la quiebra moral y
económica de valencia
La realidad es una mera percepción como no cansan de recordarnos los metafísicos y los terapeutas. La realidad actual, mismamente, es una percepción que en muchas ocasiones se tamiza a través de los medios de comunicación. Lo que quiere decir, en palabras bien sencillas, que los medios no cuentan la realidad sino que la fabrican.
Me extralimito en este preámbulo toda vez que en las últimas semanas se ha generado la idea de que Valencia –el topónimo por una vez ha servido para designar a la ciudad y a la región– no es solo un territorio quebrado en lo financiero sino también en lo moral.
En un giro informativo con un claro sesgo político se ha lanzado la especie de que tras dos décadas de gobiernos conservadores, Valencia es poco menos que un páramo económico, donde ha aflorado la corrupción de un modo generalizado, la ineptitud gestora ha campado por sus fueros y se ha multiplicado un incontrolado despilfarro de las arcas públicas.
Y puede que sea cierto que algunos datos empíricos juegan ahora en contra de Valencia. Ya lo dijimos no hace mucho en estas mismas páginas a propósito de la pérdida de las cajas y bancos de su obediencia valenciana. O a cuenta del desastre que la gestión de Juan Soler propició en la principal institución afectiva de los valencianos, su club de fútbol, ahora en trance de superación gracias a nuevos dirigentes.
No es menos cierto que algunos líderes políticos se han visto inmersos en causas judiciales por cohechos y otras malversaciones, pero no en un grado superior al que hayamos visto en Cataluña, Baleares o Andalucía, y desde luego nadie en sus cabales osaría decir algo así como que las estafas del antiguo director del Palau de la Música de Barcelona, del caso Palma Arena o del Brugal en Alicante confirman la tendencia de la costa mediterránea a la corrupción.
Conviene, pues, no generalizar, y desde luego no confundir un relato periodístico con la verdad, a la que ya no aspiran ni los historiadores, liberados al fin de los cuentos chinos marxistas que asumían una supuesta realidad científica de la historia.
Así que ni tanto ni tan calvo. No eramos los mejores del mundo mundial como algunas derivas políticas, casi neoperonistas, nos hacían creer no hace mucho. Ni ahora somos poco menos que una ruina asolada por una turba de sinvergüenzas amparados en siglas políticas.
Nuestro pecado como valencianos, en cualquier caso, fue creernos que tendríamos crédito sin límites hasta el fin de los tiempos. Pero es que apenas hace cinco años los economistas valoraban, precisamente, nuestra capacidad de consumo interno –igual que los norteamericanos, decían–, frente al inmovilismo ahorrativo de otras sociedades que mostraban entonces un menor dinamismo económico que la nuestra.
Por lo demás, compartimos malestares con muchos de nuestros semejantes. No somos más corruptos, me consta, que catalanes o andaluces, no hemos hecho más aeropuertos o universidades poco eficientes que los gobiernos socialistas de Castilla o los nacionalistas de Cataluña. Hemos politizado las cajas de ahorro tanto o menos que otras autonomías. Y las apuestas por grandes eventos y centros de ocio son muy parecidas a otras, bastante menos onerosas, por ejemplo, que las Olimpiadas o el Forum de Barcelona, la Expo de Sevilla o el complejo cultural de Santiago de Compostela.
La alocada apuesta inmobiliaria, por lo demás, la compartimos con Andalucía, Baleares o Madrid. Y la desastrosa gestión de las cajas se reproduce en casi todo el país, teniendo en cuenta, además, que en los consejos de dichas entidades había políticos y zánganos provenientes de todos los partidos en liza.
No es de recibo, pues, este descrédito tan sin medida ni matiz hacia lo valenciano. Cuando resulta que somos la única región española leal y sin complejos al proyecto común de España –lo dice hasta nuestro himno–, siendo la única capaz de poder elegir entre ese proyecto y otro más en consonancia con el pasado de la Corona de Aragón –que no científico como los erráticos neofusterianos siguen preconizando.
El valenciano medio es, precisamente, un modelo de emprendedor, que entronca con la tradición mercantil latina, y que se cimenta sobre epopeyas anónimas que van desde la desecación de la Albufera que glosara Blasco Ibáñez a la exportación de cítricos a Europa y hasta de muebles a Oriente Medio.
Empresarios como Juan Roig, Héctor Colonques, Vicente Boluda, Adolfo Utor, Francisco Pons, Fernando Ballester de Martinavarro, los Navarro de Carmencita, Pedro López de Valor, Paco Segura, Francisco Andreu de sillas del mundo, Federico Michavila de Torrecid… por no hablar de los hoteleros de Benidorm, los zapateros de Elche y Elda… Todos ellos marcan caminos a seguir. Los valencianos seguirán en pie, levantándose otra vez.
Conviene leer el editorial del pasado 19 de enero de Las Provincias: “Valencia es mucho más”. http://www.lasprovincias.es/v/20120119/opinion/valencia-mucho-20120119.html
la quiebra moral y
económica de valencia
La realidad es una mera percepción como no cansan de recordarnos los metafísicos y los terapeutas. La realidad actual, mismamente, es una percepción que en muchas ocasiones se tamiza a través de los medios de comunicación. Lo que quiere decir, en palabras bien sencillas, que los medios no cuentan la realidad sino que la fabrican.
Me extralimito en este preámbulo toda vez que en las últimas semanas se ha generado la idea de que Valencia –el topónimo por una vez ha servido para designar a la ciudad y a la región– no es solo un territorio quebrado en lo financiero sino también en lo moral.
En un giro informativo con un claro sesgo político se ha lanzado la especie de que tras dos décadas de gobiernos conservadores, Valencia es poco menos que un páramo económico, donde ha aflorado la corrupción de un modo generalizado, la ineptitud gestora ha campado por sus fueros y se ha multiplicado un incontrolado despilfarro de las arcas públicas.
Y puede que sea cierto que algunos datos empíricos juegan ahora en contra de Valencia. Ya lo dijimos no hace mucho en estas mismas páginas a propósito de la pérdida de las cajas y bancos de su obediencia valenciana. O a cuenta del desastre que la gestión de Juan Soler propició en la principal institución afectiva de los valencianos, su club de fútbol, ahora en trance de superación gracias a nuevos dirigentes.
No es menos cierto que algunos líderes políticos se han visto inmersos en causas judiciales por cohechos y otras malversaciones, pero no en un grado superior al que hayamos visto en Cataluña, Baleares o Andalucía, y desde luego nadie en sus cabales osaría decir algo así como que las estafas del antiguo director del Palau de la Música de Barcelona, del caso Palma Arena o del Brugal en Alicante confirman la tendencia de la costa mediterránea a la corrupción.
Conviene, pues, no generalizar, y desde luego no confundir un relato periodístico con la verdad, a la que ya no aspiran ni los historiadores, liberados al fin de los cuentos chinos marxistas que asumían una supuesta realidad científica de la historia.
Así que ni tanto ni tan calvo. No eramos los mejores del mundo mundial como algunas derivas políticas, casi neoperonistas, nos hacían creer no hace mucho. Ni ahora somos poco menos que una ruina asolada por una turba de sinvergüenzas amparados en siglas políticas.
Nuestro pecado como valencianos, en cualquier caso, fue creernos que tendríamos crédito sin límites hasta el fin de los tiempos. Pero es que apenas hace cinco años los economistas valoraban, precisamente, nuestra capacidad de consumo interno –igual que los norteamericanos, decían–, frente al inmovilismo ahorrativo de otras sociedades que mostraban entonces un menor dinamismo económico que la nuestra.
Por lo demás, compartimos malestares con muchos de nuestros semejantes. No somos más corruptos, me consta, que catalanes o andaluces, no hemos hecho más aeropuertos o universidades poco eficientes que los gobiernos socialistas de Castilla o los nacionalistas de Cataluña. Hemos politizado las cajas de ahorro tanto o menos que otras autonomías. Y las apuestas por grandes eventos y centros de ocio son muy parecidas a otras, bastante menos onerosas, por ejemplo, que las Olimpiadas o el Forum de Barcelona, la Expo de Sevilla o el complejo cultural de Santiago de Compostela.
La alocada apuesta inmobiliaria, por lo demás, la compartimos con Andalucía, Baleares o Madrid. Y la desastrosa gestión de las cajas se reproduce en casi todo el país, teniendo en cuenta, además, que en los consejos de dichas entidades había políticos y zánganos provenientes de todos los partidos en liza.
No es de recibo, pues, este descrédito tan sin medida ni matiz hacia lo valenciano. Cuando resulta que somos la única región española leal y sin complejos al proyecto común de España –lo dice hasta nuestro himno–, siendo la única capaz de poder elegir entre ese proyecto y otro más en consonancia con el pasado de la Corona de Aragón –que no científico como los erráticos neofusterianos siguen preconizando.
El valenciano medio es, precisamente, un modelo de emprendedor, que entronca con la tradición mercantil latina, y que se cimenta sobre epopeyas anónimas que van desde la desecación de la Albufera que glosara Blasco Ibáñez a la exportación de cítricos a Europa y hasta de muebles a Oriente Medio.
Empresarios como Juan Roig, Héctor Colonques, Vicente Boluda, Adolfo Utor, Francisco Pons, Fernando Ballester de Martinavarro, los Navarro de Carmencita, Pedro López de Valor, Paco Segura, Francisco Andreu de sillas del mundo, Federico Michavila de Torrecid… por no hablar de los hoteleros de Benidorm, los zapateros de Elche y Elda… Todos ellos marcan caminos a seguir. Los valencianos seguirán en pie, levantándose otra vez.
Conviene leer el editorial del pasado 19 de enero de Las Provincias: “Valencia es mucho más”. http://www.lasprovincias.es/v/20120119/opinion/valencia-mucho-20120119.html
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