el instante de dejar la paella –de acero pulido, el modelo Pata Negra de la firma valenciana Garcima, no alabea y permanece siempre equilibrada– sobre las ascuas un par de minutos para que haga socarrat, pero solo un poco y en el centro. Se la oye crujir unos instantes y listo.

Ya en la mesa, comemos en el caldero. Y como si estuviéramos en un oficio religioso, comemos y callamos, nos felicitamos, limitamos los espacios para que nadie coma la parte del vecino. No dejamos ni rastro. La paella va de menos a más. Sencillamente, es una paella de sabores naturales y distinguibles, todos. Es sutil, están todos los ingredientes con sus aromas y sabores sueltos. No se ha configurado un magma único, sino que la judía está presente, y el garrofón, y sobre todo las carnes. Y el arroz es, sencillamente, mágico.

Nos hemos venido arriba. Esta es una paella valenciana de diez, cum laude. Sin duda alguna. La cuestión es si Vicente será capaz de bordarla así siempre y ante cualquier cliente, día a día. Eso es lo que ya ha conseguido Toni Novo en su Casa Carmela, una regularidad sobresaliente, primero haciendo diez, luego veinte y, ahora, creo que anda por las setenta u ochenta paellas cada fin de semana en la Malvarrosa, elevando el restaurante de playa típico valenciano a la categoría de alta cocina. Y eso también es otro diez.

Es un orgullo para la culinaria valenciana, tener dos campeones. Uno, Rioja, capaz de cocinar una paella como si fuera un vestigio artesanal, la mejor, sin duda. El otro, Novo, porque ha sido capaz de revolucionar la restauración del arroz valenciano hasta llevarla a unos niveles extraordinarios en todos los órdenes. ¡Qué felicidad!

Aquello que buscamos suele hallarse muy cerca. Jorge Luis Borges

(extraído del libro La balada del bar Torino, de Rafa Lahuerta Yúfera)

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