No me suelen gustar los obituarios, y mucho menos las hagiografías postmortem tan queridas en este país nuestro de natural cainita. Pero por esta vez me siento obligada, tanto en lo sentimental como en lo colectivo ante la ausencia de Carmen Alborch Bataller, la habitante del 17 de Gil y Morte, galerista de la Temple, jovencísima decana que sacó al Derecho universitario del oscurantismo para conferirle una chispa que ya nunca más tendría desde el asesinato del profesor Manuel Broseta Pont.
Ya saben de su curriculum como política cultural bajo el impulso de Ciprià Ciscar, tripulando la rehabilitación del cine Rialto de Cayetano Borso / Cristina Grau y el nacimiento del IVAM, donde obtuvo un reconocimiento extraordinario gracias a su decidida apuesta por el talento de un joven y silencioso curator, Vicent Todolí.
Luego vendría el Ministerio con Felipe González, inaugurado con aquella aclamación general en las Cortes ante su poderosa feminidad enfundada en un vestuario siempre a la vanguardia. Paseó con su inseparable Josevi Plaza docenas de atuendos diseñados por Francis Montesinos, entre un Vivienne Westwood, un Miyake o un Paul Smith, abrigos y blazers de aires neoplasticistas y sombreros originales con pendientes abstractos.
La modernidad de Carmen Alborch no fue nunca impostada sino un compromiso de liberación personal, una victoria estética contra el retraso de un país y la postración de las mujeres. Feminista sí, pero también, y mucho, femenina, una luminaria moderna en cualquier caso para un país que se estaba quitando los pelos de la dehesa.
Y ahora son todo parabienes cuando en más de un momento lo pasó mal aquí, arrinconada por la fontanería de la política mientras en Madrid seguía ejerciendo de embajadora cultural de una valencianidad cosmopolita y colorista tantas veces frustrada por las banderías, la coentor y las horteradas. Descanse en paz, su alma serena fotografiada por Ouka Lele. Yo la recordaré siempre en mi boda con Juan Lagardera, cuando se bailó un maravilloso foxtrot con el arquitecto Juanjo Estellés. Era un verano de 2005.
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