En la plaza principal de la capital donde el río que no cesa pone fin a su recorrido. Ni siquiera llegan los turistas al conjunto monumental de la Plaza de Toros y la Estación del Norte. Husmean un poco por el paseo Ruzafa, repleto de tiendas donde antes brillaban los neones de los cabarets en la guerra civil, cuando el Gobierno de la II República estaba en Valencia, a esa calle, la llamaban el frente de Ruzafa.

Torres de Serra­nos, la puer­ta medie­val a la anti­gua ciu­dad amu­ra­lla­da.

“Dos son los con­sue­los del alma bien for­ma­da: el entre­te­ni­mien­to de las letras y la fiel amis­tad. Dos sus des­con­sue­los: las ocu­pa­cio­nes y la masa de gen­te…”, escri­bió Fran­ces­co Petrar­ca en su Epis­to­la­rio. Y gran ver­dad es pues esa tar­de de fies­tas inter­mi­na­bles, la ansie­dad hace pre­sa en el habi­tan­te de una casa reple­ta de libros a medio leer, des­de clá­si­cos como Hero­do­to has­ta moder­nos como El cuen­to de la cria­da de Mar­ga­ret Atwood. Esta últi­ma lec­tu­ra le ha saca­do de qui­cio de mane­ra defi­ni­ti­va al lec­tor reclui­do en el apar­ta­men­to, ale­ja­do de los tumul­tos de la ciu­dad. Los libros acu­mu­la­dos en torres por las esqui­nas del salón le pro­du­cen des­aso­sie­go y para aca­bar­lo de fas­ti­diar la fiel amis­tad que anhe­la Petrar­ca es impo­si­ble de ejer­cer por­que todos los ami­gos y ami­gas están de via­je por vaca­cio­nes.

Pien­sa en las mal­di­tas fies­tas que alte­ran el coti­diano y que ya no es un niño para dis­fru­tar­las así que se arma de cora­je, coge el tran­vía a la puer­ta de su casa y minu­tos des­pués cru­za triun­fal las puer­tas de Serra­nos. La pesa­di­lla comien­za jus­ta­men­te ahí por­que una hile­ra inter­mi­na­ble de auto­bu­ses, fren­te al ya des­tar­ta­la­do Bar Serra­nos –¡ah! ¿Dón­de está aquel baca­lao fri­to con all i oli?–, ha eva­cua­do a varios cen­te­na­res de turis­tas que se arre­mo­li­nan en torno a un tipo arma­do con un para­guas. Se dis­po­nen a hacer el reco­rri­do están­dar del turis­mo valen­ciano que en estos días vive una espe­cie de explo­sión demo­grá­fi­ca. No hay ocu­pa­ción que val­ga por­que está de vaca­cio­nes, pero si el des­con­sue­lo de la masa de gen­te. Y aden­trán­do­se en el cen­tro his­tó­ri­co por la vie­ja calle de los Cara­me­los, que ya no tie­ne cara­me­los sino una suce­sión de tien­das dis­tó­pi­cas que flan­quean el Palau de los Bor­ja, la masa se hace car­ne y no es exa­ge­ra­do afir­mar que hay que cami­nar en zig­zag para lle­gar a la pla­za de la Seu, tal el tumul­to.

Así que huyen­do de la ansie­dad soli­ta­ria del hogar se enfren­ta a la sico­sis del tumul­to más des­afo­ra­do. Cami­nan­tes de todas las nacio­na­li­da­des que pas­to­rean a doce­nas de niños. Por­que estas fies­tas han sido para los niños y los sal­tim­ban­quis. Una legión de artis­tas calle­je­ros jas­pea las esqui­nas y tie­ne su cul­mi­na­ción escé­ni­ca en la recién remo­za­da Pla­za de la Rei­na, a Dios gra­cias, auten­ti­ca joya de la coro­na del nue­vo urba­nis­mo valen­ciano, y nun­ca mejor dicho. Aquí se con­cen­tran esos sufri­dos suje­tos que for­man el esque­le­to de colo­sa­les muñe­cos sin­té­ti­cos, con for­ma de gori­la King Kong o de Oso amo­ro­so, per­so­na­jes del cine de ani­ma­ción que se mue­ven como mario­ne­tas ocul­tos tras el dis­fraz, hacien­do mone­rías y aten­tos a las mone­das que suel­tan los niños cuan­do se hacen la foto.

Tie­nen un miri­lla que es como el peris­co­pio de un sub­ma­rino y cier­ta­men­te, ellos son con sub­ma­ri­nis­tas que sudan la gota gor­da dis­fra­za­dos de tal gui­sa. Hay gui­ta­rris­tas y fal­sos tore­ros que can­tan fla­men­co, y ese gui­ri­gay de la pla­za que som­brea el Mica­let, se aden­tra como una estam­pi­da de gana­do bovino en la calle San Vicen­te, famo­so encla­ve urbano que cuen­ta con la her­mo­sa com­po­si­ción escul­tó­ri­ca de la Igle­sia de San Mar­tín, un góti­co fla­men­co de tran­si­ción úni­co, euro­peo, en la que se con­tem­pla al prín­ci­pe par­tien­do su capa para ofre­cér­se­la a un menes­te­ro­so, el pie del caba­llo. ¿Aca­so es una répli­ca?, empe­ro eso no le qui­ta majes­tad. Lo que si estro­pea el asun­to son los pobres de car­ne y hue­so que piden en la puer­ta de la igle­sia, el esca­pa­ra­te de file­tes que hay enfren­te, en el que se exhi­ben reses col­ga­das en canal, o las tien­das de boca­di­llos de jamón serrano que ale­gran la vis­ta y azu­zan el ham­bre. Un mila­gro hizo que se aca­ba­ran las obras del sub­sue­lo de ese tro­zo uni­ver­sal de la ter­ce­ra ciu­dad del país y así el río humano, la masa, el colec­ti­vo, pue­da inun­dar de par­te a par­te la zona.

El rey de los cow­boys, Bus­ter Kea­ton.

Han teni­do que des­viar los auto­bu­ses que iban a la pla­za cen­tral, del Ayun­ta­mien­to, y allí, jus­to en la mag­ní­fi­ca Fil­mo­te­ca se exhi­be una pelí­cu­la de Bus­ter Kea­ton de 1925. En la cola hay más adul­tos que niños, lo que no deja de ser cho­can­te, pero aún lo es más la esce­na cum­bre de la cin­ta en la que el hom­bre que jamás ríe, el cara de palo Kea­ton, corre el ries­go de ser macha­ca­do por el río de tran­seún­tes que cami­na por el cen­tro de la ciu­dad de San Fran­cis­co. Kea­ton inten­ta avan­zar sin con­se­guir­lo y al final aca­ba en el sue­lo con el tra­je y su som­bre­ri­to mod aplas­ta­do. Es la mis­ma situa­ción que la de la calle San Vicen­te.

“La masa da la vuel­ta y regre­sa hacia la pla­za de la Seu, para por la calle de los Cara­me­los, don­de ya no hay cara­me­los”.

En la pla­za prin­ci­pal de la capi­tal don­de el río que no cesa pone fin a su reco­rri­do. Ni siquie­ra lle­gan los turis­tas al con­jun­to monu­men­tal de la Pla­za de Toros y la Esta­ción del Nor­te. Hus­mean un poco por el paseo Ruza­fa, reple­to de tien­das don­de antes bri­lla­ban los neo­nes de los caba­rets –en la gue­rra civil, cuan­do el gobierno de la II Repú­bli­ca esta­ba en Valen­cia, a esa calle, la lla­ma­ban el fren­te de Ruza­fa, pues era el foco de parran­das y fran­ca­che­las de los fun­cio­na­rios del gobierno y de los esca­quea­dos del fren­te. Y una vez lle­ga­dos a este pun­to, la masa da la vuel­ta y regre­sa hacia la pla­za de la Seu, para por la calle de los Cara­me­los, don­de ya no hay cara­me­los, los turis­tas del boca­di­llo suben con­ten­tos al auto­bús que los lle­va­rá al mons­truo­so cru­ce­ro que espe­ra en el puer­to.

Es en ese ins­tan­te deci­si­vo, al atar­de­cer, que nues­tro cami­nan­te soli­ta­rio bus­ca refu­gio y con­sue­lo en una par­te de la ciu­dad que ni hue­len los turis­tas con sus pri­sas neu­ró­ti­cas. Se tra­ta de cami­nar por el Trin­que­te de Caba­lle­ros, que no ha modi­fi­ca­do su per­fil des­de los tiem­pos en que un joven Lluís Vives pasea­ba con sus ami­gos hablan­do de filo­so­fía, y cru­zan­do la reco­le­ta y tran­qui­la pla­za de Nápo­les y Sici­lia, afea­da hace ya años por el horror arqui­tec­tó­ni­co de la sede de un sin­di­ca­to, cru­za el majes­tuo­so edi­fi­cio del Almu­dín, don­de antes esta­ba el museo paleon­to­ló­gi­co con su igua­no­don­te y su bos­qui­mano momi­fi­ca­do den­tro de una urna de cris­tal, y enfi­la la tran­qui­la calle El Sal­va­dor, en cuya igle­sia se pue­de dis­fru­tar de la visión de un Cris­to de made­ra, cru­ci­fi­ca­do sobre el altar y de manos como puli­das por Matis­se o Picas­so, y obser­var un res­to de torre romá­ni­ca que coro­na el tem­plo. Cami­nar sin encon­trar un alma a la caí­da de la tar­de del caos, lo que se pier­den los turis­tas en masa, has­ta lle­gar al puen­te de la Tri­ni­dad, con su obis­po man­co. A par­tir de aquí la ciu­dad cobra auten­ti­ci­dad, reapa­re­ce como espa­cio gra­to y fina­li­za el spleen de nues­tro via­je­ro y la pesa­di­lla de la masa.

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