“El final de Canal 9 deja un montón de incógnitas sobre la mesa respecto al devenir de un sector audiovisual local”.
Todavía están calientes los rescoldos del incendio del fallido asalto al poder mediático autonómico por antonomasia, conocido como RTVV, acaecido en la primera semana del mes de noviembre. Por escasos consejeros, casi se queda el PP con minoría en el Consejo de Administración, y la oposición en bloque, el quórum y mayoría suficiente para blindarse durante más de cinco años en el poder del más importante medio audiovisual de la Comunidad, pagado por todos y dirigido por quien lleva dos décadas sin gozar del favor de las urnas.
El desenlace de la aventura de la flamante directora general es de todos conocido, y lo mismo ocurre con la suerte deparada al expediente de regulación de empleo de la “repesca” de los 186 técnicos a mitad ejecución del mismo. También es evidente, a estas alturas, el desenlace y destino del medio público al tener que reincorporar a la totalidad de la plantilla para, en el mejor de los supuestos, volver a iniciar otro ERE cuya negociación y tramitación puede acabar con idéntico resultado. Con el agravante de no contar con la inviabilidad económica como telón de fondo, puesto que el patrimonio del ente se encuentra equilibrado desde la constitución del mismo.
El final de Canal 9 deja un montón de incógnitas sobre la mesa respecto al devenir de un sector audiovisual local que, de una manera u otra, ha sido dependiente exclusivo del medio a desaparecer. Dicha dependencia es una lacra, y hay que reconocer que cualquier otra actividad económica que esté en la misma situación incurre en un riesgo impresionante y su destino está escrito en el libro de su cliente único, por lo que no parece muy legitimado para rasgarse las vestiduras cuando aquél deviene insolvente o desaparece. Ha tenido tiempo y posibilidades de diversificar su clientela a lo largo de muchos años, y no lo ha hecho porque era más cómodo insistir en la conocida zona de confort.
En cuanto a los trabajadores del ente, desgraciadamente seguirán el mismo destino que casi seis millones de españoles más, pero sorprende y sonroja ver lo maltratados que estaban y el desconocimiento que teníamos todos los demás de su precaria situación liberticida. De acuerdo que no tienen la obligación de ser héroes, pero tampoco el derecho a aparecer como víctimas cuando era más cómodo vivir el día a día, y de final de mes en final de mes, mientras se ultrajaba su honor profesional. Hay que ser más consecuentes y echar mano de la dignidad personal y profesional, con todas las consecuencias, cuando ésta se ve comprometida, o permanecer igual de callado cuando termina la situación de conveniencia con la que se ha vivido durante décadas.
La finalidad de la RTVV como aparato de difusión de la lengua valenciana, herramienta de cohesión de los ciudadanos de esta Comunidad, y servicio para fomentar la cultura y tradición propia, ha sido un auténtico fiasco, y la prueba palpable de una afirmación tan contundente es la exigua audiencia que tenían, tanto la radio, como la televisión. Es cierto que hubo momentos de gloria en cuanto a seguidores, pero a costa de productos tan poco edificantes como A guanyar diners, Tómbola o las millonarias retransmisiones de fútbol, Fórmulas 1, o similares. Si esos medios justifican el fin de la cadena, llegaríamos al absurdo de considerar Torrente, el brazo tonto de la ley una producción de interés público para la difusión de las peores prácticas de investigación policial.
La falta de vertebración de la Comunidad, de interés por la normalización de la lengua valenciana y por la cultura y tradición propia, está grabada en la huella genética de los habitantes de nuestra Comunidad, y me temo que no la cambiaríamos ni con un Goebbels al frente de la más poderosa máquina propagandística que pudiera existir. Nos une nuestra incredulidad frente a los dogmas políticos y lingüísticos, somos equidistantes entre el nordeste y el centro de España, se habla tanto castellano como valenciano, se recela tanto de una provincia como de la otra. Los valencianos somos los únicos que hacemos monumentos artísticos cíclicos y todos acaban siendo pasto de las llamas, no sin antes causar admiración y atracción a propios y extraños, haber alardeado de la dificultad en su creación y manejo y, por supuesto, haber repartido todo tipo de premios y galardones a todos ellos. Entre dichos monumentos incendiarios se encuentran las que fueron tercera y cuarta caja de ahorros españolas, un banco local centenario, una RTVV pública sin audiencia, un parque de atracciones ruinoso, unos estudios de cine megalómano, un complejo temático de un arquitecto suizo nacido en Benimàmet, un aeropuerto para pruebas de velocidad de coches de carrera, una feria muestrario para vender objetos de decoración, una marina sin yates, etc.
Pero tranquilos, estamos terminando la fase más triste de nuestro ciclo shumpeteriano de destrucción creativa autonómica, y sin quemar nuestros monumentos no podremos sentar las bases de los próximos, que seguro que nos darán grandes tardes de gloria y alegría… hasta que los quememos de nuevo entre lágrimas, aplausos y pólvora mediática.
“El final de Canal 9 deja un montón de incógnitas sobre la mesa respecto al devenir de un sector audiovisual local”.
Todavía están calientes los rescoldos del incendio del fallido asalto al poder mediático autonómico por antonomasia, conocido como RTVV, acaecido en la primera semana del mes de noviembre. Por escasos consejeros, casi se queda el PP con minoría en el Consejo de Administración, y la oposición en bloque, el quórum y mayoría suficiente para blindarse durante más de cinco años en el poder del más importante medio audiovisual de la Comunidad, pagado por todos y dirigido por quien lleva dos décadas sin gozar del favor de las urnas.
El desenlace de la aventura de la flamante directora general es de todos conocido, y lo mismo ocurre con la suerte deparada al expediente de regulación de empleo de la “repesca” de los 186 técnicos a mitad ejecución del mismo. También es evidente, a estas alturas, el desenlace y destino del medio público al tener que reincorporar a la totalidad de la plantilla para, en el mejor de los supuestos, volver a iniciar otro ERE cuya negociación y tramitación puede acabar con idéntico resultado. Con el agravante de no contar con la inviabilidad económica como telón de fondo, puesto que el patrimonio del ente se encuentra equilibrado desde la constitución del mismo.
El final de Canal 9 deja un montón de incógnitas sobre la mesa respecto al devenir de un sector audiovisual local que, de una manera u otra, ha sido dependiente exclusivo del medio a desaparecer. Dicha dependencia es una lacra, y hay que reconocer que cualquier otra actividad económica que esté en la misma situación incurre en un riesgo impresionante y su destino está escrito en el libro de su cliente único, por lo que no parece muy legitimado para rasgarse las vestiduras cuando aquél deviene insolvente o desaparece. Ha tenido tiempo y posibilidades de diversificar su clientela a lo largo de muchos años, y no lo ha hecho porque era más cómodo insistir en la conocida zona de confort.
En cuanto a los trabajadores del ente, desgraciadamente seguirán el mismo destino que casi seis millones de españoles más, pero sorprende y sonroja ver lo maltratados que estaban y el desconocimiento que teníamos todos los demás de su precaria situación liberticida. De acuerdo que no tienen la obligación de ser héroes, pero tampoco el derecho a aparecer como víctimas cuando era más cómodo vivir el día a día, y de final de mes en final de mes, mientras se ultrajaba su honor profesional. Hay que ser más consecuentes y echar mano de la dignidad personal y profesional, con todas las consecuencias, cuando ésta se ve comprometida, o permanecer igual de callado cuando termina la situación de conveniencia con la que se ha vivido durante décadas.
La finalidad de la RTVV como aparato de difusión de la lengua valenciana, herramienta de cohesión de los ciudadanos de esta Comunidad, y servicio para fomentar la cultura y tradición propia, ha sido un auténtico fiasco, y la prueba palpable de una afirmación tan contundente es la exigua audiencia que tenían, tanto la radio, como la televisión. Es cierto que hubo momentos de gloria en cuanto a seguidores, pero a costa de productos tan poco edificantes como A guanyar diners, Tómbola o las millonarias retransmisiones de fútbol, Fórmulas 1, o similares. Si esos medios justifican el fin de la cadena, llegaríamos al absurdo de considerar Torrente, el brazo tonto de la ley una producción de interés público para la difusión de las peores prácticas de investigación policial.
La falta de vertebración de la Comunidad, de interés por la normalización de la lengua valenciana y por la cultura y tradición propia, está grabada en la huella genética de los habitantes de nuestra Comunidad, y me temo que no la cambiaríamos ni con un Goebbels al frente de la más poderosa máquina propagandística que pudiera existir. Nos une nuestra incredulidad frente a los dogmas políticos y lingüísticos, somos equidistantes entre el nordeste y el centro de España, se habla tanto castellano como valenciano, se recela tanto de una provincia como de la otra. Los valencianos somos los únicos que hacemos monumentos artísticos cíclicos y todos acaban siendo pasto de las llamas, no sin antes causar admiración y atracción a propios y extraños, haber alardeado de la dificultad en su creación y manejo y, por supuesto, haber repartido todo tipo de premios y galardones a todos ellos. Entre dichos monumentos incendiarios se encuentran las que fueron tercera y cuarta caja de ahorros españolas, un banco local centenario, una RTVV pública sin audiencia, un parque de atracciones ruinoso, unos estudios de cine megalómano, un complejo temático de un arquitecto suizo nacido en Benimàmet, un aeropuerto para pruebas de velocidad de coches de carrera, una feria muestrario para vender objetos de decoración, una marina sin yates, etc.
Pero tranquilos, estamos terminando la fase más triste de nuestro ciclo shumpeteriano de destrucción creativa autonómica, y sin quemar nuestros monumentos no podremos sentar las bases de los próximos, que seguro que nos darán grandes tardes de gloria y alegría… hasta que los quememos de nuevo entre lágrimas, aplausos y pólvora mediática.
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