Rojo y negro
Carne y acero
La fotografía de Sebastián Freire dialoga en la La Nau con las esculturas de Andreu Alfaro. De lo freak al minimalismo, de la carne al acero. Visiones distinas pero no encontradas.
Lo ecléctico recorre el inicio de temporada las salas de La Nau. Lucen allí dos muestras que se complementan en una suerte se extravagante dialéctica. Se ubican en la diagonal que separa el claustro. A un lado, entrando por el Patriarca, un viaje alucinante en la sala de fotografías de gran formato de Sabastián Freire. Desnudos desvergonzados que son como una bofetada al rostro del que mira. Al otro, por la otras entrada, obras del legendario Andreu Alfaro, que componen un etéreo viaje a un mundo de sueños, metálicas invenciones. Carne y acero en La Nau. Como un titulo bélico de Ernst Junger. Cuerpos sin patrón la titula el autor de las fotografías; modelos asexuados, insólitos, temibles y desafiantes. Su estilo es la provocación. Es como una exposición de contenida violencia que habría hecho levantar de su tumba a Lucien Freud, el gran pintor de cuerpos ajados y provectos, nieto del padre del psicoanálisis, que pintaba lo que Freire retrata: cuerpos decrépitos, casi monstruosos, basándose en modelos vivos.
Sebastián Freire, joven bonaerense nacido en 1973, ha eternizado en colores cuerpos vivos, en una suerte de ballet impostado. El espectador penetra en un mundo freak, estremecedor, en el que los personajes retratados nos observan con ganas de pelea, interrogantes, como diciendo «¿Te gusto o te doy asco, ser que me observas y que buscas desquiciado en tu existencia la belleza y la felicidad inalcanzables?».
La necia utopía helenística de la perfección. El cuento de los clásicos y de la civilización occidental que en realidad solo ha producido monstruos. Feísmo, humor negro, realismo sucio y foto performativa, podéis definirlo como gustéis, pero esta es una muestra demasiado fuerte para espíritus sensibles. Acostumbrados a lo bonito, la belleza y cuidados del cutis y el cuerpo que nos proponen los influencers del gregario e infumable tik-tok, aquí lo que vibra es una ofensiva de carne cruda. Inaudita, desagradable en ocasiones, pornográfica, sicalíptica, horrible.
Si uno se limita a contemplar las fotografías colosales sin molestarse en leer la explicación que ofrece el catálogo, su sentido se esfuma, no hay relato, solo es un canto maldoroniano a la diferencia. El mismo Baudelaire, vibra en la sala, sí, el maldito, el imperfecto, el incorrecto y pervertido poeta más grande del siglo XX. Es la muestra también un manifiesto trans, un corte de mangas para los señoritos de lo políticamente correcto.
Elogio de la imperfección, oda a la vejez, potencialidad de lo deforme, lo diferente. Todos los modelos, hombres y mujeres, andan desnudos y en las antípodas de cualquier fantasía sexual. Algunos cuerpos y poses repelen en un primer momento, luego, si uno se atreve a aguantar la mirada de los modelos, puede serenarse. Pero la serie es tan brutal, tan desgarrada, que se echa en falta una banda sonora de Radiohead. El impacto sería mayor.
«Muchos visitantes se ríen al contemplar las fotos», dice la chica que vigila la sala al ser preguntada. Se ríen, tiene gracia, frente a un desfile de personajes que carecen de gracia alguna. ¿Lo harán por miedo? Ángeles caídos de algún cielo cárdeno que hierve sobre nuestras atormentadas cabezas. Seres tan reales como nosotros pero que solemos apartar por incómodos. Los gordos, las flacas, las vergas arrugadas, los pelos negros de sobacos y genitales, los tullidos, los tatuados, una cohorte de carnes cuya visión provoca, mira por donde, amor por lo humano, y rompe el esquema entre los hermoso y lo horrible.
Abandonas por fin esta sala insoportable de cuerpos en carne viva y, al otro extremo del claustro, entras en el territorio contrario. El de los tótems metálicos de Alfaro. Diseño de nuestras almas flexibles, bellas. Universo onírico y casi angelical en sus formas delicadas, sus curvas y ángulos. Su sencillez infantil. Y así, después de la pesadilla del argentino, que nos quiere hundir el rostro en el barro de la realidad de la carnal imperfección, el valenciano nos conduce a una metafísica de lo simple, y diseña sueños como el otro fotografía pesadillas.
Hay que descubrirse ante el movimiento inmóvil de su escultura de hierro y acero El rapte de les Sabines. Y esas baldas de cristal que seleccionan sus trazos de hierro plateado, que homenajean a Humboldt, Hegel o Goethe. Juego de láminas o varillas, escribe Fuster, su amigo. Lumbreras bien conocidas que a su vez contrastan con los anónimos personajes en pelota viva de Freire. Y cuando el visitante abandona la Nau, los delirios del valenciano funcionan como un dulce remedio frente a la pesadilla del argentino.
Compartir es vivir!
Suscríbete a nuestro boletín
Recibe toda la actualidad en cultura y ocio, de la ciudad de Valencia