A fecha de hoy, son muchos los cambios que la economía española ha experimentado desde que se desató el temporal de las hipotecas subprime, la deuda soberana de baja calidad, la crisis bancaria, etc. Y no somos los únicos europeos que hemos sufrido las consecuencias del estallido de la burbuja especulativa producto del exceso de apalancamiento generalizado, pues toda la periferia europea, los Estados Unidos, Inglaterra, Francia incluso, en mayor o menor medida, de una u otra manera, también han sufrido lo están haciendo a causa de los mismos males. La reforma laboral, llevada a cabo por el actual Gobierno, no deja satisfechos plenamente ni, a los que les gustaría que hubiera sido más ambiciosa de cara al abaratamiento de los despidos, ni a los que se negaban a que se rebajaran los días de indemnización o se ampliaran las causas de despido. Puede que, inicialmente, haya favorecido una agilización de los procesos de regulación de empleo empresariales, pero también es verdad que no se pueden mantener artificialmente plantillas, cuando no han bajado drásticamente las ventas y la producción. Lo contrario es engañarnos. En la Unión Soviética no había desempleo, pero no había productividad, y lo único que había era reparto de pobreza y acumulación de déficit. En la lucha por recuperar la productividad, los costes salariales de un país son esenciales. Como también lo son los costes energéticos, que en España son altos y acumulan pérdidas encubiertas en déficits tarifarios. Y también es esencial el coste y el buen funcionamiento de la Administración Pública. Del buen funcionamiento de la Administración es importante hablar, y más ahora, cuando da la sensación que con cada día que pasa surge un nuevo escándalo sobre las malas prácticas de los partidos políticos y los gobernantes. Es muy poco edificante, y no ayuda nada a recuperar la credibilidad de nuestra economía, todo lo que suene a irregularidad en el entorno del ejercicio del poder. Y cuando antes actúe la justicia y resuelva los casos que vayan surgiendo, antes podremos empezar a homologarnos con países de gran tradición democrática. En lo tocante al coste de la Administración, hay que señalar que es el gran tema pendiente del Gobierno de España, de las Autonomías, los Ayuntamientos y Diputaciones… Nuestro país ha mantenido históricamente una relación de gasto público respecto al PIB en torno al 35/40%, mientras que Alemania o los EEUU lo estaban 10 puntos por encima. Desde el estallido de la crisis, y seguramente debido al incremento del gasto en los estabilizadores sociales (desempleo, coberturas sociales, ayudas a parados de larga duración…) y el descenso del PIB, lo cierto es que hemos acortado drásticamente dicha brecha. El problema es que nuestro país no tiene la productividad alemana, por lo que para nosotros es insostenible ese ratio. El conjunto de las administraciones tiene que adelgazar sus estructuras, hacer más con menos recursos de todo tipo, incluidos los humanos. Las plantillas de funcionarios están sobredimensionadas, especialmente en los estratos de menor cualificación. Además, y motivado por el populismo demagógico de los sucesivos gobernantes, la escala salarial no está adecuada a la cualificación y responsabilidad de las distintas funciones y puestos laborales. De hecho, hay administrativos/as básicos cobrando igual o más que técnicos con titulación superior. Esto encarece el coste de los servicios públicos, y desmotiva a los más preparados para trabajar más y mejor, pues no es justo que quien más responsabilidades asume, y más ha invertido en su preparación, tenga la remuneración de quien no hace o asume tanto, o no está capacitado para ello. Además de profesionalizar y adecuar las plantillas a las tareas, y adaptarlas a los nuevos escenarios tecnológicos (la informática y las telecomunicaciones hacen innecesarios muchos miles de puestos auxiliares entre los funcionarios), la administración tiene que repensar qué labores son, o no, necesarias llevar a cabo para que los ciudadanos puedan disfrutar de los derechos y cumplir con sus obligaciones constitucionales, con el coste justo y probada eficiencia. La racionalización de la Administración Pública, por sí sola, sería suficiente para erradicar el déficit público contra el que estamos luchando. Y ello es posible sin malograr los objetivos alcanzados en la sanidad y la educación pública. Se trata de eliminar lo superfluo, lo redundante, lo extravagante, lo insostenible, y centrarse en lo básico, lo esencial, lo necesario. Los ahorros serían impresionantes, aunque hace falta mucha claridad de ideas y coherencia para llevarlo a cabo. ¿Estarán a la altura de las circunstancias nuestros gobernantes? El tiempo lo dirá…
A fecha de hoy, son muchos los cambios que la economía española ha experimentado desde que se desató el temporal de las hipotecas subprime, la deuda soberana de baja calidad, la crisis bancaria, etc. Y no somos los únicos europeos que hemos sufrido las consecuencias del estallido de la burbuja especulativa producto del exceso de apalancamiento generalizado, pues toda la periferia europea, los Estados Unidos, Inglaterra, Francia incluso, en mayor o menor medida, de una u otra manera, también han sufrido lo están haciendo a causa de los mismos males. La reforma laboral, llevada a cabo por el actual Gobierno, no deja satisfechos plenamente ni, a los que les gustaría que hubiera sido más ambiciosa de cara al abaratamiento de los despidos, ni a los que se negaban a que se rebajaran los días de indemnización o se ampliaran las causas de despido. Puede que, inicialmente, haya favorecido una agilización de los procesos de regulación de empleo empresariales, pero también es verdad que no se pueden mantener artificialmente plantillas, cuando no han bajado drásticamente las ventas y la producción. Lo contrario es engañarnos. En la Unión Soviética no había desempleo, pero no había productividad, y lo único que había era reparto de pobreza y acumulación de déficit. En la lucha por recuperar la productividad, los costes salariales de un país son esenciales. Como también lo son los costes energéticos, que en España son altos y acumulan pérdidas encubiertas en déficits tarifarios. Y también es esencial el coste y el buen funcionamiento de la Administración Pública. Del buen funcionamiento de la Administración es importante hablar, y más ahora, cuando da la sensación que con cada día que pasa surge un nuevo escándalo sobre las malas prácticas de los partidos políticos y los gobernantes. Es muy poco edificante, y no ayuda nada a recuperar la credibilidad de nuestra economía, todo lo que suene a irregularidad en el entorno del ejercicio del poder. Y cuando antes actúe la justicia y resuelva los casos que vayan surgiendo, antes podremos empezar a homologarnos con países de gran tradición democrática. En lo tocante al coste de la Administración, hay que señalar que es el gran tema pendiente del Gobierno de España, de las Autonomías, los Ayuntamientos y Diputaciones… Nuestro país ha mantenido históricamente una relación de gasto público respecto al PIB en torno al 35/40%, mientras que Alemania o los EEUU lo estaban 10 puntos por encima. Desde el estallido de la crisis, y seguramente debido al incremento del gasto en los estabilizadores sociales (desempleo, coberturas sociales, ayudas a parados de larga duración…) y el descenso del PIB, lo cierto es que hemos acortado drásticamente dicha brecha. El problema es que nuestro país no tiene la productividad alemana, por lo que para nosotros es insostenible ese ratio. El conjunto de las administraciones tiene que adelgazar sus estructuras, hacer más con menos recursos de todo tipo, incluidos los humanos. Las plantillas de funcionarios están sobredimensionadas, especialmente en los estratos de menor cualificación. Además, y motivado por el populismo demagógico de los sucesivos gobernantes, la escala salarial no está adecuada a la cualificación y responsabilidad de las distintas funciones y puestos laborales. De hecho, hay administrativos/as básicos cobrando igual o más que técnicos con titulación superior. Esto encarece el coste de los servicios públicos, y desmotiva a los más preparados para trabajar más y mejor, pues no es justo que quien más responsabilidades asume, y más ha invertido en su preparación, tenga la remuneración de quien no hace o asume tanto, o no está capacitado para ello. Además de profesionalizar y adecuar las plantillas a las tareas, y adaptarlas a los nuevos escenarios tecnológicos (la informática y las telecomunicaciones hacen innecesarios muchos miles de puestos auxiliares entre los funcionarios), la administración tiene que repensar qué labores son, o no, necesarias llevar a cabo para que los ciudadanos puedan disfrutar de los derechos y cumplir con sus obligaciones constitucionales, con el coste justo y probada eficiencia. La racionalización de la Administración Pública, por sí sola, sería suficiente para erradicar el déficit público contra el que estamos luchando. Y ello es posible sin malograr los objetivos alcanzados en la sanidad y la educación pública. Se trata de eliminar lo superfluo, lo redundante, lo extravagante, lo insostenible, y centrarse en lo básico, lo esencial, lo necesario. Los ahorros serían impresionantes, aunque hace falta mucha claridad de ideas y coherencia para llevarlo a cabo. ¿Estarán a la altura de las circunstancias nuestros gobernantes? El tiempo lo dirá…