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Ade­más de la pres­bi­cia, la cur­va­tu­ra de la infe­li­ci­dad, las sie­nes neva­das, la alu­mi­no­sis de las arti­cu­la­cio­nes, la defo­res­ta­ción cra­neal y otros decli­na­res más eno­jo­sos, he podi­do cons­ta­tar que uno de los sín­to­mas más cla­ros de la vejez es la mani­fies­ta inca­pa­ci­dad para adap­tar­se a los avan­ces tec­no­ló­gi­cos de cada épo­ca, ya sea la rue­ca, la estu­fa de vapor, la máqui­na de escri­bir, la tele­vi­sión con man­do a dis­tan­cia o el orde­na­dor de mesa. Por­que la vejez con­sis­te en cier­to modo en “per­der defi­ni­ti­va­men­te el tren de la moder­ni­dad”, como diría un polí­ti­co afec­to a los tópi­cos dis­cur­si­vos más mani­dos. En mi caso, me di cuen­ta de que había per­di­do ya todos los tre­nes, mien­tras me gana­ba la más angus­tio­sa vejez, cuan­do tuvie­ron la ocu­rren­cia de rega­lar­me un dis­po­si­ti­vo móvil o smartpho­ne (para mí, un telé­fono sin cable), con moti­vo de haber lle­ga­do ren­quean­te a mi pri­mer medio siglo. Me insis­tie­ron mucho en que mi nue­vo y valio­so telé­fono inalám­bri­co esta­ba ben­de­ci­do y mar­ca­do con el sagra­do logo­ti­po de la Míti­ca Man­za­na, pero no se refe­rían a la Fru­ta Prohi­bi­da de Eva, sino al vene­ra­do Sím­bo­lo de la Igle­sia tec­no­ló­gi­ca y Digi­tal fun­da­da por el ascé­ti­co y san­to Jobs.

Para quien no lo sepa (es una iro­nía), un móvil inte­li­gen­te es como una de esas cal­cu­la­do­ras cien­tí­fi­cas de bol­si­llo de hace trein­ta años, pero que en vez de tener muchas teclas y boto­nes cuen­ta con un com­ple­jo tecla­do tác­til y lumi­no­so, no apto para manos siem­pre tem­blo­ro­sas o para grue­sos y tor­pes dedos como pezu­ñas de gana­do por­cino, como es mi caso. Tras pasar­me casi una sema­na leyen­do el manual de ins­truc­cio­nes de mi “esmar­fon”, pri­me­ro en eslo­veno y lue­go en espa­ñol, con­se­guí dis­tin­guir entre las fun­cio­nes “lla­mar” y “fina­li­zar lla­ma­da” (lo que antes era “col­gar”), pero fui inca­paz de des­ci­frar el labe­rín­ti­co pro­ce­di­mien­to para aña­dir y bus­car núme­ros de agen­da o para enviar men­sa­jes de esos que se pue­den escri­bir con erro­res de orto­gra­fía y pala­bras con apó­co­pes que a veces pare­cen la trans­crip­ción foné­ti­ca de las ono­ma­to­pe­yas de un gru­po de pri­ma­tes en celo.

Por for­tu­na, no tar­de ni quin­ce días en per­der mi “esmar­fon” en un taxi. Evi­den­te­men­te, no lo recu­pe­ré, por­que esos dis­po­si­ti­vos móvi­les son obje­tos de deseo muy coti­za­dos, inclu­so entre per­so­nas caba­les y hon­ra­das, pues no sólo sir­ven como telé­fo­nos; tam­bién pue­des ver la tele aun­que no se vea un pijo en su minús­cu­la pan­ta­lli­ta, escu­char la radio aun­que se pier­da la señal cons­tan­te­men­te, nave­gar por Inter­net aun­que se inte­rrum­pa la cone­xión por fal­ta de cober­tu­ra o leer y con­tes­tar correos elec­tró­ni­cos aun­que estés corrien­do una mara­tón o dan­do sal­tos en una ati­bo­rra­da dis­co­te­ca de baka­lao. Al per­der mi esmar­fon con sus nume­ro­sas e inú­ti­les apli­ca­cio­nes, tuve que vol­ver a un vetus­to y anti­cua­do móvil de mar­ca fin­lan­de­sa que me rega­la­ron a fina­les de la déca­da pasa­da, me pare­ce que en el ya remo­to 2009. Se tra­ta de una autén­ti­ca reli­quia, una valio­sa pie­za de museo que mila­gro­sa­men­te aún fun­cio­na, pese a tener más de 50 meses.

Por­que la vida de los móvi­les no se mide en años sino en meses, y el mío está como yo, en ple­na cri­sis de los cin­cuen­ta, en el ini­cio de su obso­les­cen­cia pro­gra­ma­da. Inclu­so su pan­ta­lla empie­za a par­pa­dear más de lo debi­do. Debe ser la pres­bi­cia.

Ade­más de la pres­bi­cia, la cur­va­tu­ra de la infe­li­ci­dad, las sie­nes neva­das, la alu­mi­no­sis de las arti­cu­la­cio­nes, la defo­res­ta­ción cra­neal y otros decli­na­res más eno­jo­sos, he podi­do cons­ta­tar que uno de los sín­to­mas más cla­ros de la vejez es la mani­fies­ta inca­pa­ci­dad para adap­tar­se a los avan­ces tec­no­ló­gi­cos de cada épo­ca, ya sea la rue­ca, la estu­fa de vapor, la máqui­na de escri­bir, la tele­vi­sión con man­do a dis­tan­cia o el orde­na­dor de mesa. Por­que la vejez con­sis­te en cier­to modo en “per­der defi­ni­ti­va­men­te el tren de la moder­ni­dad”, como diría un polí­ti­co afec­to a los tópi­cos dis­cur­si­vos más mani­dos. En mi caso, me di cuen­ta de que había per­di­do ya todos los tre­nes, mien­tras me gana­ba la más angus­tio­sa vejez, cuan­do tuvie­ron la ocu­rren­cia de rega­lar­me un dis­po­si­ti­vo móvil o smartpho­ne (para mí, un telé­fono sin cable), con moti­vo de haber lle­ga­do ren­quean­te a mi pri­mer medio siglo. Me insis­tie­ron mucho en que mi nue­vo y valio­so telé­fono inalám­bri­co esta­ba ben­de­ci­do y mar­ca­do con el sagra­do logo­ti­po de la Míti­ca Man­za­na, pero no se refe­rían a la Fru­ta Prohi­bi­da de Eva, sino al vene­ra­do Sím­bo­lo de la Igle­sia tec­no­ló­gi­ca y Digi­tal fun­da­da por el ascé­ti­co y san­to Jobs.

Para quien no lo sepa (es una iro­nía), un móvil inte­li­gen­te es como una de esas cal­cu­la­do­ras cien­tí­fi­cas de bol­si­llo de hace trein­ta años, pero que en vez de tener muchas teclas y boto­nes cuen­ta con un com­ple­jo tecla­do tác­til y lumi­no­so, no apto para manos siem­pre tem­blo­ro­sas o para grue­sos y tor­pes dedos como pezu­ñas de gana­do por­cino, como es mi caso. Tras pasar­me casi una sema­na leyen­do el manual de ins­truc­cio­nes de mi “esmar­fon”, pri­me­ro en eslo­veno y lue­go en espa­ñol, con­se­guí dis­tin­guir entre las fun­cio­nes “lla­mar” y “fina­li­zar lla­ma­da” (lo que antes era “col­gar”), pero fui inca­paz de des­ci­frar el labe­rín­ti­co pro­ce­di­mien­to para aña­dir y bus­car núme­ros de agen­da o para enviar men­sa­jes de esos que se pue­den escri­bir con erro­res de orto­gra­fía y pala­bras con apó­co­pes que a veces pare­cen la trans­crip­ción foné­ti­ca de las ono­ma­to­pe­yas de un gru­po de pri­ma­tes en celo.

Por for­tu­na, no tar­de ni quin­ce días en per­der mi “esmar­fon” en un taxi. Evi­den­te­men­te, no lo recu­pe­ré, por­que esos dis­po­si­ti­vos móvi­les son obje­tos de deseo muy coti­za­dos, inclu­so entre per­so­nas caba­les y hon­ra­das, pues no sólo sir­ven como telé­fo­nos; tam­bién pue­des ver la tele aun­que no se vea un pijo en su minús­cu­la pan­ta­lli­ta, escu­char la radio aun­que se pier­da la señal cons­tan­te­men­te, nave­gar por Inter­net aun­que se inte­rrum­pa la cone­xión por fal­ta de cober­tu­ra o leer y con­tes­tar correos elec­tró­ni­cos aun­que estés corrien­do una mara­tón o dan­do sal­tos en una ati­bo­rra­da dis­co­te­ca de baka­lao. Al per­der mi esmar­fon con sus nume­ro­sas e inú­ti­les apli­ca­cio­nes, tuve que vol­ver a un vetus­to y anti­cua­do móvil de mar­ca fin­lan­de­sa que me rega­la­ron a fina­les de la déca­da pasa­da, me pare­ce que en el ya remo­to 2009. Se tra­ta de una autén­ti­ca reli­quia, una valio­sa pie­za de museo que mila­gro­sa­men­te aún fun­cio­na, pese a tener más de 50 meses.

Por­que la vida de los móvi­les no se mide en años sino en meses, y el mío está como yo, en ple­na cri­sis de los cin­cuen­ta, en el ini­cio de su obso­les­cen­cia pro­gra­ma­da. Inclu­so su pan­ta­lla empie­za a par­pa­dear más de lo debi­do. Debe ser la pres­bi­cia.

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