Cua­dro sobre lien­zo. Seis pája­ros colo­ri­dos en una AST Natu­ra­le­za.

El cambio climático está haciendo barrabasadas. En el pueblo los más viejos del lugar dicen que ya se ven menos pájaros en el cielo. Y desparecen las liebres y las lagartijas, los peces y hasta las moscas. Se sientan tristes bajo un sombrajo de las afueras y enumeran sus nostalgias. Me siento con ellos y trato de animarlos.

Cua­dro sobre lien­zo. Seis pája­ros colo­ri­dos en una AST Natu­ra­le­za.

El tío Vale­riano, lo dice miran­do el cie­lo vacío de mayo con la rotun­di­dad que le dan sus 79 años en el pue­blo pela­do. Esta­mos sen­ta­dos en hile­ra, como pája­ros en un hilo de alta ten­sión, bajo el som­bra­jo que ha pues­to el Ayun­ta­mien­to fren­te a la vega, feraz y cua­ja­da de árbo­les fru­ta­les en su tiem­po y aho­ra reple­ta de cam­pos de tri­go famé­li­cos, con poco rie­go y cal­vo de las dece­nas de man­za­nos, cere­zos, pera­les y mem­bri­llos que otro­ra lle­na­ban la vega con un aro­ma bíbli­co, divino como el per­fu­me de la mis­mí­si­ma Eva recién expul­sa­da del Edén.

Pero esto ya no es un paraí­so, más bien un infierno de sequías y malas cose­chas, aban­do­na­das las tie­rras por los jóve­nes que emi­gran o los agri­cul­to­res que se jubi­lan y man­dan su vida de sudo­res al mis­mí­si­mo cara­jo.

Cada día hay menos pája­ros, dice el abue­lo Vale­riano, y los con­ter­tu­lios, todos con­tan­do los cua­tro tele­dia­rios que les que­dan, asien­ten com­pren­si­vos y amar­ga­dos. Ni hal­co­nes rato­ne­ros, águi­las y ni siquie­ra cuer­vos. ¿Dón­de se fue­ron?

Aun­que a los vie­jos tra­ba­ja­do­res del cam­po ese dete­rio­ro tenaz que vive el agro les ha hecho un poco cíni­cos y ya les impor­ta poco el asun­to. Ellos han ven­di­do sus par­ce­las y tie­nen sus pen­sio­nes. Los polí­ti­cos de las ciu­da­des son para ellos como los mar­cia­nos de Tim Bur­ton, extra­te­rres­tres que jamás harán nada por ellos.

De mane­ra que hace unos días regre­sé a la mese­ta vacía, mi Sie­rra Madre par­ti­cu­lar, por­que la ciu­dad me vacía el alma con sus estruen­dos, turis­tas des­con­tro­la­dos que solo saben com­prar cho­rra­das y peleas polí­ti­cas que ponen de mala leche al más pin­ta­do. Así que lo que más me gus­ta es bajar, con el fres­cor de la maña­na a lo que en el pue­blo lla­man El Con­gre­so, por­que allí, fren­te al per­fil feme­nino de las coli­nas leja­nas, se reúnen los abue­los, y algu­na abue­la en oca­sio­nes, per­tre­cha­dos con sus anda­do­res y bas­to­nes, para des­pe­lle­jar lo que suce­de en las ciu­da­des.

Estre­me­ce un poco, para alguien como yo que vivió la polí­ti­ca con pasión en tiem­pos pre­té­ri­tos, ver con que des­ape­go y des­pre­cio viven estos luga­re­ños los ava­ta­res polí­ti­cos de la capi­tal. Tan­to afán de dipu­tados y sena­do­res, de acti­vis­tas, ani­ma­lis­tas, eco­lo­gis­tas y demás fau­nas utó­pi­cas con­tem­po­rá­neas, para com­pro­bar que en la Espa­ña pro­fun­da todo esto les impor­ta una higa. Están des­ilu­sio­na­dos des­de que las vacas ya no pasan por las calles del pue­blo al ano­che­cer camino de las cua­dras, y quien dice las vacas dice las cabras, que ven­dían la leche a las puer­tas de las casas, orde­ña­das allí mis­mo. O los mulos tor­tu­ra­dos por los tába­nos y mal­tra­ta­dos por sus due­ños por­que el cam­pe­sino siem­pre ha tra­ta­do fatal a sus bes­tias de car­ga, como los roma­nos a sus escla­vos levan­tis­cos.

Peri­qui­tos.

Y como no hay bes­tias tam­bién han des­pa­re­ci­do las mos­cas, al menos eso tie­ne su ven­ta­ja. Ya no se ven casi pája­ros, dice el vie­jo y los demás asien­ten al uní­sono como muñe­cos chi­nos de bazar. Pero tam­po­co lagar­ti­jas, ni mari­po­sas, ni lie­bres, ni per­di­ces, ni tru­chas ni can­gre­jos en el rio infes­ta­do de algas malo­lien­tes. Los cul­ti­vos de secano este año se han echa­do a per­der, rema­ta el tío Basi­lio, con sus 90 años de bre­ga. Un ros­tro cuar­tea­do por el tra­ba­jo ince­san­te e inhu­mano de los años 40 y 50, cuan­do de cha­val tenía que cami­nar a pie, cru­zan­do comar­cas, para lle­var el gana­do de una pro­vin­cia a otra. Yo callo y les dejo hablar por­que del cam­po no sé nada, pero mi alma se estru­ja como una espon­ja cuan­do pien­so en el abis­mo que exis­te entre estas bue­nas gen­tes del pue­blo y el fre­ne­sí fre­né­ti­co, enlo­que­ci­do de la ciu­dad en la que vivo. Y lo peor es que fenó­me­nos urba­nos depre­da­do­res como el famo­so caso de los pisos turís­ti­cos se extien­de como la tiña a estos pue­blos que se des­pue­blan a esca­pe, como dicen ellos, pues la mitad de las casas se reha­bi­li­tan para el turis­mo rural. Un país de hos­te­le­ros y cama­re­ros al ser­vi­cio de los turis­tas. Boni­to país que inven­tó el sub­ma­rino y la nove­la moder­na con don Miguel.

Pero aho­ra lo que pro­du­ce son par­ti­dos enlo­que­ci­dos que se echan can­tos afi­la­dos los unos a los otros como si fue­ran un gru­po de zaga­les pelean­do en las eras. Ya no se escu­cha can­tar a los pája­ros en pri­ma­ve­ra y eso es una des­gra­cia muy gran­de. Y sin embar­go abun­dan las palo­mas cuyos arru­llos  de amor pare­cen cosa del dia­blo. Las palo­mas inva­den los teja­dos y edi­fi­cios his­tó­ri­cos del país como una inva­sión extra­te­rres­tre. Ya no que­dan casi pája­ros y el rio, con la cali­ma y la sequia comien­za a men­guar de cau­dal, el des­hie­lo fue un espe­jis­mo. El cam­po vuel­ve a estar tan seco como los abue­los de la ter­tu­lia. Al menos regre­san  las oscu­ras golon­dri­nas que can­tó don Gus­ta­vo Adol­fo y cons­tru­yen sus iglús de barro en los ale­ros de casa. Sus chi­lli­dos son tam­bién de otro mun­do. Sus pla­neos como avio­nes de caza comien­zan a ser menos sim­pá­ti­cos, tan his­té­ri­cos que pare­cen augu­rar una catás­tro­fe inmi­nen­te. Cuan­do mis con­ter­tu­lios del som­bra­jo que da a la vega se ponen dema­sia­do fúne­bres, saco un libri­to que aca­bo de publi­car titu­la­do Chun­gas calles (Eds. De Baal 2024) y les leo mi tex­to favo­ri­to:

“Con­tem­plar el mun­do: ges­to inmó­vil; sin sen­ti­mien­tos, sin dis­cur­so, como una pie­dra, como una plan­ta, inun­dan­do el pai­sa­je, de color, de aro­mas. Flo­tar como pol­vo y posar­se en las cosas con la sua­vi­dad de una plu­ma. Amar en silen­cio. Sien­to lle­var en mi inte­rior toda la armo­nía y el caos de la exis­ten­cia”. Se que­dan con la boca abier­ta los abue­los. Inten­to decir­les que pasen de todo y se miren den­tro de sí mis­mos. Es la úni­ca posi­bi­li­dad de olvi­dar­se de que ya hay cada vez menos pája­ros en esta pri­ma­ve­ra radiac­ti­va.

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