La ciudad vieja se inunda de grafitis hasta el punto que su fama esta traspasando fronteras. El Carmen es un museo al aire libre de creaciones espectaculares, por su colorido y su imaginación. Los grafitis que inundan los muros pelados de la vieja ciudad son un grito de rebeldía contra el forzoso exilio vecinal por los pisos turísticos. La paradoja es que a los turistas les chiflan.
La puerta de entrada a la vieja ciudad por las Torres de Serranos, en el epicentro de la histórica Plaça dels Furs, donde antaño se celebraron trobades de músicas y espectáculos del pop y el pasotismo valencianos, es también el pórtico de un viaje por el alucinante mundo del grafiti indígena, modalidad artística que con frenesí inusitado desborda con su creatividad calles, callejones y plazas de la parte más deteriorada de la capital del Turia.
Los grafitis están haciendo ciudad, tanto como la red de nuevos negocios de objetos estrambóticos para turistas de crucero, los bocadillos de jamón serrano de la calle San Vicente, los cócteles sicodélicos de diseño o las paellitas prefabricadas. Son un contrapeso en cierta manera hermoso al feísmo de ciertos rincones abandonados por la desidia urbana. Abundan en las rutas underground que no frecuentan los visitantes foráneos, ni siquiera los indígenas.
El llamado, con cierto eufemismo, arte urbano es protagonista de las zonas de mayor aislamiento. La degradación de la Morería, el barrio del Carmen, tiene el atractivo de una asombrosa euforia artística; delirantes murales en tecnicolor decoran sus calles. Tan complejos e imaginativos como un Diego Ribera o un Siqueiros. Y los grafitis son como los periódicos, nunca son los mismos y de la noche a la mañana cambian de contenido y estilo. Se mudan de barrio y de calle como esos vecinos que son empujados al exilio por el auge del negocio de los pisos turísticos. Este barrio se está quedando sin vecinos; vecinos en peligro de extinción, se lee en las fachadas del desarraigo, los muros de las lamentaciones ciudadanas. Gritos en el desierto. La morería valenciana se ha convertido en el paraíso de los anónimos grafiteros que, eso sí, se cuidan de manejarse con ingenio y gracia, como las Fallas. Y se representan a sí mismos como un bandido enmascarado y desafiante. Justiciero.
La eterna restauración y puesta en valor de la muralla islámica se está convirtiendo en un cuento de nunca acabar, sus escasas torres aparecen en medio de un paisaje desolador de solares, muros ruinosos y arbustos salvajes que medran en los rincones para sombrear la vida feliz de gatos y ratas. Un escenario apocalíptico de degradación urbana que sería insoportable para el caminante local de no ser por la profusión de esos murales espectaculares que convierten una calle en un museo artístico al aire libre.
El grafiti funciona como el inicio de una rebelión contra el sistema que abandona barrios antiguos a su suerte, un aullido revolucionario de jóvenes artistas amantes de mancharse los dedos con la infinidad de tonalidades que ofrecen los sprays de pinturas sintéticas, que tienen la ventaja de poder ser repintadas una y otra vez con motivos diferentes. Es un triunfo del romanticismo juvenil, de la utopía metropolitana frente al prosaico muro en blanco. El regreso de los indios metropolitanos de los años 70. Es un acto de fe en el futuro de la creación y una protesta silenciosa, colorista que en lugar de esconder el feísmo de esas calles mal cuidadas, lo resalta.
El grafiti más potente y resultón se encuentra en las profundidades del barrio antiguo. En ese dédalo de calles que no pisa el turismo habitual porque tienen aspecto típico del lugar donde puede aparecer Maqui Navaja y robarte el móvil. De esa manera muchos se pierden ese chorro de imaginación que recorre las cercanías de los grandes espacios monumentales, por fortuna peatonalizados y puestos en valor por la autoridad competente. El que los árboles de algunos lugares se precipiten sobre las terrazas poco importa, o que las rinconadas históricas se conviertan en urinarios. Lo que cuenta es vender la cerveza. Es el bisnes quien manda, tiene sentido para engrosar el PIB.
A estas alturas de la movida, en medio de ese frenesí de pintadas que inunda cada centímetro cuadrado de calles y plazas de la vieja ciudad seria más que conveniente que el Consistorio editara una guía ilustrada de los mejores lugares para disfrutar de las tapias y medianeras.
Los mejores grafitis se pueden disfrutar en los alrededores de los edificios históricos de la Generalitat y la Llotja, de los Santos Juanes y la Iglesia del Carme. Calles y plazas abandonadas por la vecindad o a punto de ser vaciadas de contribuyentes autóctonos, lucen un itinerario emocionante como una película de dibujos animados de la empresa Pixar o Disney.
Calles Samaniego, Cadirers, Covarrubias, En Borras, Tenerías, Plazas de Santa Cruz y el Árbol, del Ángel, Santo Tomás, Cobertizo y en especial la calle Baja, donde naciera Benlliure, hacen honor a su tradición artística. En Borrás y las plazas Beneyto y Coll y Navarros, son una cúspide de arte que pinta paredes. Por estas calles no suele transitar mucha gente y hay pocos comercios. Son espacios silenciosos y con cierto aire de decadente de ciudad abandonada a su suerte; culs de sac que impulsan a la reflexión y el sosiego. Es el corazón partido del Carmen, décadas en busca de su destino y encaje en la nueva ciudad de las Artes y las Ciencias.
El viandante puede disfrutar, si camina a paso lento, de una cantidad de temáticas alucinante. Desde auténticas obras maestras de hiperrealismo, rostros de mujer, iconografía azteca, monigotes enmascarados y vacilones, o la desparecida imagen del rey emérito bailando un foxtrot en la calle Cadirers, que pasó por desgracia desapercibida.
Después apareció un Jimy Hendrix tan realista que iba a salir de la pared en cualquier noche lunática. Entre carteles de espectáculos, discotecas y conciertos de música, poemas escritos a mano por aficionados, eslóganes y manifiestos de impotencia, llamadas al empoderamiento, plegarias no atendidas y, en los últimos tiempos, dibujos impactantes solidarios con la tragedia de Palestina, la ciudad de los grafitis es una fiesta. Su abundancia comienza a constituir su esencia, un rasgo de su personalidad; de un pueblo festero y muy vivalavirgen. Y pese a que su realización es ilegal, la autoridad tiene a bien dejarlo correr porque de alguna manera, en esas zonas condenadas al desahucio urbano, cumplen una función social de primer orden. El barrio antiguo se desmorona, pero con arte.
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