Rojo y negro
Escalera al cielo

La existencia del ser humano está marcada por la música. El filósofo alemán Federico Nietzsche lo dejó bien claro: Sin música la vida sería un error. Esta colosal certeza provoca el viaje sentimental de un columnista solitario en una aldea perdida. De The Beatles a Bach, de Jimmy Hendrix a Shostakovich.

Por­ta­da The Beatles.

Sen­ta­do en el anti­guo escri­to­rio de mi padre escri­bo; es una tar­de gris de ini­cio de pri­ma­ve­ra; un case­rón de cien años situa­do en una aldea remo­ta. Obser­vo por la ven­ta­na las pie­dras roji­zas del rodeno, pre­his­tó­ri­cas, eter­nas, con­tra­fuer­tes de las estri­ba­cio­nes de los Mon­tes Uni­ver­sa­les. Y en bus­ca de ins­pi­ra­ción, reco­rro el estu­dio pano­rá­mi­co y leo una máxi­ma escri­ta en la pared: “Sin músi­ca la vida sería un error”. La fra­se es de Nietz­sche y la escri­bí en un arre­ba­to hace mucho tiem­po. Es un gol­pe de suer­te por­que me ani­mo de inme­dia­to y tecleo más rápi­do esta his­to­ria que vas a leer, pacien­te lec­tor. Y regre­so a la músi­ca por­que aca­bo de escu­char Stair­way to Hea­ven, crea­ción divi­na de Led Zep­pe­lin, de 1971, y regre­so al tecla­do para expli­car por­qué sin la músi­ca la vida habría sido un muer­mo. Una ima­gen, como un trái­ler: el día que me rega­ló mi padre el sen­ci­llo de cua­tro can­cio­nes de The Beatles con la can­ción Twist and Shout, de 1963. Aque­llo fue la posi­bi­li­dad de la ale­gría fren­te a la tra­ge­dia de la escue­la y la ense­ñan­za de los dino­sau­rios del ins­ti­tu­to que iban a seguir allí mucho tiem­po.

Era yo un cha­val que escu­cha­ba a Bruno Lomas y poco más, ese día los de Liver­pool entra­ron y cam­bia­ron mi vida. Fue el comien­zo de una gran amis­tad.

Todo empe­zó cuan­do deja­mos de lle­var pan­ta­lo­nes cor­tos y la pan­di­lla se reu­nía los domin­gos en algún piso fami­liar, sin padres a la vis­ta, para cele­brar nues­tros aque­la­rres hedo­nis­tas en un cuar­to con el sue­lo con almoha­do­nes y una bom­bi­lla envuel­ta en un pañue­lo rojo. Se tra­ta­ba de crear un ambien­te pro­pi­cio para besu­quear­se con las chi­cas, bai­lar y escu­char nues­tra músi­ca.

Un camino al cie­lo que comen­zó a media­dos de los años sesen­ta, tuvo su cús­pi­de en la déca­da de los 1970 y no ha aca­ba­do de sonar toda­vía. No come­ti­mos el error de que­dar­nos ancla­dos en las melo­días dul­zo­nas de los can­tau­to­res meló­di­cos que gus­ta­ban tan­to a nues­tros padres como Jac­ques Brel o Bras­sens. Que­ría­mos car­ne cru­da, trans­gre­sión y rock and roll. Y así como hay bio­gra­fías de gran­des hom­bres o muje­res que se basan en sus hechos memo­ra­bles, como la cir­cun­na­ve­ga­ción del Glo­bo por Maga­lla­nes o la con­quis­ta de Gra­na­da por Isa­bel la Cató­li­ca y su con­sor­te Fer­nan­do, las eta­pas de mi exis­ten­cia y la de mis ami­gos están mar­ca­das por la músi­ca que escu­cha­mos.

De aque­llos pri­mi­ti­vos Beatles y Rolling Sto­nes, con nues­tros fle­qui­llos y vaque­ros Lois de fabri­ca­ción nacio­nal, pasa­mos a mayo­res hori­zon­tes. Nos can­sa­mos de las tar­des en la habi­ta­ción en penum­bra, escu­chan­do el por­ten­to­so dis­co After­math de los Sto­nes y su can­ción de nue­ve minu­tos Goin Home y pasa­mos a otra cosa. A sal­tar como can­gu­ros al son de un dis­co colo­sal que nos dejó con la boca abier­ta y pro­du­jo la sen­sa­ción de que con esa músi­ca podía­mos con­quis­tar el mun­do, los cie­los.

El Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, de los Beatles. Con la mejor por­ta­da de todos los tiem­pos. Se abría la veda del cul­to al rock, autén­ti­co dios pagano, y al amor a la músi­ca en nues­tros soli­ta­rios cora­zo­nes como el asun­to más impor­tan­te de nues­tras exis­ten­cias. Ni siquie­ra tenía­mos vein­te años; escu­char y com­pren­der el alcan­ce de aque­llas com­po­si­cio­nes fue un acto de madu­rez.

El ini­cio de una eta­pa que inau­gu­ra la revo­lu­ción gene­ra­cio­nal del 1968 de París y ane­ga nues­tras con­cien­cias juve­ni­les en el ansia de liber­tad sin lími­tes. Así que aban­do­na­mos a los Beatles, fue el final de la edad de la ino­cen­cia. Y no solo por­que se disol­vie­ran sino por­que al pai­ro del camino que habían abier­to des­cu­bri­mos artis­tas excep­cio­na­les. Y nues­tra his­to­ria comien­za a escri­bir­se con la apa­ri­ción del Elec­tric Lady Land de Jimmy Hen­drix o el Blon­de on Blon­de de Bob Dylan, entre otros muchos vini­los. Y subien­do esos esca­lo­nes que nos lle­van al cie­lo se suce­den las sor­pre­sas y los hallaz­gos que nos ale­gra­ron la vida y nos die­ron mate­rial de con­ver­sa­ción e inter­cam­bio de ideas para todos los ami­gos. Clap­ton, J.J. Cale, Mar­ley, John Lee Hoc­ker, B.B. King, Caro­le King, Los mas inte­lec­tua­les, gen­te tran­qui­la afi­cio­na­da fumar en pipa taba­co inglés, pre­fe­rían el jazz pero no había tiem­po para todo.

Elec­tric Lady Land de Jimmy Hen­drix.

Cada gene­ra­ción tie­ne su músi­ca; la nues­tra se ubi­ca a lo lar­go de toda la déca­da de los 70 has­ta que lle­gó el glam de Bowie y el punk a vol­ver a poner todo patas arri­ba. Pero el asun­to no paró con el des­cu­bri­mien­to y la vene­ra­ción que nos pro­du­jo el blues y el folk rock. Com­bi­na­mos la músi­ca sal­va­je del Sticky fin­gers, de los mejo­res Sto­nes en 1972 con el via­je sico­dé­li­co de Pink Floyd, King Crim­son o Géne­sis. De Kraft­werk a la Vel­vet Under­ground de Reed y de Brian Eno a Fela Ram­som Kuti.

La músi­ca es amor, fue un tema de Crosby Stills, Nash and Young. Can­cio­nes que habla­ban de las revuel­tas de la uni­ver­si­dad de Ber­ke­ley, San Fran­cis­co, y con el pla­cer del des­cu­bri­mien­to de nue­vas dro­gas.

La marihua­na, el LSD tenían rela­ción direc­ta con la músi­ca que escu­cha­mos. Al igual que la máqui­na o el regue­tón de este momen­to his­tó­ri­co de embru­te­ci­mien­to elec­tró­ni­co tie­ne mucho que ver con el auge de las dro­gas sin­té­ti­cas, le metan­fe­ta­mi­na y otros dia­bó­li­cos y mar­cho­sos pro­duc­tos. Con todo, a pesar de los nefas­tos pro­duc­tos comer­cia­les que fomen­tan y ven­den las mafio­sas dis­co­grá­fi­cas, la cali­dad siem­pre gana, como un rit­mo de fon­do.

Ha comen­za­do a caer una llu­via fina, cris­ta­li­na y diá­fa­na, como esti­le­tes de pla­ta sobre el ver­de de las mon­ta­ñas allá lejos. La pure­za de la atmós­fe­ra hace regre­sar a la diá­fa­na esté­ti­ca de nues­tros gus­tos de juven­tud. Si no fue­ra por aque­llas can­cio­nes, aque­llos dis­cos mara­vi­llo­sos, no esta­ría­mos aquí. Y no es un fenó­meno exclu­si­vo de nues­tra gene­ra­ción de mele­nu­dos y fume­tas, es un pro­ce­so eterno que se repe­ti­rá has­ta que esto pete por la emer­gen­cia cli­má­ti­ca.

Un mun­do ya anti­guo el del siglo pasa­do, como las mon­ta­ñas que ten­go delan­te, como los músi­cos que pro­ta­go­ni­za­ron mis ale­grías y amo­res. La músi­ca sigue a mi lado, como una vie­ja ami­ga de pla­tea­dos cabe­llos de lar­gos. Con­ti­núo subien­do las esca­le­ras del cie­lo con nue­vos gru­pos como Wil­co o con clá­si­cos como Tal­king Heads, The Clash, Smiths u Oasis.

Aho­ra, en medio del caos con­tem­po­rá­neo, injus­to y demo­le­dor, escu­cho con mucha más músi­ca eter­na, mal lla­ma­da clá­si­ca. Pon­go pun­to final a esta evo­ca­ción asil­ves­tra­da en la aldea, escu­chan­do casi en modo zen, la déci­ma sin­fo­nía de Dimi­tri Shos­ta­ko­vich. Y sigo subien­do esas esca­le­ras al cie­lo.

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