Entra­da de la Som­bre­re­ría Albe­ro.

La ciudad en la que has vivido se difumina con la modernidad. Los antiguos escenarios del pasado ya no existen. El nuevo paisaje es extraño pero sigues paseando a diario por sus calles en busca del sentido.

Entra­da de la Som­bre­re­ría Albe­ro.

Como si fue­ra un caza­dor de mari­po­sas o aven­tu­re­ro deci­mo­nó­ni­co con pris­má­ti­cos y sala­cot ten­go por cos­tum­bre patear­me los esce­na­rios más gra­tos de mi vida en la ciu­dad. En los últi­mos tiem­pos esa manía siem­pre aca­ba en una derro­ta. ¿Qué se ha hecho de la urbe en la que he vivi­do siem­pre, des­de la infan­cia has­ta el reco­rri­do adul­to por infi­ni­dad de barrios? Brin­can­do como un sal­ta­mon­tes extra­via­do por los vecin­da­rios.

Reco­rro las calles y en cada uno de ellas no encuen­tro más que deso­la­ción y nos­tal­gia por­que don­de anta­ño hubo un lugar gra­to exis­te aho­ra otra cosa, por lo gene­ral, un comer­cio para turis­tas, odio­sa fran­qui­cia de sou­ve­nirs. Reco­rrer la ciu­dad, regre­sar a los paseos per­di­dos, me lle­va a revi­vir esce­nas como una pelí­cu­la en blan­co y negro. Me sien­to en un ban­co de cual­quier vie­jo lugar y sue­ño en tec­ni­co­lor.

Voy de la mano de mi tío Mateo a una corri­da de toros y recuer­do con niti­dez espan­to­sa ver como el caba­llo de un rejo­nea­dor, ¿o era de un pica­dor?, huye des­pa­vo­ri­do dan­do vuel­tas al rue­do con las tri­pas col­gan­do y per­se­gui­do por un mor­la­co feroz. Mi tío Mateo, de la fami­lia de potrers de Cata­rro­ja, era afi­cio­na­do a los caba­llos, cómo no, pero no se dedi­ca­ba al nego­cio; dile­tan­te, sol­te­rón arrui­na­do, pero cari­ño­so, que no solo me lle­va­ba a los toros sino al mata­de­ro del paseo de la Petxi­na.

Un reco­rri­do que se me ha gra­ba­do en la memo­ria a fue­go len­to y que hoy pue­do revi­vir en su espa­cio real pues el paseo de marras man­tie­ne su per­fil anti­guo, con el pre­til del río intac­to, las bal­do­sas cen­te­na­rias y las aca­cias que jalo­nan lo que enton­ces era un camino de carros y tran­vías.

Yo no veía nin­gu­na sacri­fi­cio de ani­ma­les en el mata­de­ro, hoy fla­man­te cen­tro mul­ti­fun­cio­nal, lo que me encan­di­la­ba era con­tem­plar como un her­mo­so caba­llo ata­do a una cuer­da daba vuel­tas azu­za­do por un mozo, para for­ta­le­cer sus múscu­los en un silo tubu­lar, cubier­to de paja. Recuer­do ese espec­tácu­lo fas­ci­nan­te que me ale­gra­ba el día, pues igno­ra­ba por com­ple­to que el ani­mal seria sacri­fi­ca­do antes o des­pués.

Ten­dría no más de seis años cuan­do visi­ta­ba todos los jue­ves, con mi bon­da­do­so tío, el mer­ca­do de caba­llos, yeguas y burros del río Turia, entre el puen­te de Serra­nos y Tri­ni­dad. Data­ba des­de 1887 según las cró­ni­cas y se man­tu­vo has­ta fina­les de los años cin­cuen­ta del siglo XX, arra­sa­do por la ria­da de 1957. Estoy vien­do, ¿será un sue­ño? como aban­do­na­ba el lugar en una tar­ta­na de un solo caba­llo pro­pie­dad de los llau­ros de l’Hor­ta Sud, cole­gas de mi tío.

La ven­ta­ja de haber pasa­do una vida ente­ra en la mis­ma ciu­dad es que cada rin­cón tie­ne un recuer­do, como las can­cio­nes. Los vie­jos cines des­apa­re­ci­dos, el tran­vía sie­te, que pasa­ba por el lla­ma­do Con­tras­te de Rus­sa­fa y era cono­ci­do como el mata vie­jos por­que siem­pre había un acci­den­te mor­tal bajo sus rue­das, gen­te mayor con poca vis­ta y can­sino andar.

En ese mis­mo Con­tras­te visi­ta­ba una car­ni­ce­ría de car­ne de caba­llo al que acu­día con mi madre en los años de la mor­ta­de­la y la sopa de ajo. Pese a que en la facha­da lucían dibu­ja­das dos cabe­zas de jacos, mi madre me enga­ñó siem­pre. Comía­mos en casa los file­tes de caba­llo como si fue­ran de ter­ne­ra. Mi padre, que había sido un seño­ri­to en su vida ante­rior, siem­pre lo negó.

Pero hay mila­gros, en ese encla­ve de Rus­sa­fa sigue exis­tien­do un ultra­ma­ri­nos que debe­ría lle­var­se un pre­mio a la per­ma­nen­cia. Se tra­ta de El niño llo­rón, y man­tie­ne su vie­ja facha­da con el dibu­jo de un niña­to cabe­zón muy colo­rea­do. La casa se fun­dó en 1903, nada menos, y sigue ahí ven­dien­do exqui­si­tos fiam­bres, late­ríos, baca­laos, man­te­cas y todo tipo de que­sos y sucu­len­tas anchoas.

Entra­da de El niño llo­rón.

Da gus­to ver algo así cuan­do la mayo­ría de los luga­res que recuer­do en mis calles pre­fe­ri­das del cas­co anti­guo caen unas tras otras por­que sus ten­de­ros no pue­den hacer fren­te a la dra­co­nia­na subi­da de alqui­le­res que impo­nen los due­ños de los bajos. Tien­das her­mo­sas aho­ra con­ver­ti­das en abre­va­de­ros para turis­tas. Y sin embar­go algu­nas resis­ten con­tra todo pro­nós­ti­co, entre ellas la Som­bre­re­ría Albe­ro, fren­te a la Llot­ja con su ele­gan­te esca­pa­ra­te de som­bre­ros Bor­sa­lino o las Bode­gas Bavie­ra en la calle Corret­ge­ria.

Hay héroes que res­ca­tan del silen­cio la vie­ja ciu­dad. El año pasa­do el fotó­gra­fo Rafael Sena pre­sen­tó su mag­na obra, Las calles de la ciu­dad de Valen­cia. Colo­sal com­pen­dio de 3.000 vías urba­nas edi­ta­da por Los libros del índi­ce en tres tomos. A Sena, hijo y nie­to de fotó­gra­fos, le ha cos­ta­do toda una vida reco­pi­lar seme­jan­te obra.

“Los alre­de­do­res de la calle Man­tas, don­de nació el cele­bra­do Soro­lla, los gran­des edi­fi­cios his­tó­ri­cos pier­den cada día su encan­to, el que le daban los boti­guers de toda la vida”

Dejas de soñar, abres los ojos y la úni­ca reali­dad es que la Valen­cia anti­gua, los alre­de­do­res de la calle Man­tas, don­de nació el cele­bra­do Soro­lla, los gran­des edi­fi­cios his­tó­ri­cos pier­den cada día su encan­to, el que le daban los boti­guers de toda la vida. La iden­ti­dad y el recuer­do se hun­den ante los impe­ra­ti­vos cate­gó­ri­cos de la moder­ni­dad. Lo recrea bien Rafael Lahuer­ta en su cele­bra­da nove­la Norue­ga. Y hay una cita de Joseph Con­rad en el pre­fa­cio a su exce­len­te rela­to cor­to  La línea de som­bra que lo expre­sa a la per­fec­ción: “Siem­pre que nos pone­mos a medi­tar sobre el sen­ti­do de nues­tro pro­pio pasa­do, éste pare­ce lle­nar el mun­do ente­ro con su pro­fun­di­dad y exten­sión (…) Uno de los efec­tos de pers­pec­ti­va del recuer­do es el mos­trar­nos las cosas mayo­res de lo que son, debi­do a que los pun­tos esen­cia­les se encuen­tran en él ais­la­dos de su con­torno de minu­cias coti­dia­nas, auto­má­ti­ca­men­te borra­das del espí­ri­tu”. Y con todo, a pesar de esas minu­cias coti­dia­nas, sigues pitean­do la calle de tu que­ri­da ciu­dad en bus­ca de esos invi­si­bles pasos per­di­dos.

Comparte esta publicación

amadomio.jpg

Suscríbete a nuestro boletín

Reci­be toda la actua­li­dad en cul­tu­ra y ocio, de la ciu­dad de Valen­cia