No es la primera vez que lo escribo ni será la última, pues creo firmemente en el valor estético de la ciudad. Y considero que más allá de la calidad de los edificios que conforman la misma casi es más importante su estado de conservación. Por suerte hemos avanzado muchísimo en ese ámbito, y cada vez menos las fachadas se muestran desconchadas o herrumbrosas tras una de andamios, restauración y pintura que las deja renovadas.
Pero eso mismo que afecta al frente escenográfico de la calle, en idéntica medida hay que aplicarlo a la propia vía urbana, desde su pavimento al mobiliario, la iluminación o el arbolado.
Cualquiera sabe del valor añadido que significa transitar por una calle de agradable vegetación, convivir, por ejemplo, con los árboles del amor o de judea que circundan la calle Cirilo Amorós, con las palmeras datileras de la avenida del Reino o los tilos de Burriana, por no hablar de las lilas persas o los cinamomos de la calle más elegante de Valencia, que no es otra que Sorní.
Pero en el camino hacia el diseño urbano de calidad aún nos queda mucho por recorrer. Cierto es que la particular sensibilidad de la alcaldesa Rita Barberá y la buena disposición de las contratas de medio ambiente han dotado a la ciudad de un buen grado de mantenimiento tanto de sus jardines como de sus arboledas y demás elementos verdes, por más que echemos en falta un mayor número de superficies sin asfalto.
Las nuevas avenidas que van hacia el Marítimo, por ejemplo, han sido oportunidades verdes perdidas, pero en cambio a mi me parece un logro el puente de las Flores, cien veces más bonito y agradable –y barato– que el enfático “jamonero” plantificado por el genio desbocado de Santiago Calatrava junto a la Ciudad de las Ciencias, del que me gustan mucho más los puentes de la Alameda y del 9 d’Octubre, este último, por cierto, todavía por culminar en su lámina de agua.
Nos queda por avanzar, por ejemplo, en poner orden y concierto a esa plétora de artefactos que componen semáforos, muppis, papeleras, farolas, contenedores o señales de tráfico que atiborran las aceras. Por no hablar de las aceras mismas, que salvo excepciones, siguen siendo pavimentadas con unos horribles cuadrilateros hidráulicos de mucha resistencia antivandálica pero pésimo gusto.
Bastante fallida ha sido, sirva otro ejemplo, la reforma de la Gran Vía, donde a un suelo antirrugoso y agradable se han añadido unos bordillos metálicos poco adecuados así como unos muebles de aires modernos y chirriantes.
La calle es demasiado importante en la recreación estética de nuestra vida cotidiana, así que conviene cuidarla, darle mimo y rigor. No se puede colocar cualquier cosa, ni cada servicio municipal puede tomarla a su antojo.
Particularmente dañina es la ocupación de la calle por obras de arte, o supuestas obras de arte, que sin ton ni son ubica no se sabe muy bien quién. La reflexión está bien traída porque el propio Ayuntamiento y la Universitat de Valéncia han iniciado un programa de exhibición de grandes piezas escultóricas en la emblemática plaza del Patriarca.
Ese programa se ha iniciado con una pieza sobresalientemente mayúscula, Cabeza pensante, de Miquel Navarro, a la que dedicamos nuestra portada. La nueva presencia de Navarro en un enclave de la ciudad, tras su Pantera rosa y su Parotet, esta vez con un aire menos monumental, más cercano al transeúnte, dotan a la iniciativa de trascendencia artística.
Pero conviene que pensemos en ello. En el increíble valor que tiene hacer las cosas bien en nuestros espacios públicos, confiando en artistas de verdadera calidad la creación sobre dichos lugares. No estaría de más que como ocurre en Barcelona, una comisión de expertos pusiera coto a los desmanes, a esas donaciones envenenadas de artistas de segunda fila o a decisiones extravagantes como las de algunos ingenieros que, a cuenta del 1% de los fondos de obras públicas destinados a ornato artístico, nos ha plantificado arbitrariedades estéticas del tamaño de los ya famosos anzuelos de la rotonda de entrada sur a Valencia.
De ese modo nos ahorraríamos polémicas y descréditos, como el que sufrió el pobre alcalde madrileño Álvarez del Manzano con la escultura de la Violetera. Por suerte para Madrid, el nuevo concejal de las artes de la capital no es otro que el valenciano Fernando Villalonga, a quien aprovechamos para felicitarle desde estas páginas por su nombramiento.
No es la primera vez que lo escribo ni será la última, pues creo firmemente en el valor estético de la ciudad. Y considero que más allá de la calidad de los edificios que conforman la misma casi es más importante su estado de conservación. Por suerte hemos avanzado muchísimo en ese ámbito, y cada vez menos las fachadas se muestran desconchadas o herrumbrosas tras una de andamios, restauración y pintura que las deja renovadas.
Pero eso mismo que afecta al frente escenográfico de la calle, en idéntica medida hay que aplicarlo a la propia vía urbana, desde su pavimento al mobiliario, la iluminación o el arbolado.
Cualquiera sabe del valor añadido que significa transitar por una calle de agradable vegetación, convivir, por ejemplo, con los árboles del amor o de judea que circundan la calle Cirilo Amorós, con las palmeras datileras de la avenida del Reino o los tilos de Burriana, por no hablar de las lilas persas o los cinamomos de la calle más elegante de Valencia, que no es otra que Sorní.
Pero en el camino hacia el diseño urbano de calidad aún nos queda mucho por recorrer. Cierto es que la particular sensibilidad de la alcaldesa Rita Barberá y la buena disposición de las contratas de medio ambiente han dotado a la ciudad de un buen grado de mantenimiento tanto de sus jardines como de sus arboledas y demás elementos verdes, por más que echemos en falta un mayor número de superficies sin asfalto.
Las nuevas avenidas que van hacia el Marítimo, por ejemplo, han sido oportunidades verdes perdidas, pero en cambio a mi me parece un logro el puente de las Flores, cien veces más bonito y agradable –y barato– que el enfático “jamonero” plantificado por el genio desbocado de Santiago Calatrava junto a la Ciudad de las Ciencias, del que me gustan mucho más los puentes de la Alameda y del 9 d’Octubre, este último, por cierto, todavía por culminar en su lámina de agua.
Nos queda por avanzar, por ejemplo, en poner orden y concierto a esa plétora de artefactos que componen semáforos, muppis, papeleras, farolas, contenedores o señales de tráfico que atiborran las aceras. Por no hablar de las aceras mismas, que salvo excepciones, siguen siendo pavimentadas con unos horribles cuadrilateros hidráulicos de mucha resistencia antivandálica pero pésimo gusto.
Bastante fallida ha sido, sirva otro ejemplo, la reforma de la Gran Vía, donde a un suelo antirrugoso y agradable se han añadido unos bordillos metálicos poco adecuados así como unos muebles de aires modernos y chirriantes.
La calle es demasiado importante en la recreación estética de nuestra vida cotidiana, así que conviene cuidarla, darle mimo y rigor. No se puede colocar cualquier cosa, ni cada servicio municipal puede tomarla a su antojo.
Particularmente dañina es la ocupación de la calle por obras de arte, o supuestas obras de arte, que sin ton ni son ubica no se sabe muy bien quién. La reflexión está bien traída porque el propio Ayuntamiento y la Universitat de Valéncia han iniciado un programa de exhibición de grandes piezas escultóricas en la emblemática plaza del Patriarca.
Ese programa se ha iniciado con una pieza sobresalientemente mayúscula, Cabeza pensante, de Miquel Navarro, a la que dedicamos nuestra portada. La nueva presencia de Navarro en un enclave de la ciudad, tras su Pantera rosa y su Parotet, esta vez con un aire menos monumental, más cercano al transeúnte, dotan a la iniciativa de trascendencia artística.
Pero conviene que pensemos en ello. En el increíble valor que tiene hacer las cosas bien en nuestros espacios públicos, confiando en artistas de verdadera calidad la creación sobre dichos lugares. No estaría de más que como ocurre en Barcelona, una comisión de expertos pusiera coto a los desmanes, a esas donaciones envenenadas de artistas de segunda fila o a decisiones extravagantes como las de algunos ingenieros que, a cuenta del 1% de los fondos de obras públicas destinados a ornato artístico, nos ha plantificado arbitrariedades estéticas del tamaño de los ya famosos anzuelos de la rotonda de entrada sur a Valencia.
De ese modo nos ahorraríamos polémicas y descréditos, como el que sufrió el pobre alcalde madrileño Álvarez del Manzano con la escultura de la Violetera. Por suerte para Madrid, el nuevo concejal de las artes de la capital no es otro que el valenciano Fernando Villalonga, a quien aprovechamos para felicitarle desde estas páginas por su nombramiento.
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