La exposición del alicantino abrirá sus puertas el viernes 19 de mayo a las 18 h. en la galería Rosa Santos

 

La leyen­da del Golem, el ser crea­do a par­tir de barro por el rabino Loew en el gue­to de Pra­ga, ha tras­cen­di­do sus orí­ge­nes en el fol­clo­re judío para con­ver­tir­se en una metá­fo­ra del temor que sus­ci­tan las pro­pias crea­cio­nes, en cuan­to éstas pue­den esca­par a todo con­trol y vol­ver­se en con­tra de quie­nes las han dise­ña­do. Esta leyen­da es la fuen­te de ins­pi­ra­ción de Raw. Mate­ria Pri­ma que Moi­sés Mañas inau­gu­ra­rá este vier­nes 18 (18 h.) en la gale­ría Rosa San­tos, y que podrá ver­se has­ta el 30 de junio.

Doc­tor en Artes Visua­les e Inter­me­dia por la Uni­ver­si­tat Poli­tèc­ni­ca de Valè­n­­cia-Espa­­ña, el tra­ba­jo de Moi­sés Mañas (Elda, 1973) se carac­te­ri­za por des­de 1996 por el uso de las nue­vas tec­no­lo­gías apli­ca­das al arte. Esta es su cuar­ta visi­ta a la gale­ría Rosa San­tos —las ante­rio­res fue­ron Estruc­tu­ras del entre­te­ni­mien­to (2017), Around a word of net­work (2012), WIN‑D. World In Now Data (2007) y Con­gra­tu­la­tion we lost the ima­ge (2004)—.

El rabino Loew, expli­ca Pau Wael­de, mode­la y da vida al Golem para que pro­te­ja a su comu­ni­dad escri­bien­do en su fren­te la pala­bra emet (ver­dad), que sig­ni­fi­ca tam­bién vera­ci­dad y rec­ti­tud. Cuan­do la cria­tu­ra pier­de el con­trol y ame­na­za a seres ino­cen­tes, Loew borra la pala­bra de su fren­te, o lo des­tru­ye, según las múl­ti­ples ver­sio­nes del popu­lar cuen­to.

En Raw, con­ti­núa Wael­de, «Moi­sés Mañas hace una relec­tu­ra de las ver­sio­nes más anti­guas de la leyen­da del Golem para cen­trar­se en esta crea­ción como algo infor­me, cru­do, que adquie­re una enti­dad pro­pia y una fun­ción por medio de una pala­bra que repre­sen­ta la ver­dad. El artis­ta aso­cia esta amor­fia y el con­cep­to de ver­dad con los datos que reco­gen las máqui­nas de su entorno, por medio de sen­so­res, o de nues­tra inter­ac­ción con ellas, pro­ce­san­do la ingen­te can­ti­dad de infor­ma­ción que pro­por­cio­na­mos con nues­tras accio­nes den­tro y fue­ra de la red (si aún se pue­de estar «fue­ra de la red»)».

Estos datos, que habi­tual­men­te igno­ra­mos y con­si­de­ra­mos caren­tes de valor, los rega­la­mos a las empre­sas que nos ofre­cen ser­vi­cios apa­ren­te­men­te gra­tui­tos y dis­po­si­ti­vos sin los cua­les no sabe­mos adón­de ir. Son un exce­den­te de nues­tra acti­vi­dad dia­ria, algo que bro­ta natu­ral­men­te de cada inter­ac­ción con la pan­ta­lla y se depo­si­ta en algún lugar ocul­to, don­de se va sedi­men­tan­do.

La pri­me­ra sala de la expo­si­ción aco­ge una ins­ta­la­ción que hace visi­ble este pro­ce­so, por medio de cua­tro pan­ta­llas conec­ta­das a compu­tado­ras de pla­ca úni­ca y cua­tro rie­les sobre los que se colo­can tro­zos de esco­ria obte­ni­dos en la mina roma­na de Cue­va de Hie­rro (Cuen­ca). Las compu­tado­ras detec­tan dis­po­si­ti­vos cer­ca­nos conec­ta­dos a la red Blue­tooth y mues­tran la infor­ma­ción «cru­da» que obtie­nen de los mis­mos. A la vez, acti­van los rie­les que des­pla­zan los tro­zos de esco­ria, reac­cio­nan­do así a la pre­sen­cia de los smartpho­nes y otros apa­ra­tos que lle­ven con­si­go los visi­tan­tes.

En la segun­da sala, dos vai­nas de vidrio sopla­do reco­gen los datos de su entorno (tem­pe­ra­tu­ra, hume­dad, pre­sión del aire) y detec­tan la pro­xi­mi­dad y el movi­mien­to de las per­so­nas. Estos datos se visua­li­zan en una pan­ta­lla como enig­má­ti­cos grá­fi­cos caren­tes de toda refe­ren­cia, mien­tras una señal sono­ra mar­ca el rit­mo de la acti­vi­dad ince­san­te de esta máqui­na y una pro­yec­ción mues­tra imá­ge­nes que com­ple­tan el dis­cur­so de la expo­si­ción y resul­tan cla­ve para des­ci­frar su sig­ni­fi­ca­do: foto­gra­fías de tro­zos de esco­ria, terre­nos exca­va­dos y cons­truc­cio­nes gene­ra­dos con un pro­gra­ma de inte­li­gen­cia arti­fi­cial se suce­den jun­to a foto­gra­mas de los films de cien­cia fic­ción La inva­sión de los ladro­nes de cuer­pos (Don Sie­gel, 1956), La cosa (Chris­tian Nyby y Howard Hawks, 1951) y Alpha­vi­lle (Jean-Luc Godard, 1965).

 

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