Julián, el que se creía perdido en la tarde triste de enero, volvió a mirarse por segunda vez en el espejo, pero esta vez en el de su vida. Se atildó y perfumó, y con su chupa negra de abuelo roquero salió a la calle a disfrutar del mundo.

Cua­dro de Hop­per.

Nues­tro hom­bre, lla­mé­mos­le, Julián, deam­bu­la­ba cual león enjau­la­do por su apar­ta­men­to en una tar­de ven­to­sa de enero. Las bru­mas del des­alien­to le aco­sa­ban no solo por sue­ños espe­sos sufri­dos en la noche ante­rior sino por­que por pri­me­ra vez en su vida, que ya era lar­ga, se pre­gun­ta­ba de nue­vo quién demo­nios era y que sen­ti­do tenía. Peli­gro­so barrun­to, pero así latía su des­áni­mo.

Con­tem­pla­do su ros­tro en el espe­jo, recién levan­ta­do de la noche espan­to­sa, la ima­gen de sus oje­ras y ros­tro hin­cha­do, el poco pelo revuel­to y la mira­da per­di­da y un poco imbé­cil, le asus­tó. Horas des­pués, tras una comi­da insul­sa, reco­rría con la mira­da las estan­te­rías reple­tas de libros y la hile­ras de com­pac­tos con la músi­ca, las ilus­tra­cio­nes que pega­das a la pared le recon­for­ta­ban al mirar­las de vez en cuan­do, sus pin­to­res pre­fe­ri­dos, algu­na foto de ami­gos, una foto matón de su madre sol­te­ra, tan bella, muer­ta ya hacía años.

Otra hecha en el nor­te de Áfri­ca en la que apa­re­cía muy joven y toca­do con un som­bre­ro de aven­tu­re­ro rodea­do de muje­res cam­pe­si­nas y sus niños, todas ves­ti­das con sus colo­ris­tas atuen­dos. Vie­jos tiem­pos per­di­dos para siem­pre. Nada de todo eso le recon­for­ta­ba y estu­vo en un trís de lan­zar­se a arran­car­lo todo de la pared.

Fede­ri­co Nietz­sche.

De pron­to, repa­san­do con el dedo el pol­vo de los libros ali­nea­dos como reclu­tas en las bal­das, cayó al sue­lo un peque­ño volu­men de Alian­za Edi­to­rial. Lo reco­gió. El títu­lo, una fra­se de Pín­da­ro: “Ecce homo, lle­ga a ser el que eres”. Una obra nada menos que de Fede­ri­co Nietz­sche, escri­ta en 1908. Leí­do hace años com­pro­bó al hojear­lo con des­ape­go las fra­ses sub­ra­ya­das de ese ensa­yo de fama uni­ver­sal.

Por­ta­da de Ecce Homo.

Julián se fue ani­man­do y en su cabe­za comen­zó a recom­po­ner a tro­zos, como un ejer­ci­cio de salu­da­ble super­vi­ven­cia aní­mi­ca en aque­lla tar­de melan­có­li­ca, el pro­ce­so de for­ma­ción de su carác­ter, su edu­ca­ción sen­ti­men­tal. Com­pro­bó que lle­gar a ser lo que uno es tenía en él dos par­tes bien dife­ren­cia­das: la for­ma­ción cul­tu­ral que le pasó su padre y más tar­de, el des­cu­bri­mien­to fecun­do de los bue­nos ami­gos de juven­tud.

En ambos casos se había for­ja­do una edu­ca­ción sen­ti­men­tal que fue­ron el aga­rra­de­ro cla­ve para no pre­ci­pi­tar­se al mar de la con­fu­sión y el des­áni­mo. Y comen­za­ron las anti­guas esce­nas como si una movio­la la pro­yec­ta­ra antes sus ojos.

Y la casua­li­dad hizo que en la Radio Clá­si­ca, su emi­so­ra pre­fe­ri­da, sona­ran los colo­sa­les com­pa­ses de Noche en el mon­te pela­do de Mus­sorgsky que su vie­jo le ponía en el vie­jo pick up de su estu­dio. Y eso le lle­va­ba a otra secuen­cia sin­fó­ni­ca, El vue­lo del mos­car­dón de Rimss­ki Kor­sa­kov. Y Mozart y Beetho­ven, escu­cha­dos des­de niños. Un lujo.

Com­pren­dió que su padre le había dado entre otros muchos el gran rega­lo de la afi­ción a la músi­ca, a todo tipo de músi­cas, las más com­pren­si­bles para una men­te infan­til. Son­rió Julián al recor­dar la ale­gría que supu­so el estreno en casa del toca­dis­cos de una sola pie­za para vini­los, hoy gran joya vin­ta­ge, que su padre com­pró en los años sesen­ta. Y lue­go vinie­ron los dis­cos, la músi­ca del pia­nis­ta Errol Gar­ner, la ban­da sono­ra de la pelí­cu­la de Howard Hawks, Hata­ri, de Henry Man­ci­ni, y sobre todo, el dis­co de swing de Gol­den Gate Quar­tet, espi­ri­tua­les negros, ini­ciá­ti­co para abra­zar el blues pos­te­rior de su juven­tud. Y el cine. Al vie­jo le gus­ta­ba lle­var­le a ver pelí­cu­las cla­ve de Hawks, como Tie­rra de farao­nes, de 1955, con guion de William Faulk­ner nada menos. Una lec­ción de mate­ria­lis­mo his­tó­ri­co que, como siem­pre, se le esca­pa­ba a la cen­su­ra de aque­lla vie­ju­na dic­ta­du­ra.

Lue­go vino la lec­tu­ra, Julián fue un pri­vi­le­gia­do en un hogar reple­to de libros. Y como un flash que lo dejó ale­la­do recor­dó la noche en que la lec­tu­ra de tirón, has­ta el ama­ne­cer, de Cri­men y Cas­ti­go, de Dos­toievs­ki cam­bio su vida y mar­có su futu­ro.

El des­lum­bra­mien­to de esa nove­la semi­nal mar­ca­ría para siem­pre su voca­ción de escri­tor. Libros, cine y músi­ca en la pri­me­ra juven­tud bajo la tute­la de un padre que que­ría con­for­mar el carác­ter de su hijo pri­mo­gé­ni­to.

Lue­go, leva­da el ancla que lo ama­rra­ba al hogar y a la auto­ri­dad pater­na, comen­zó a nave­gar solo y es ahí cuan­do entra­ron en jue­go las amis­ta­des mis­te­rio­sas. Ami­gos mayo­res que él, solo un poco, pero que le aden­tra­ron en terre­nos des­co­no­ci­dos. Eran ya los seten­ta y el vue­lo del mos­car­dón de Kor­sa­kov se cam­bió por los ras­gueos de gui­ta­rra del blues de John Lee Hooc­ker y B. B. King. Aban­do­nó a Bruno Lomas y su pan­ta­lón de azul color para lle­gar al éxta­sis de un dis­co revo­lu­cio­na­rio como Trans­for­mer (1972) de Lou Reed.

Trans­for­mer.

Y cuan­do lle­gó el momen­to de escri­bir para los dia­rios y revis­tas, con cier­ta timi­dez comen­zó a fir­mar con el nom­bre de su héroe favo­ri­to en la nove­la Rojo y Negro de Stendhal: Julián Sorel. Y ese Sorel que publi­ca­ba colum­ni­tas fan­ta­sio­sas y de vida coti­dia­na en la vie­ja car­te­le­ra Que y Don­de se con­vir­tió en el Julián autén­ti­co que era aho­ra. Y las lec­tu­ras pasa­ron a cobrar inten­si­dad para seguir apren­dien­do a escri­bir. Y todo ese Déjà vu ema­na­ba el libri­to de Nietz­sche.

Por­ta­da de Rojo y Negro.

Las tar­de se fue acla­ran­do y el muer­mo remi­tió. Hojean­do la obra del filó­so­fo más pop de todos los tiem­pos, encon­tró una de sus fra­ses sub­ra­ya­das. Con­tun­den­te como un pis­to­le­ta­zo: “A voso­tros, los auda­ces bus­ca­do­res e inda­ga­do­res, y a quien­quie­ra que algu­na vez se haya lan­za­do con astu­tas velas a mares terri­­bles- a voso­tros los ebrios de enig­mas, que gozáis con la luz del cre­púscu­lo, cuyas almas son atraí­das con flau­tas a todos los abis­mos labe­rin­ti­cos…”.

Defi­ni­ti­vo, her­mo­so, bru­tal. Fue como tomar­se un para­ce­ta­mol cuan­do le due­le a uno la cabe­za. Y Julián, el que se creía per­di­do en la tar­de tris­te de enero, vol­vió a mirar­se por segun­da vez en el espe­jo, pero esta vez en el de su vida. Se atil­dó y per­fu­mó, y con su chu­pa negra de abue­lo roque­ro salió a la calle a dis­fru­tar del mun­do, arro­jan­do los fan­tas­mas del des­áni­mo a los sumi­de­ros de unas calles reple­tas de buen rollo.

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