The Rolling Stones

The Rolling Sto­nes

Vuelve el mayor espectáculo del mundo, los Rolling Stones. Aunque para ese viaje que es su último disco, Hackney Diamonds, mejor que se hubieran quedado en casa. ¿Qué sentido tiene volver por dinero si te sale por las orejas y no tienes nada que añadir?

La apa­ri­ción del últi­mo dis­co de esas jetas que dicen lla­mar­se los Rolling Sto­nes me ha sumi­do en un des­aso­sie­go pes­soa­niano. Con­tem­plar el morro que supo­ne seguir en el nego­cio cuan­do se ha esfu­ma­do el talen­to y  la diez­ma­da ban­da mer­ca­dea un pro­duc­to más que dudo­so, con un look vie­juno de ferian­tes que sacan el cone­jo cas­po­so de la chis­te­ra al tiem­po que te roban la car­te­ra. Nos han lle­va­do al huer­to, ami­gos roque­ros.

Hack­ney Dia­monds, lan­za­da a bom­bo y pla­ti­llo por unos tipos más arru­ga­dos que Freddy Krue­ger en sus mejo­res momen­tos, pro­du­ce para los roque­ros de pri­me­ra gene­ra­ción algo así como ver­güen­za aje­na. Mucha razón tenía aquel dis­co del gran Frank Zap­pa, trans­gre­sor yan­qui don­de los haya, cuan­do públi­co el album We are here for the Money,(Esta­mos aquí por la pela).

Los vie­jos roque­ros sí que mue­ren cuan­do sus refe­ren­cias musi­ca­les reapa­re­cen con­ver­ti­das en freaks inte­gran­tes de la para­da de mons­truos de Tod Brow­ning. El caso es que llo­ra­mos lágri­mas, dia­man­tes,  de san­gre alu­ci­na­dos ante el mar­ke­ting de la emer­gen­te y des­agra­da­ble geron­to­cra­cia roque­ra. Los actua­les Sto­nes son paté­ti­cos, peno­sos, para todos aque­llos y aque­llas que nos exta­sia­mos con ellos en los años sesen­ta y seten­ta del siglo XX, hacien­do el amor y bai­lan­do como watu­sis en nues­tras  divi­nas fies­tas psi­co­dé­li­cas. Al con­tra­rio que los Beatles y otros gru­pos, des­trui­dos por los egos res­pec­ti­vos. O muer­tos.


«El show busi­ness ha gene­ra­do un revi­val que tra­ta de repe­tir lo impo­si­ble con la mila­gro­sa resu­rrec­ción de gru­pos con el arroz pasa­do»

Hay ban­das mag­ni­fi­cas que cuan­do ya no tenían nada que decir o tocar, se esfu­man. Y eso ha per­mi­ti­do dejar­nos un buen sabor de boca de sus recuer­dos o sen­tir­nos muy vivos cuan­do pin­cha­mos sus vie­jos temas. Pero el show busi­ness ha gene­ra­do un revi­val que tra­ta de repe­tir lo impo­si­ble con la mila­gro­sa resu­rrec­ción de gru­pos con el arroz pasa­do. Que si se jun­tan los Tal­king Heads tras déca­das de su por­ten­to­so Remain in light, o los Fleet­woock Mac, o Sim­ple Minds, o los mis­mí­si­mos Jeth­ro Tull, que apa­re­cen en los fes­ti­va­les de verano como fan­tas­mas de otro mun­do. Y los vie­jos roque­ros mori­mos un poco más.

Menos mal que nos que­dan ban­das indies como Wil­co para qui­tar­se el gus­to a ran­cio. Recor­da­mos enton­ces los momen­tos este­la­res de nues­tra vida. Año 1972 cuan­do los Sto­nes publi­ca­ron el más radi­cal y mejor de sus álbu­mes Exile on Main Street, gra­ba­do en Fran­cia, con foto­gra­fías y un docu­men­tal de otro gran­de Robert Frank, que siguió sus con­cier­tos por todos Esta­dos Uni­dos,  con su genio de Richards en ple­na ebu­lli­ción. Aque­llos enér­gi­cos y mara­vi­llo­sos Rolling que se ponían cie­gos en esce­na, tocan­do la gui­ta­rra con una mano y pim­plan­do Jack Daniels a morro con la otra. Como lue­go imi­ta­ría la dio­sa Amy Winehou­se cuan­do se saca­ba del moño esti­lo María Anto­nie­ta un inha­la­dor de cocaí­na y jala­ba en pleno con­cier­to sin cor­tar­se un duro. Pero ella, como Len­non o Hen­drix, está en el infierno del rock autén­ti­co, y no hacien­do el gili­po­llas como esos fal­sos hijos de la cla­se obre­ra bri­tá­ni­ca que nos dan el toco mocho.  

Hubo un tiem­po pre­his­tó­ri­co, antes de la apa­ri­ción de dis­co­te­cas y pub; las calles gri­ses como un museo de cera, tris­to­nas nove­las de la Lafo­ret, nau­seas de Sar­tre o el silen­cio de Mar­­tín-San­­tos, que  qui­si­mos rom­per ese silen­cio moles­to. Así que mon­ta­mos nues­tras pro­pias fies­tas en casas par­ti­cu­la­res. Pero no eran los gua­te­ques melo­sos con can­cio­nes de Ada­mo, en los que se bai­la­ba cogi­do y alguien apa­ga­ba la luz de pron­to para poder magrear­se entre chi­lli­dos unos minu­tos, lo nues­tro era dife­ren­te. No nos cor­tá­ba­mos y lla­má­ba­mos a nues­tras fies­tas  orgías.

Éra­mos niña­tos que estu­diá­ba­mos el bachi­ller. Nos chi­fla­ba lle­var mele­nas y cal­zar los boti­nes negros de los gru­pos del pop bri­tá­ni­co que eran nues­tros dio­ses del momen­to. Y  nues­tra cul­tu­ra de jóve­nes rebel­des fue la de la imi­ta­ción. Todo lo que lle­ga­ba de Lon­dres o San Fran­cis­co lo incor­po­rá­ba­mos a nues­tro  acer­bo de pre­fe­ren­cias, en plan arte­sa­nal, pero tra­tan­do de estar a la altu­ra. ¡Qué tiem­pos aque­llos con los jóve­nes Sto­nes,  pura ener­gía y sub­ver­sión esté­ti­ca. Y que malos tiem­pos para la liri­ca, el aguan­tar la taba­rra de esos tipos pasa­dos de ros­ca que en vez de crear nue­vas pers­pec­ti­vas, dan gato por lie­bre, ven­de­do­res de coches usa­dos, autén­ti­cos momios sali­dos de ultra­tum­ba.

Comparte esta publicación

amadomio.jpg

Suscríbete a nuestro boletín

Reci­be toda la actua­li­dad en cul­tu­ra y ocio, de la ciu­dad de Valen­cia