Un grupo de intelectuales cruza el Estrecho con destino Tánger, la ciudad libertina y literaria por excelencia del norte de Marruecos. Buscan las tumbas de dos escritores unidos por su amor al Magreb y que descansan en el cementerio civil de la cercana ciudad atlántica de Larache. Los Santos Juanes.
Jean Genet, en el centro, con un joven Chukri (izq.) y un amigo en un cabaret de Tánger. Años 70.
En el otoño de 2017 un grupo de peregrinos viajó a Tánger para visitar y honrar las tumbas de lo que ellos llamaron Los santos Juanes. Su objetivo final estaba más al Sur, en Larache, a 88 kilómetros. El batiburrillo de escritores, intelectuales y editores de ambos sexos, recaló en ese espectacular pórtico marroquí, ciudad antaño pecaminosa y refugio de bucaneros, una urbe literaria como pocas con su ya imperecedera leyenda de metrópoli fetiche de la beat generation, que a estas alturas ya es historia.
Sin city, ciudad del libertinaje y la juerga, urbe internacional, escenario favorito de numerosas novelas. Balneario de millonarias americanas. Plató mítico de las trapisondas de William Burroughs, Allen Ginsberg, Gregory Corso, Jack Kerouac, Tennesse Williams; las andanzas de Truman Capote y residencia de Paul y Jane Bowles. En aquel tiempo Paul Bowles y su alocada compañera ya criaban malvas. Habían cesado las peregrinaciones de escritores y artistas para ir a verlo. Ya viejo y recibiendo a sus visitas en la cama cubierto con una manta bereber de colores, en aquel 2017 era ya historia, leyenda viva inmortalizada por Bertolucci.
Lo que sí seguía vivo era el Hotel Ville de France, frente al famoso Zoco Chico, remozado y de lujo, inmortalizado resort por su huésped más universal, el pintor Henri Matisse, cuya habitación sigue siendo tabú y que no puede ser ocupada por ningún turista por mucho dinero que pague.
El Tánger del siglo XXI había cambiado bastante. Los viajeros valencianos de aquel otoño iban en busca de un par de respetables y casi mitológicas tumbas. Las de Jean Genet, el gran poeta maldito y Juan Goytisolo, el escritor español fallecido en junio de ese año en Marrakech y enterrado, de ahí el meollo del asunto, junto a su admirado Genet en el cementerio civil de la ciudad atlántica de Larache, a una hora de Tánger city.
Tumba de Jean Genet.
Aquello fue una auténtica aventura literaria y humana; para cualquier español curioso y de espíritu viajero, cruzar el Estrecho, las legendarias columnas, donde Hércules fue a buscar las manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides, siempre supone un escalofrío y la promesa de lo desconocido.
Tánger ha sido escenario de las andanzas de grandes creadores que se fascinaron con su ambiente cosmopolita diferente a cualquier otra ciudad del Magreb. En una esquina de sus callejas medievales del zoco se erige la tumba de Ibn Battuta, el gran explorador y geógrafo marroquí que da nombre al aeropuerto de la ciudad. En pocas palabras, la ciudad es un espectáculo fascinante que jamás cansa por mucho que la visites.
En aquel otoño los valencianos viajeros, peregrinos culturales, no solo pretendían viajar a Larache para honrar las figuras de ambos escritores sino asistir a la presentación en el Instituto Cervantes de la ciudad de la novela titulada Tangerina, de Javier Valenzuela. La expedición la integraban, además de Valenzuela y el que esto escribe, la pareja de animadores culturales valencianos José Ramón y Merche, la venerable Madame Raquel, de origen sefardita, expropietaria de la famosa librería de Les Collones del Boulevard Pasteur, la estilista, la estilista Salima Abdelwahab y su hijo Cleo, y diversos amigos y conocidos españoles, todo atravesados por el fervor literario de los dos grandes difuntos que yacían en Larache frente al océano del fin del mundo.
La tumba de Genet, muerto en París en 1986 y enterrado en la ciudad rifeña, no me era desconocida, la había descubierto mucho antes en un viaje anterior. Llevaba mucho tiempo allí antes de que le acompañara Goytisolo.
Eran los años 80 del pasado siglo. Conseguí una ayuda a la creación literaria de la Conselleria de Cultura valenciana y crucé el Estrecho con una compañera para instalarme en Gznaya, una aldea a pocos minutos de Tánger, para escribir mi primera novela corta. Aquel fue un invierno infernal, con lluvia y viento atlánticos que se combinó con mis visitas a Tánger. Hice amistad con el escritor ya fallecido Mohamed Chukri, el autor del Pan a secas, descubierto por el propio Goytisolo.
En las salidas nocturnas con Chukri por el Tánger golfo de whisky barato en discotecas cutres, Chukri me fue contando las estancias de Jean Genet en la ciudad. El escritor galo, aficionado al trago tanto como Chukri, escribió muchas de sus experiencias en su libro Diario de un ladrón.
Genet amaba aquella ciudad y en un momento dado, huyendo de Europa, se instaló en la ciudad de Larache en compañía de un joven amante marroquí de la ciudad de Rabat. El destino hizo que yo mismo me trasladara en la primavera, huyendo del invierno de Tánger, para acabar mi libro en Larache, junto al Atlántico y sus salvajes bosques de pinos piñoneros. El azar jugó conmigo pues aquel barrio pobre donde me instalé, con casas a medio hacer, enjambres de niños mocosos y la arena cubriendo las calles, resultó ser el mismo donde había vivido Genet hasta su muerte.
Y justo allí, fue enterrado en el abandonado cementerio cristiano de la ciudad, un lugar espectacular situado al borde de los acantilados atlánticos. Los vecinos que habían conocido al escritor me hablaron de su simpatía y cordialidad y me enseñaron su tumba azotada por el océano. En aquel tiempo el viejo cementerio cristiano estaba en las últimas; un despojo de la pasada colonización con sus lápidas y cruces semidestruidas, bajo los cipreses pelados, como un escenario de película de terror.
Genet era el único enterrado en una tumba al estilo musulmán, un montón de tierra blanqueada sin referencia alguna a su ocupante. Estaba junto a las tumbas de los soldados españoles muertos en la guerra del Riff y de las familias que vivieron allí en los años 1920 durante el Protectorado, olvidada su memoria en tierra extraña, lejos de la patria, entre ángeles rotos e inscripciones con plegarias desatendidas.
Al siglo siguiente, los marroquíes tuvieron el detalle de adecentar el cementerio de los españoles con tumbas apropiadas, sencillas y blancas con su cruz incluida. Y es aquí donde recaló la comitiva de peregrinos aventureros para poner flores en las tumbas de los Santos Juanes: Goytisolo y Genet, ambos geniales escritores unidos por el destino frente a la mar océano. Artistas que habían marcado a fuego con sus obras la sensibilidad de los viajeros.
En la actualidad Tánger ha crecido de manera desaforada, sus nuevas urbanizaciones se extienden por las colinas. El negocio inmobiliario ha sido el destino de los beneficios del tráfico de hachís y existen barrios enteros construidos con esas fortunas. El actual monarca Mohamed VI, hijo de Hassan II, se ha preocupado mucho más que su padre por el desarrollo de esta ciudad, capital del Riff, y marginada históricamente, como nuestra Andalucía.
La pujanza de su puerto es un ejemplo. La ciudad de Tánger es ya una capital moderna, pero en su viejo zoco sigue palpitando la intriga de la aventura, de lo imprevisible. La expedición literaria regresó sin contratiempos al otro lado del Estrecho, el de la traición de Don Julián, pero esa es ya otra historia.
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