Rojo y negro
Tristes trópicos

La violencia que vive estos días Haití, la antigua La Española, con bandas de pandilleros armados sembrando el caos, revive el recuerdo de un viaje realizado en los años 80. El Caribe, con su fama de paraíso, tiene otra cara siniestra. Esta que sigue es la crónica de una temporada en el infierno.

Ton ton Macutes en Haití.

No me quiero dar mucho el pisto, pero he viajado al corazón de las tinieblas. Cuando leo los folletos que describen los paradisíacos rincones del Caribe y luego me espanto con noticias que vienen de la capital de Haití, estos días, se me encoje el corazón. Puerto Príncipe, capital del territorio de la antigua La Española, que comparte latitud, que no nivel de vida, con la República Dominicana, vuelve a estar sumida en el caos y la violencia. Bandas armadas de maleantes asolaban la semana pasada casi toda la capital mientras la policía oficial no podía hacer nada por contenerlas.

Esta parte del mundo está abandonada de la mano de Dios y de los hombres. Su caribeño realismo mágico es aquí sangriento. Leo lo que pasa en Haití y alucino de ver cómo han ido las cosas de mal en peor en ese país mártir desde que yo lo visité por casualidad en los años 80 del pasado siglo.

La banda de bandidos pandilleros liderada por Jimmy “Barbecue” está convirtiendo la capital antillana en una auténtica barbacoa de fuego y destrucción. El caos domina el país, cuentan los diarios, y las bandas controlan zonas enteras de un territorio que parece un trozo desgajado del África subsahariana.

El país más pobre del orbe lleva pasándolas canutas desde hace mucho tiempo. Una dictadura, la de los Duvalier, que duró treinta años; terremotos, golpes de Estado, y miseria absoluta de sus sufridos habitantes han sido el pan de cada día en la isla de las Grandes Antillas.

Escenario sugerente para Hollywood y sus películas de zombis porque Haití es territorio de brujería y cuna del vudú.

Yo era un viajero accidental en aquellos años 80 y quería ser como mi admirado Graham Greene, el escritor inglés que escribió una novela sobre Haití, titulada Los comediantes (1966) en tiempos del temible Papa Doc, el dictador que dominó con mano asesina el territorio con la ayuda de sus bandas de sicarios conocidos como los Ton ton Macutes.

Cuenta Greene que cuando Papa Doc leyó la novela prohibió al escritor pisar suelo haitiano. La inquietante película Paseo con un zombi, (1943) de Jacques Tourneur me fascinó en su momento. Esas historias acicatearon mi imaginación y deseo de visitar el país desconocido.

Ilustración de cocoteros.

Así que unas navidades del año 1981 aterricé en el desvencijado aeropuerto de la capital Puerto Príncipe en compañía de una amiga. Aquel viaje no tuvo nada de turístico porque a los pocos días de recorrer el país decidimos salir pitando hacia la isla francesa de Guadalupe, mucho más tranquila. Y sin embargo, ese viaje se ha grabado en mi memoria a fuego por las cosas que vi. Una temporada en el infierno podría titularse el cuento que  jamás escribiré.

Papa Doc, el viejo François Duvalier, que quería encarnar al Barón Samedi, “el espíritu de los cementerios”, nada menos, en la cultura vudú, había muerto en 1971, pero el gobierno de terror continuaba en la figura de su hijo, conocido como Baby Doc, y sus sicarios, los famosos Ton ton Macutes, descritos para el mundo por Greene por primera vez en su libro. Fue increíble vivir los escenarios y las intrigas de la novela de Greene en carne propia. Y fue un milagro meterse en aquel avispero y poder contarlo. Lo que iban a ser unas vacaciones de Navidad se convirtió en una pesadilla.

Mi amiga y yo comenzamos a barruntar el mal rollo del lugar cuando vimos, nada más entrar en la terminal del aeropuerto de Puerto Príncipe, como unos policías secretas de gafas oscuras y trajes baratos agarraban del brazo a una señora que llevaba un carrito de bebé y acababa de aterrizar con nosotros y la arrastraban a unas dependencias del aeropuerto. Éramos dos jovencitos europeos que no teníamos nada que temer.

La secuencia siguiente fue comprobar alucinados que el taxista que nos llevaba al hotel disponía de un rifle en el asiento del copiloto. Era un Ton ton sonriente tras sus gafas negras, complemento obligado de aquella tropa de criminales. El hotel solo para turistas fue una experiencia surrealista, alfombrado con una gruesa moqueta de pelo en pleno trópico y junto al blanco palacio presidencial tenía una aire muy naif; abundaban los obesos clientes yanquis, tipos con pinta de espías y narcotraficantes de película. Podías encontrarte en el bar al mismísimo James Bond tomando su Vesper Martini, agitado y no removido.

La visión de Puerto Príncipe fue una bofetada en el rostro. Con 35 grados en diciembre, aquella ciudad estaba en completa ruina y eso que todavía no había sufrido los terremotos del siglo siguiente con el consiguiente saqueo de las ayudas occidentales. La ciudad era una pesadilla y un caos de gentes mal vestidas y peor alimentadas. Se palpaba la desolación y la desconfianza en los rostros de  los ciudadanos que la poblaban. Y lo más insultante era observar la presencia de los turistas americanos, bien cebados y opulentos que llenaban los Kentucky Chicken y que contemplaban la miseria que les rodeaba con sonrisa de hiena. Coches viejos, ciudadanos descalzos, niños implorantes y desnutridos, carros con caballos famélicos, tiendas donde se vendían baratijas y objetos usados, como si se hubiesen recogido de las playas, de los desperdicios que dejaban los cruceros que surcaban el Caribe. Las elites vivían en lujosas urbanizaciones en las colinas que rodean la ciudad.

Mapa político de Haití.

Decidimos cruzar el país de sur a norte hasta llegar a la localidad de Cap Haitien, la más septentrional, frente a la Isla de la Tortuga, lugar donde fondearon las naves de Colón en 1492 antes de descubrir el continente. Fue un viaje alucinante en el que mi amiga y yo éramos los únicos pasajeros blancos. Apretados junto a los viajeros en un autobús renqueante, circulando por sinuosos caminos de tierra roja, entre vertiginosos desfiladeros de montañas desforestadas y poblados miserables.

Cada cincuenta kilómetros una tropa de soldados, vestidos como bandoleros mexicanos de película, hacía parar el autobús y exigía al conductor una mordida para seguir camino. Los viajeros, hombres y mujeres, ancianos y niños, bajaban entonces y se ponían  a hacer sus necesidades en la misma carretera de tierra, a la vista de todo el mundo, sin un mínimo de intimidad. Actuaban como un rebaño temeroso de cualquier golpe imprevisto por parte de los soldados. Y sin embargo, pasado el control, aplaudían al conductor cada vez que salvaba una curva entre abismos terribles y sonaba la rítmica música africana en su casete para recordar que, una vez más, el pasaje se había librado de morir despeñado por los barrancos.

«Era como viajar por el África negra de las novelas de aventuras de los años 30. Aldeas que eran grupos de chozas de barro con tejado de uralita y ningún servicio sanitario a la vista».

La gente combatía la miseria con el espíritu alegre y despreocupado que domina las Antillas. Era como viajar por el África negra de las novelas de aventuras de los años 30. Aldeas que eran grupos de chozas de barro con tejado de uralita y ningún servicio sanitario a la vista.

Vivir aquello fue demasiado. Llegamos a Cap Haitien y nos hicieron entrar en un cuartel y declarar lo que íbamos a hacer allí. El dueño del hotel cochambroso que ocupamos nos advirtió que no debíamos pasear más allá del atardecer. Y mis expectativas no fueron vanas pues en mitad de la noche escuchamos sobrecogidos el tam tam de la selva, los tambores que avisaban de los ritos vudú. Encerrados en la habitación, insomnes, acosados por mosquitos agresivos y un calor asfixiante, aquella fue una de mis noches eternas.

He regresado a todo eso al mirar las noticias terribles que vienen de Puerto Príncipe estos días. Ya no hay Ton ton Macutes y la dinastía de Papa Doc desapareció, pero continúan los diablos haitianos, los matones siguen estrangulando un país mártir abandonado por Occidente a su propia suerte. Tristes y terribles trópicos que nada tienen que ver con los cuentos del realismo mágico. El primer país en la historia del mundo que en el siglo XIX logró que una rebelión de esclavos africanos contra los colonizadores franceses alcanzara su emancipación es hoy el auténtico corazón de las tinieblas en la Tierra.

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