El Sorolla más desconocido sale a la luz

César Suarez firma en «Cómo cambiar tu vida con Sorolla» la biografía definitiva del más internacional de los pintores valencianos

Soro­lla, en su estu­dio.

De su obra sabe­mos todo; del artis­ta, casi nada. Joa­quín Soro­lla for­mó par­te de ese exclu­si­vo club de valen­cia­nos —al que tam­bién per­te­ne­cie­ron Vicen­te Blas­co Ibá­ñez, Con­cha Piquer o Vicen­te Segre­lles— cuyo nom­bre y pres­ti­gio no cono­ció fron­te­ras y que, qui­zás por tener­los tan pró­xi­mo, el genio hizo de per­der de vis­ta a la per­so­na. Por lo que res­pec­ta al pin­tor valen­ciano, César Suá­rez paga la deu­da con­traí­da con ese olvi­do con Cómo cam­biar tu vida con Soro­lla (Lumen), una mag­ní­fi­ca bio­gra­fía sobre el autor de Paseo a ori­llas del mar o Niños en la pla­ya.

El perio­dis­ta, redac­tor jefe de Tel­va, no solo se que­da en esa luz que refle­jó en sus lien­zos, sino en la que ilu­mi­nó toda su vida y que plas­mó en una de sus últi­mas car­tas, esa que escri­bió pocos días carre­ra a su ami­go Pedro Gil antes de sufrir la hemi­ple­jia que aca­bó con su: «Diviér­te­te cuan­do pue­das hacien­do el bien a todo el mun­do».

«No hay una fór­mu­la exac­ta ni un efec­to Soro­lla, pero sí muchas cosas en su bio­gra­fía que cada uno pue­de apli­car a su día a día. Él fue un hom­bre leal a sus ami­gos y a su mujer, Clo­til­de, obse­sio­na­do con la pin­tu­ra, obse­sio­na­do con su tra­ba­jo, con un afán por des­cu­brir su esti­lo, aun­que tenía un genio natu­ral, y que no se dejó lle­var por ten­den­cias artís­ti­cas sino que desa­rro­lló la suya. Era un hom­bre vehe­men­te, pasio­nal, al que no le gus­ta­ban las doble­ces ni las impos­tu­ras», resu­men Suá­rez. «En cier­to modo, pue­de ser un refle­jo para cual­quier lec­tor».

Su apa­sio­nan­te vida, para­dó­ji­ca­men­te, es poco cono­ci­da. Reque­ri­do por las éli­tes socia­les e inte­lec­tua­les de Euro­pa y Amé­ri­ca, que triun­fó en los salo­nes de París y en la emer­gen­te Nue­va York. Habi­tó el fas­ci­nan­te mun­do de fina­les del siglo XIX e ini­cios del XX, con el desa­rro­llo de la moder­ni­dad y la lle­ga­da de los gran­des inven­tos. Vivió el desen­freno de la Belle Épo­que, el Madrid de las ter­tu­lias y zar­zue­las, y las tri­bu­la­cio­nes de la gene­ra­ción del 98, que cri­ti­có la «ale­gría de vivir» de sus cua­dros.

Tra­ba­ja­dor incan­sa­ble, dis­cre­to, ambi­cio­so y exi­gen­te con­si­go mis­mo, sus mayo­res deseos eran pin­tar a todas horas y estar con su fami­lia. Su his­to­ria es la de un hom­bre de éxi­to que hubie­ra pre­fe­ri­do una exis­ten­cia ano­di­na.

Huér­fano des­de los años por una epi­de­mia de cóle­ra, fue adop­ta­dos por sus tíos, que le lle­vó a la fra­gua a hacer herra­jes para bar­cos, con ape­nas 11 años, pero ya tie­ne una inquie­tud por la pin­tu­ra cuyo ori­gen no está cla­ro. Su tío, el humil­de cerra­je­ro José Pique­res, supo ver su talen­to y le apun­tó a cla­ses de pin­tu­ra. Ahí comien­za su bio­gra­fía artís­ti­ca, la de un cha­val al que en el cole­gio le decían que esta­ba absor­to en «ima­gi­na­cio­nes igno­ra­das». Pocos años des­pués, una beca de la Dipu­tación de Valen­cia, le per­mi­te via­jar a Roma —lue­go París— y con él, su talen­to empie­za a cru­zar fron­te­ras.

Pero de París no le intere­sa la Bohe­mia, «sino que lo suyo es casi un plan de mar­ke­ting», expli­ca Suá­rez. Rodea­do de los más gran­des retra­tis­tas de su épo­ca en el Salón de París —John Sin­ger, Gio­van­ni Bol­di­ni, James McNeill Whistler…— «y él quie­re ser como ellos, quie­re que su obra ser reco­noz­ca. Estu­dia a los artis­tas que ganan pre­mios y se ins­pi­ra en lo mejor de ellos».

«Su obra es cono­ci­da, pero su vida no —expli­ca el autor sobre su libro—. Yo no que­ría abu­rri­do así que recu­rro a los datos, pero tam­bién a la fic­ción para con­tar lo que pudo haber pasa­do como su encuen­tro con Picas­so o de que pudo hablar con Gre­go­rio Mara­ñón, Gal­dós, Una­muno, Baro­ja, Par­do de Bazán… Es fic­ción sobre una base real». Ade­más, se mete en el madri­le­ño Círcu­lo de la Pae­lla Valen­cia­na, con Ben­lliu­re, don­de habla­ba de todo con sus ami­gos, «aun­que no era mucho de con­ver­sa­ción inte­lec­tua­les, espe­cu­la­ti­vas; era más prác­ti­co. Él que­ría pin­tar y los deba­tes le can­sa­ban».

La obra está arti­cu­la alre­de­dor de capí­tu­los con títu­los tipo Cómo man­te­ner el amor toda la vida, Cómo amar tu tie­rra aun­que te due­la, Cómo lle­var el mar en la cabe­za o Cómo apren­der morir (si es que esto es posi­ble). «No se tra­ta de sen­ten­ciar ense­ñan­zas, pero sí de ver cómo vivió Soro­lla en la épo­ca en la que apa­re­cía la elec­tri­ci­dad, los pri­me­ros coches o aero­pla­nos…», expli­ca Sua­rez.

Para el escri­tor, «Soro­lla es el últi­mo gran pin­tor antes de las van­guar­dias, y su arte sigue total­men­te vigen­te. Esa fuer­za se man­tie­ne y se ve en sus cua­dros o en casa museo, que com­pró con una bol­sa enor­me de dine­ro que ganó en Esta­dos Uni­dos, tras con­ver­tir­se en el pin­tor de moda de Nue­va York y una gira por el país que le lle­va inclu­so a retra­tar al pre­si­den­te Taft».

Una casa de la que está pen­dien­te de has­ta el últi­mo deta­lle duran­te su cons­truc­ción, refle­jo de su carác­ter per­fec­cio­nis­ta, pero en la que tam­bién se ve la pre­sen­cia de Clo­til­de, un per­so­na­je fas­ci­nan­te y a des­cu­brir, «que es quien le da el equi­li­brio emo­cio­nal que nece­si­ta­ba».

Pero si Soro­lla es des­co­no­ci­do, Clo­til­de pare­ce un per­so­na­je secun­da­rio, pese a que su figu­ra en fun­da­men­tal. «Es mi car­ne, mi vida, mi cere­bro», lle­gó a decir. «Le apo­yó en todos los sen­ti­dos, des­de hacer catá­lo­gos a pla­near via­jes, pero tam­bién a nivel emo­cio­nal». No sor­pren­de pues que la can­ti­dad de veces que apa­re­ce en sus obras. «Debe ser la mujer de un pin­tor más retra­ta­da de la his­to­ria», bro­mea el autor. De esta mujer que habla­ba inglés y fran­cés, con un nivel cul­tu­ral muy ele­va­do para la épo­ca, tam­bién des­ta­ca su dis­cre­ción y su esca­so inte­rés por la vida artís­ti­ca que les rodeó.

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