Ála­mos en las ori­llas del río Epte, de Clau­de Monet.

Un río se precipita triscón desde la Sierra hacia su destino en el mar. El escritor pasea a su vera y fantasea una metáfora, ligando su estruendoso y enérgico caudal de Abril con la anhelada claridad que desea para su quehacer. Junto al rio pacen inmensos caballos mitológicos, hermosas bestias, símbolo de la alegría de la divina naturaleza.

Ála­mos en las ori­llas del río Epte, de Clau­de Monet.

“Escri­bes como el agua”, dijo la mujer. Sus ojos negrí­si­mos me mira­ban des­de el fon­do del mun­do; que­dé para­li­za­do en un éxta­sis extra­ño. De inme­dia­to pen­sé en el río. El pla­cer que sien­to aho­ra cami­nan­do por sus fron­do­sas rive­ras arbó­reas, jun­to a los cam­pos sem­bra­dos de tri­go y maíz, cuyos bro­tes ver­des con­vier­ten la pri­ma­ve­ra en un cés­ped colo­sal por el que pla­nean ven­ce­jos extra­via­dos como pen­sa­mien­tos de locos, que aun no cons­tru­ye­ron sus nidos de barro en los ale­ros de la aldea. Camino con tien­to por un sen­de­ro jun­to al río. Las cho­pe­ras ribe­re­ñas comien­zan a espe­sar­se con las pri­me­ras hojas; no sopla el cier­zo y el silen­cio es total, una quie­tud fúne­bre que da mie­do. El esce­na­rio per­ma­ne­ce inmu­ta­ble, petri­fi­ca­do bajo el sol; sólo el río se mue­ve y con­tor­sio­na como un demen­te por su cau­ce que no es muy gran­de, unos vein­te metros de ori­lla a ori­lla como mucho. Cau­da­lo­so y follo­ne­ro se des­li­za fre­né­ti­co, abun­do­so de agua pura y fría; es el des­hie­lo de leja­nas neva­das de la sie­rra; su cau­dal, una fan­fa­rria ince­san­te que anun­cia la abun­dan­cia del verano; ese rio es el úni­co que tie­ne algo que decir cru­zan­do el pára­mo; ale­gre e ince­san­te como una can­ción que nun­ca ter­mi­na, el que se pre­ci­pi­ta hacia su des­tino, cie­go como un toro des­bo­ca­do.

Es un río mediano que baja del sis­te­ma ibé­ri­co hacia el Medi­te­rrá­neo a una velo­ci­dad de vér­ti­go y que más aba­jo se con­ver­ti­rá en el pací­fi­co Turia que en tiem­pos remo­tos mode­ló a su capri­cho la ciu­dad del Mica­let. El agua, al prin­ci­pio de un color marrón oscu­ro, terro­so, es aho­ra, pasa­dos unos días, ver­de oscu­ra, como los líque­nes que alfom­bran su lecho.

Camino jun­to a él por el sen­de­ro cua­ja­do de enebros, alfá­be­gas y carras­cas, de cañi­zos y fru­ta­les. Este río que no cesa es como mi escri­tu­ra que tam­po­co pue­de parar has­ta que lle­gue al mar de Uli­ses, que es su muer­te. Como yo mis­mo, ese torren­te rebel­de, que en oca­sio­nes hace mean­dros y pozas, remo­li­nos peli­gro­sos, unas veces rui­do­so al estam­par su furia con­tra las pie­dras, otras silen­cio­so como una pro­ce­sión acuá­ti­ca. Des­li­zán­do­se tai­ma­do como un rep­til ante­di­lu­viano. Habi­to esta aldea per­di­da de la mese­ta vacía y he bau­ti­za­do este rio ami­go inse­pa­ra­ble. Su visión es la posi­bi­li­dad de la ale­gría y la mejor metá­fo­ra de mi exis­ten­cia como escri­tor.

La torre de los caba­llos azu­les, de Paul Cézan­ne Prints.

Es el río de Herá­cli­to, el que nun­ca es igual, como cada jor­na­da. Muy cer­ca ramo­nean los caba­llos de Aqui­les, un gru­po de yeguas y machos con sus potri­llos que hue­len y evo­can un mun­do anti­guo. Seres que siem­pre estu­vie­ron aquí, mucho antes que noso­tros, los huma­nos que hemos des­po­bla­do la tie­rra sagra­da de muchos de sus cria­tu­ras her­mo­sas y nece­sa­rias. Por­que mi río tris­cón, ese cho­rro de vida ince­san­te que vadea las coli­nas como un gato de sie­te leguas ya no tie­ne tru­chas ni can­gre­jos des­de hace años; tam­po­co nutrias ni cule­bras de vis­to­so colo­res. Y pese a todo, sé que vol­ve­rán en algún momen­to y regre­sa­rá ese tiem­po en que de niños bebía­mos a cua­tro patas, como los caba­llos, en sus aguas cris­ta­li­nas y hela­das. Este río que no cesa me recuer­da el impe­ra­ti­vo de seguir escri­bien­do, inten­tan­do con la escri­tu­ra vibran­te y colo­ris­ta que el lec­tor no apar­te los ojos de mis escri­tos, como yo no pue­do apar­tar los ojos del rio. En oca­sio­nes les hablo a los caba­llos, en espe­cial a un potro que se me acer­ca curio­so. Ese tío está loco, diréis, les habla a los caba­llos, como el en la nove­la de Nicho­las Evans que lle­vó al cine Robert Red­ford. Yo no les susu­rro, les hablo, y ellos res­pon­den de algu­na mane­ra, me miran con sus oja­zos de coris­ta, mue­ven las ore­jas y cabe­cean y pien­so que me entien­den. El río ince­san­te, como mi escri­tu­ra acuá­ti­ca, el líqui­do sagra­do de mis lágri­mas; su estruen­do que inun­da la vega y con­tras­ta con el tris­te silen­cio con­ven­tual de ese cam­po en el que aún no han lle­ga­do los pája­ros. Tam­po­co hay muchas lagar­ti­jas y por des­con­ta­do se han extin­gui­do las víbo­ras, de cabe­za trian­gu­lar, que se escon­dían entre los hier­ba­jos de los sen­de­ros y el azar, que domi­na el mun­do, podía hacer que tuvie­ras la mala suer­te de no ver­las y pisar­las con las san­da­lias. Todo ese mun­do de bichos ha des­apa­re­ci­do, pero que­dan mi rio y mi escri­tu­ra.

Por­ta­da de En la fron­te­ra, de Cor­mac McCarthy.

Y los caba­llos me acom­pa­ñan por las noches en la relec­tu­ra de la mara­vi­llo­sa tri­lo­gía del escri­tor ame­ri­cano Cor­mac McCarthy. Aquí los jacos pasean por la fic­ción como ánge­les divi­nos lle­ga­dos del otro mun­do para hacer dicho­sos a los huma­nos. Cabal­gan sus jine­tes ado­les­cen­tes, en un tiem­po his­tó­ri­co con­su­mi­do a los dos lados del Rio Gran­de, en el siglo pasa­do, cuan­do no habían lle­ga­do los she­riffs cana­llas de la migra, ni se aho­ga­ban los migran­tes sud­ame­ri­ca­nos, ni gobier­nos dia­bó­li­cos cons­truían vallas elec­tri­fi­ca­das.

La vio­len­cia intui­da, sal­va­je de los libros de McCarthy. Su mane­ra pau­sa­da de narrar el movi­mien­to de la tie­rra y los ani­ma­les, los con­flic­tos san­grien­tos de los hom­bres y la bon­dad de los cam­pe­si­nos en todos los tiem­pos y épo­cas. Y sigo pasean­do por las ori­llas de este río serrano, escu­chan­do el rumor eterno de las cas­ca­das, el silen­cio de las pozas. Pien­so en esos ojos negros de la mujer y su fra­se. Seguir escri­bien­do como el agua, un tipo que can­ta una can­ción caden­cio­sa, sin pro­pó­si­to alguno, para sen­tir­se vivo.

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