Hay espíritus ‑como San Juan de la Cruz- capaces de salir de las murallas del lenguaje a la intemperie cultural y regresar fortalecidos de experiencia tan extrema. No es eventualidad que esté al alcance de cualquiera. Eso pronto lo entendió Hofmannsthal en su Carta. 

Hugo von Hof­mannsthal y su libro.

Con  tra­duc­ción y preám­bu­lo de José Muñoz Milla­nes, pró­lo­go de Clau­dio Magris, ensa­yo de Juan Nava­rro Bal­de­weg y misi­vas de José Luis Par­do, Ste­fan Hert­mans, Cle­ment Ros­set, Espe­ran­za López Para­da, Hugo Muji­ca y Abraham Gra­ce­ra, la bene­mé­ri­ta edi­to­rial Pre­tex­tos publi­có Una car­ta, el bre­ve tex­to que ha sus­ci­ta­do a lo lar­go de los años cuan­tio­so mate­rial de refle­xión.

Hugo von Hof­mannsthal (1874–1929), poe­ta y dra­ma­tur­go aus­tria­co que le corres­pon­dió vivir qui­zá la cri­sis mas gra­ve que ha sufri­do Euro­pa, en un tiem­po y lugar pri­vi­le­gia­dos; ese que, con expre­sión des­pro­por­cio­na­da, se deno­mi­na la “Vie­na de Witt­gens­tein”.

El fic­ti­cio redac­tor de Un car­ta, Lord Phi­lipp Chan­dos, se diri­ge a su ami­go y maes­tro, Sir Fran­cis Bacon, el crea­dor de las reglas de la cien­cia expe­ri­men­tal. Dice sufrir una alte­ra­ción impre­vis­ta, estar des­bor­da­do y fue­ra de sí. Se expre­sa con difi­cul­tad en un tex­to que lo exce­de.

Una car­ta se sitúa en la com­ple­ja rela­ción entre poe­ta y reali­dad. Preo­cu­pa­ción recu­rren­te en la lite­ra­tu­ra ale­ma­na del siglo XVIII cuya for­mu­la­ción tal vez más extre­ma sean los escri­tos del Höl­der­lin.

Retra­to de Hugo von Hof­mannsthal.

En prin­ci­pio, la for­ma jus­ta orde­na la mate­ria gene­ran­do poe­sía y ver­dad, y encuen­tra su cabal mode­lo en la músi­ca o en la mate­má­ti­ca. Lord Chand­los se ha sen­ti­do has­ta enton­ces en el cen­tro de las cosas  don­de se des­cu­bre la cla­ve de las seme­jan­zas que armo­ni­zan, en una uni­dad, la dis­per­sión del mun­do. A ese Uni­dad pri­mor­dial sólo se acce­de por embria­guez dio­ni­sía­ca, en sus diver­sas moda­li­da­des.

Des­cri­be ese esta­do del siguien­te modo: “Cuan­do en mi caba­ña de caza bebía a tra­gos la espu­mo­sa leche tibia que un hom­bre hir­su­to orde­ña­ba en un bal­de de made­ra de la ubre de una her­mo­sa vaca de blan­da mira­da, sen­tía lo mis­mo que cuan­do sobre el ban­co empo­tra­do en la ven­ta­na de mi estu­dio mana­ba de un info­lio, dul­ce espu­mean­te ali­men­to para el espí­ri­tu. Lo uno era lo otro; nin­gu­na de las dos expe­rien­cias cedía a la otra ni en sobre­na­tu­ra­li­dad oní­ri­ca ni en ener­gía físi­ca, y así suce­día con la exten­sión total de la vida. Por doquier me sen­tía en el cen­tro de todo”.

Pero Chan­dos comien­za a des­es­ta­bi­li­zar­se cuan­do, de impro­vi­so, lo supues­ta­men­te cer­cano y fami­liar, inclui­do el pro­pio cuer­po, se vuel­ve extra­ño, ame­na­za­dor. La pre­sen­cia ines­pe­ra­do de lo subli­me pro­du­ce simul­tá­nea­men­te fas­ci­na­ción y terror.

Lo subli­me del que habla Kant y lo sinies­tro del que se ocu­pa Freud tor­nan enig­má­ti­co, ame­na­zan­te el entorno coti­diano. Sus­pen­de la per­cep­ción habi­tual ‑la mira­da sim­pli­fi­ca­do­ra de la cos­­tu­m­­bre- y deja entre­ver un mun­do mucho más ambi­guo y com­ple­jo al que María Zam­brano deno­mi­na lo sagra­do. Lo subli­me y lo sinies­tro ate­rran por­que des­bor­dan las segu­ri­da­des del indi­vi­duo.

El len­gua­je nos pro­te­ge de un exce­so de reali­dad. Es un len­to sis­te­ma diges­ti­vo. Solo pue­de engu­llir reali­dad a dimi­nu­tos boca­dos; de lo con­tra­rio, colap­sa.

Las pala­bras dan sen­sa­ción de cap­cio­sa esta­bi­li­dad; la tarea del pen­sa­dor y del poe­ta es lograr un equi­va­len­te emo­cio­nal del movi­mien­to des­de su con­na­tu­ral quie­tud. Cuan­do eso no suce­de, escri­be Lord Chan­dos: “tal y como una vez había vis­to en una len­te de aumen­to una zona de piel de mi meñi­que seme­jan­te a una lla­nu­ra lle­na de sur­cos y hoyos, así me suce­día aho­ra con los hom­bres y las accio­nes. No con­se­guía cap­tar­los ya con una mira­da sim­pli­fi­ca­do­ra de la cos­tum­bre. Todo se me frac­cio­na­ba y cada par­te se divi­día a su vez en más par­tes y nada se deja­ba ya suje­tar en un con­cep­to. Las pala­bras flo­ta­ban libres a mi alre­de­dor”.

Esto anto­ja la des­crip­ción de un esta­do psi­có­ti­co y de una visión mís­ti­ca pre­am­bu­lar, no con­du­ci­da por camino ade­cua­do y vir­tuo­so.

Más tar­de con­sig­na esta otra des­crip­ción: “una rega­de­ra, un ras­tri­llo aban­do­na­do en el cam­po, un perro al sol, un cemen­te­rio pobre, un tulli­do, una peque­ña gran­ja… todo esto pue­de con­ver­tir­se en el reci­pien­te de mi reve­la­ción. Cada uno de estos obje­tos y mil otros pare­ci­dos, sobre los cua­les nor­mal­men­te el ojo se des­li­za con natu­ral indi­fe­ren­cia, pue­de de repen­te, en cual­quier momen­to, que en modo alguno está a mi alcan­ce sus­ci­tar, cobran para mí un carác­ter subli­me y con­mo­ve­dor que la tota­li­dad del voca­bu­la­rio me pare­ce dema­sia­do pobre para expre­sar”.

Esto pare­ce un equi­va­len­te lai­co, agnós­ti­co de visión mís­ti­ca.

Pero  hay una evi­den­te con­tra­dic­ción en la Car­ta, entre la pre­sun­ta pér­di­da del uso de la pala­bra y el empleo sol­ven­te de ellas mis­mas para dar cuen­ta de su pér­di­da.

Hay espí­ri­tus ‑como San Juan de la Cruz- capa­ces de salir de las mura­llas del len­gua­je a la intem­pe­rie cul­tu­ral y regre­sar for­ta­le­ci­dos  de  expe­rien­cia tan extre­ma. No es even­tua­li­dad que esté al alcan­ce de cual­quie­ra. Eso pron­to lo enten­dió Hof­mannsthal en su Car­ta.


Por­ta­da del libro.

Títu­lo: Una car­ta (De Lord Phi­lipp Chan­dos a Sir Fran­cis Bacon)

Autor: Hugo von Hof­mannsthal

Edi­to­rial: Pre-tex­­tos

Pági­nas: 288

 

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