Carlo d’Anna y Adela Crispino aterrizaron en Valencia el verano del 86, mientras un Maradona en plenitud ahormaba al Napoli a la medida de su primer Scudetto. Su primer negocio en la ciudad fue una tienda de ropa, pero el desaforado amor por la comida que fluye en la sangre de todo napolitano les emplazó a abrir su propio restaurante.
La Trattoria da Carlo subió su persiana en octubre de 1993, cuando los valencianos todavía cocíamos la pasta de más y las pizzas nos las traían a casa adolescentes en motocicleta. Y ahora, después de veinte años, La Trattoria se ha erigido no sólo en un buen italiano, sino como uno de los grandes restaurantes en la ciudad.
Carlo y Adela, con la ayuda de su hijo Carmine, han trazado puentes culinarios entre Valencia y la Campania. Nos han descubierto la auténtica mozzarella di bufala, el capocollo, las flores de calabacín y por qué a partir de noviembre se debe hacer cola por unos tomates del Vesubio. Y de nuestros mercados, Carlo escoge cada día verduras, pescados y mariscos. ¿Quién cubriría si no en la bahía el vacío de gambas, cigalas y pulpitos?
Han sido dos decenios en los que por sus mesas ha pasado cada gourmand de la ciudad y todas las plantillas del Valencia; familias enteras reunidas alrededor de un bollito en Navidad y novios bisoños que querían impresionar en la primera cita. Y para celebrarlo, Carlo adelanta la temporada de la pizza al primer lunes de octubre. Si tienen oportunidad, no la dejen escapar: Carmine promete jubilar a sus padres más pronto que tarde después de conquistar las últimas plantas de los madrileños Cines Luna.
Han pasado veinte años y podrían pasar veinte más. Carlo d’Anna seguirá siendo el mismo napolitano entrañable y expresivo que salpica un día entero de neologismos: híbridos geniales entre un castellano vertiginoso y el dialecto de la tierra de San Gennaro. Desayunará a las 7 de la mañana y no volverá a probar bocado para regalarnos los oídos y, sobre todo, el paladar.
Carlo d’Anna y Adela Crispino aterrizaron en Valencia el verano del 86, mientras un Maradona en plenitud ahormaba al Napoli a la medida de su primer Scudetto. Su primer negocio en la ciudad fue una tienda de ropa, pero el desaforado amor por la comida que fluye en la sangre de todo napolitano les emplazó a abrir su propio restaurante.
La Trattoria da Carlo subió su persiana en octubre de 1993, cuando los valencianos todavía cocíamos la pasta de más y las pizzas nos las traían a casa adolescentes en motocicleta. Y ahora, después de veinte años, La Trattoria se ha erigido no sólo en un buen italiano, sino como uno de los grandes restaurantes en la ciudad.
Carlo y Adela, con la ayuda de su hijo Carmine, han trazado puentes culinarios entre Valencia y la Campania. Nos han descubierto la auténtica mozzarella di bufala, el capocollo, las flores de calabacín y por qué a partir de noviembre se debe hacer cola por unos tomates del Vesubio. Y de nuestros mercados, Carlo escoge cada día verduras, pescados y mariscos. ¿Quién cubriría si no en la bahía el vacío de gambas, cigalas y pulpitos?
Han sido dos decenios en los que por sus mesas ha pasado cada gourmand de la ciudad y todas las plantillas del Valencia; familias enteras reunidas alrededor de un bollito en Navidad y novios bisoños que querían impresionar en la primera cita. Y para celebrarlo, Carlo adelanta la temporada de la pizza al primer lunes de octubre. Si tienen oportunidad, no la dejen escapar: Carmine promete jubilar a sus padres más pronto que tarde después de conquistar las últimas plantas de los madrileños Cines Luna.
Han pasado veinte años y podrían pasar veinte más. Carlo d’Anna seguirá siendo el mismo napolitano entrañable y expresivo que salpica un día entero de neologismos: híbridos geniales entre un castellano vertiginoso y el dialecto de la tierra de San Gennaro. Desayunará a las 7 de la mañana y no volverá a probar bocado para regalarnos los oídos y, sobre todo, el paladar.