La ciudad en la que has vivido se difumina con la modernidad. Los antiguos escenarios del pasado ya no existen. El nuevo paisaje es extraño pero sigues paseando a diario por sus calles en busca del sentido.

Entrada de la Sombrerería Albero.
Como si fuera un cazador de mariposas o aventurero decimonónico con prismáticos y salacot tengo por costumbre patearme los escenarios más gratos de mi vida en la ciudad. En los últimos tiempos esa manía siempre acaba en una derrota. ¿Qué se ha hecho de la urbe en la que he vivido siempre, desde la infancia hasta el recorrido adulto por infinidad de barrios? Brincando como un saltamontes extraviado por los vecindarios.
Recorro las calles y en cada uno de ellas no encuentro más que desolación y nostalgia porque donde antaño hubo un lugar grato existe ahora otra cosa, por lo general, un comercio para turistas, odiosa franquicia de souvenirs. Recorrer la ciudad, regresar a los paseos perdidos, me lleva a revivir escenas como una película en blanco y negro. Me siento en un banco de cualquier viejo lugar y sueño en tecnicolor.
Voy de la mano de mi tío Mateo a una corrida de toros y recuerdo con nitidez espantosa ver como el caballo de un rejoneador, ¿o era de un picador?, huye despavorido dando vueltas al ruedo con las tripas colgando y perseguido por un morlaco feroz. Mi tío Mateo, de la familia de potrers de Catarroja, era aficionado a los caballos, cómo no, pero no se dedicaba al negocio; diletante, solterón arruinado, pero cariñoso, que no solo me llevaba a los toros sino al matadero del paseo de la Petxina.
Un recorrido que se me ha grabado en la memoria a fuego lento y que hoy puedo revivir en su espacio real pues el paseo de marras mantiene su perfil antiguo, con el pretil del río intacto, las baldosas centenarias y las acacias que jalonan lo que entonces era un camino de carros y tranvías.
Yo no veía ninguna sacrificio de animales en el matadero, hoy flamante centro multifuncional, lo que me encandilaba era contemplar como un hermoso caballo atado a una cuerda daba vueltas azuzado por un mozo, para fortalecer sus músculos en un silo tubular, cubierto de paja. Recuerdo ese espectáculo fascinante que me alegraba el día, pues ignoraba por completo que el animal seria sacrificado antes o después.
Tendría no más de seis años cuando visitaba todos los jueves, con mi bondadoso tío, el mercado de caballos, yeguas y burros del río Turia, entre el puente de Serranos y Trinidad. Databa desde 1887 según las crónicas y se mantuvo hasta finales de los años cincuenta del siglo XX, arrasado por la riada de 1957. Estoy viendo, ¿será un sueño? como abandonaba el lugar en una tartana de un solo caballo propiedad de los llauros de l’Horta Sud, colegas de mi tío.
La ventaja de haber pasado una vida entera en la misma ciudad es que cada rincón tiene un recuerdo, como las canciones. Los viejos cines desaparecidos, el tranvía siete, que pasaba por el llamado Contraste de Russafa y era conocido como el mata viejos porque siempre había un accidente mortal bajo sus ruedas, gente mayor con poca vista y cansino andar.
En ese mismo Contraste visitaba una carnicería de carne de caballo al que acudía con mi madre en los años de la mortadela y la sopa de ajo. Pese a que en la fachada lucían dibujadas dos cabezas de jacos, mi madre me engañó siempre. Comíamos en casa los filetes de caballo como si fueran de ternera. Mi padre, que había sido un señorito en su vida anterior, siempre lo negó.
Pero hay milagros, en ese enclave de Russafa sigue existiendo un ultramarinos que debería llevarse un premio a la permanencia. Se trata de El niño llorón, y mantiene su vieja fachada con el dibujo de un niñato cabezón muy coloreado. La casa se fundó en 1903, nada menos, y sigue ahí vendiendo exquisitos fiambres, lateríos, bacalaos, mantecas y todo tipo de quesos y suculentas anchoas.

Entrada de El niño llorón.
Da gusto ver algo así cuando la mayoría de los lugares que recuerdo en mis calles preferidas del casco antiguo caen unas tras otras porque sus tenderos no pueden hacer frente a la draconiana subida de alquileres que imponen los dueños de los bajos. Tiendas hermosas ahora convertidas en abrevaderos para turistas. Y sin embargo algunas resisten contra todo pronóstico, entre ellas la Sombrerería Albero, frente a la Llotja con su elegante escaparate de sombreros Borsalino o las Bodegas Baviera en la calle Corretgeria.
Hay héroes que rescatan del silencio la vieja ciudad. El año pasado el fotógrafo Rafael Sena presentó su magna obra, Las calles de la ciudad de Valencia. Colosal compendio de 3.000 vías urbanas editada por Los libros del índice en tres tomos. A Sena, hijo y nieto de fotógrafos, le ha costado toda una vida recopilar semejante obra.
“Los alrededores de la calle Mantas, donde nació el celebrado Sorolla, los grandes edificios históricos pierden cada día su encanto, el que le daban los botiguers de toda la vida”
Dejas de soñar, abres los ojos y la única realidad es que la Valencia antigua, los alrededores de la calle Mantas, donde nació el celebrado Sorolla, los grandes edificios históricos pierden cada día su encanto, el que le daban los botiguers de toda la vida. La identidad y el recuerdo se hunden ante los imperativos categóricos de la modernidad. Lo recrea bien Rafael Lahuerta en su celebrada novela Noruega. Y hay una cita de Joseph Conrad en el prefacio a su excelente relato corto La línea de sombra que lo expresa a la perfección: “Siempre que nos ponemos a meditar sobre el sentido de nuestro propio pasado, éste parece llenar el mundo entero con su profundidad y extensión (…) Uno de los efectos de perspectiva del recuerdo es el mostrarnos las cosas mayores de lo que son, debido a que los puntos esenciales se encuentran en él aislados de su contorno de minucias cotidianas, automáticamente borradas del espíritu”. Y con todo, a pesar de esas minucias cotidianas, sigues piteando la calle de tu querida ciudad en busca de esos invisibles pasos perdidos.
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