Un río se precipita triscón desde la Sierra hacia su destino en el mar. El escritor pasea a su vera y fantasea una metáfora, ligando su estruendoso y enérgico caudal de Abril con la anhelada claridad que desea para su quehacer. Junto al rio pacen inmensos caballos mitológicos, hermosas bestias, símbolo de la alegría de la divina naturaleza.
“Escribes como el agua”, dijo la mujer. Sus ojos negrísimos me miraban desde el fondo del mundo; quedé paralizado en un éxtasis extraño. De inmediato pensé en el río. El placer que siento ahora caminando por sus frondosas riveras arbóreas, junto a los campos sembrados de trigo y maíz, cuyos brotes verdes convierten la primavera en un césped colosal por el que planean vencejos extraviados como pensamientos de locos, que aun no construyeron sus nidos de barro en los aleros de la aldea. Camino con tiento por un sendero junto al río. Las choperas ribereñas comienzan a espesarse con las primeras hojas; no sopla el cierzo y el silencio es total, una quietud fúnebre que da miedo. El escenario permanece inmutable, petrificado bajo el sol; sólo el río se mueve y contorsiona como un demente por su cauce que no es muy grande, unos veinte metros de orilla a orilla como mucho. Caudaloso y follonero se desliza frenético, abundoso de agua pura y fría; es el deshielo de lejanas nevadas de la sierra; su caudal, una fanfarria incesante que anuncia la abundancia del verano; ese rio es el único que tiene algo que decir cruzando el páramo; alegre e incesante como una canción que nunca termina, el que se precipita hacia su destino, ciego como un toro desbocado.
Es un río mediano que baja del sistema ibérico hacia el Mediterráneo a una velocidad de vértigo y que más abajo se convertirá en el pacífico Turia que en tiempos remotos modeló a su capricho la ciudad del Micalet. El agua, al principio de un color marrón oscuro, terroso, es ahora, pasados unos días, verde oscura, como los líquenes que alfombran su lecho.
Camino junto a él por el sendero cuajado de enebros, alfábegas y carrascas, de cañizos y frutales. Este río que no cesa es como mi escritura que tampoco puede parar hasta que llegue al mar de Ulises, que es su muerte. Como yo mismo, ese torrente rebelde, que en ocasiones hace meandros y pozas, remolinos peligrosos, unas veces ruidoso al estampar su furia contra las piedras, otras silencioso como una procesión acuática. Deslizándose taimado como un reptil antediluviano. Habito esta aldea perdida de la meseta vacía y he bautizado este rio amigo inseparable. Su visión es la posibilidad de la alegría y la mejor metáfora de mi existencia como escritor.
Es el río de Heráclito, el que nunca es igual, como cada jornada. Muy cerca ramonean los caballos de Aquiles, un grupo de yeguas y machos con sus potrillos que huelen y evocan un mundo antiguo. Seres que siempre estuvieron aquí, mucho antes que nosotros, los humanos que hemos despoblado la tierra sagrada de muchos de sus criaturas hermosas y necesarias. Porque mi río triscón, ese chorro de vida incesante que vadea las colinas como un gato de siete leguas ya no tiene truchas ni cangrejos desde hace años; tampoco nutrias ni culebras de vistoso colores. Y pese a todo, sé que volverán en algún momento y regresará ese tiempo en que de niños bebíamos a cuatro patas, como los caballos, en sus aguas cristalinas y heladas. Este río que no cesa me recuerda el imperativo de seguir escribiendo, intentando con la escritura vibrante y colorista que el lector no aparte los ojos de mis escritos, como yo no puedo apartar los ojos del rio. En ocasiones les hablo a los caballos, en especial a un potro que se me acerca curioso. Ese tío está loco, diréis, les habla a los caballos, como el en la novela de Nicholas Evans que llevó al cine Robert Redford. Yo no les susurro, les hablo, y ellos responden de alguna manera, me miran con sus ojazos de corista, mueven las orejas y cabecean y pienso que me entienden. El río incesante, como mi escritura acuática, el líquido sagrado de mis lágrimas; su estruendo que inunda la vega y contrasta con el triste silencio conventual de ese campo en el que aún no han llegado los pájaros. Tampoco hay muchas lagartijas y por descontado se han extinguido las víboras, de cabeza triangular, que se escondían entre los hierbajos de los senderos y el azar, que domina el mundo, podía hacer que tuvieras la mala suerte de no verlas y pisarlas con las sandalias. Todo ese mundo de bichos ha desaparecido, pero quedan mi rio y mi escritura.
Y los caballos me acompañan por las noches en la relectura de la maravillosa trilogía del escritor americano Cormac McCarthy. Aquí los jacos pasean por la ficción como ángeles divinos llegados del otro mundo para hacer dichosos a los humanos. Cabalgan sus jinetes adolescentes, en un tiempo histórico consumido a los dos lados del Rio Grande, en el siglo pasado, cuando no habían llegado los sheriffs canallas de la migra, ni se ahogaban los migrantes sudamericanos, ni gobiernos diabólicos construían vallas electrificadas.
La violencia intuida, salvaje de los libros de McCarthy. Su manera pausada de narrar el movimiento de la tierra y los animales, los conflictos sangrientos de los hombres y la bondad de los campesinos en todos los tiempos y épocas. Y sigo paseando por las orillas de este río serrano, escuchando el rumor eterno de las cascadas, el silencio de las pozas. Pienso en esos ojos negros de la mujer y su frase. Seguir escribiendo como el agua, un tipo que canta una canción cadenciosa, sin propósito alguno, para sentirse vivo.
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