Librerías de lance, tertulias literarias en la ciudad antigua, la icónica Plaza Redonda, junto a la de Lope de Vega, un mundo desparecido de la vieja Valencia que evoca un niño de pantalones cortos que acompañaba a su padre a comprar libros de segunda mano. Como el escenario de una novela costumbrista de Pérez Galdós con personajes tan saturnianos como el astrónomo cabanyalero Pigmalión.
Librerías de lance, tertulias literarias en la ciudad antigua, la icónica Plaza Redonda, junto a la de Lope de Vega, un mundo desparecido de la vieja Valencia que evoca un niño de pantalones cortos que acompañaba a su padre a comprar libros de segunda mano. Como el escenario de una novela costumbrista de Pérez Galdós con personajes tan saturnianos como el astrónomo cabanyalero Pigmalión.
Hubo un tiempo muy lejano en que el centro de la Ciutat Vella era como un cuento de Andersen. Con duendes y hadas incluidas. Almacenes minúsculos de libros y manuscritos viejos y tertulias de masones y teósofos en tiempos de silencio. Se charlaba en bajos mugrientos y oscuros forrados de libros de segunda mano. Calle Mantas, Cadirers, del Esparto, Corretgeria, el barrio donde nació Sorolla. Y allí se concentraban las más codiciadas almonedas de la ciudad.
La Plaza Lope de Vega, junto a la plaza redonda, era el centro neurálgico de un mundo mágico que podía tener la banda sonora de En un mercado persa de Korsakov. Eran los años 1950 del siglo XX. Antes de que con el nuevo siglo, las franquicias arrasaran los viejos comercios y los alquileres de los bajos se pusieran imposibles para los libreros de viejo que habitaban aquel paisaje de cuentos, yo acompañaba a mi padre en su continuo buceo por las abisales callejas de las tiendas de lance.
Es difícil describir para las nuevas generaciones lo que fue la Plaza Redonda en aquello tiempos. Remozada hoy su espíritu mágico y ancestral se ha esfumado como un viejo sueño. Corazón romántico, crisol urbano que mezclaba a los llauros de l’Horta, de blusón y boina, salidos de una novela de Blasco Ibáñez, con los señoritos del Eixample en busca de curiosidades para decorar su salón, después de tomar el aperitivo en sus tabernas de fritangas y vino peleón.
Los domingos allí se vendía y compraba de todo, como un zoco moruno; tortugas y lagartos, conejos, jilgueros, pericos, gallináceas y palomas mensajeras en sus jaulas, libros viejos, revistas manoseadas. Había gran actividad de intercambio de cromos y estampas populares. Actividad esta última muy habitual en la España de la época.
Solo faltaba una bailarina marroquí ejecutando la danza del vientre en medio de la multitud que caminaba en círculo, patulea cansina, como una cuerda de presos condenada a dar vueltas eternamente alrededor de la fuente de piedra que todavía se conserva. En ese eterno errar entre articulo diseminados por el suelo, vocerío de quincalleros, cantos de gallos y graznidos de patos de la Albufera, coincidían los ciudadanos de aquella pequeña ciudad con olor a boñigas de las acas de los carros y el acre olor de las carbonerías que vendían hielo en barras para las primeras neveras de fabricación nacional.
Esas calles fueron siempre un túnel del tiempo por sus librerías de viejo y sus libreros con aspecto de eruditos salidos de las novelas de Unamuno. Mi padre solía frecuentar la tertulia de una librería de lance recóndita, legendaria, la de don Manuel Martí Belda, especializada en llibrets de falla y teatro en valenciano; una cueva de Ali Babá donde los clientes saciaban su afición a los libros de segunda mano y a la charla ilustrada.
Desde mi pequeña altura de infante miraba fascinado esa especie de estatua antigua con aires de oráculo pues los asistentes a sus tertulias así lo consideraban
En aquella tertulia se reunían señores salidos de una novela de Balzac y entre ellos reinaba legendario teósofo Pygmalión, filósofo, astrónomo, nigromante, adivino y erudito que parecía salido de un viaje saturnal. Un ciudadano del universo exterior. Su nombre era José Meliá Bernabéu y nació en el Cabanyal en el siglo XIX. Rodeado de seguidores adultos, yo miraba a ese señor ya viejísimo, de aspecto extravagante, de luengas barbas y leonina melena blanca, cubierto con una amplia capa y sombrero de ala ancha, salido de un cuadro de Goya y que alcanzó la extraordinaria edad de 100 años.
Desde mi pequeña altura de infante miraba fascinado esa especie de estatua antigua con aires de oráculo pues los asistentes a sus tertulias así lo consideraban. Y no era para menos porque este caballero fue muy amigo de Vicente Blasco Ibáñez, muerto en 1928, y Pigmalión fue su secretario en Francia durante la I Guerra Mundial. Escribió en el diario Levante en los años 40. Este caballero antiguo, intelectual valenciano casi olvidado, tiene una calle en el barrio de Benicalap. Murió en Peñiscola en 1974 y donó a la localidad su biblioteca de 9.000 volúmenes. Llegado por fin el nuevo siglo, cada vez que camino por las viejas calles del casco antiguo pienso en aquellas tardes saturnales de invierno en las que mi padre y sus amigos, viejos republicanos y aspirantes a escritores, se reunían para charlar de cultura.
Es un recuerdo doloroso porque han desparecido para siempre las librerías frecuentadas por los buceadores de libros. Entre ellas, uno de las ultimas fue la de Tono, El Cárabo, allí colgaba una foto de don Miguel de Unamuno y se encontraban libros muy antiguos. Hoy es un pub para británicos amantes del whisky. Se pueden contar con los dedos de una mano las librerías de lance que quedan en la ciudad. Y esa historia de tertulias de enciclopedistas nostálgicos es, como canta el bolero, un periódico de ayer. Están todos muertos. En los panteones del olvido de un universo que pocos se han preocupado en contar.
Hay, con todo, escritores de hoy que recrean aquella sociedad reprimida de posguerra. Entre ellos, y con permiso de Almudena Grandes, el escritor Ignacio Martínez de Pisón acaba de publicar un novelón de 600 páginas indispensable, Castillos de Fuego.
Admirable obra este zaragozano convertido en un Galdós del siglo XXI. Los pormenores de un cotidiano de lucha por la supervivencia en la tristona posguerra. Su lectura es un viaje a aquellas tardes de invierno de los años cincuenta, a las tertulias de la Plaza Lope de Vega, con hombres de bigote galdosiano y barbas barojianas que olían a tabaco de picadura y ropa vieja. Y un chico con pantalones cortos y tirantes que no entendía nada.
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