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Hoy quie­ro hablar­les de una joven empre­sa­ria que me ha cau­ti­va­do. Des­de hace unos meses ha pues­to en mar­cha en un vis­to­so esqui­na­zo de Ciu­dad Bella (el que for­man la Pla­za de la Vir­gen y la Calle del Peso de la Hari­na) una suer­te de “cre­­pe­­rie-tar­­te­­rie”, apro­ve­chan­do un minúscu­lo local de no más de cua­tro metros cua­dra­dos, usa­do has­ta enton­ces como pues­to de döner kebabs.
Con­cha, que así se lla­ma mi admi­ra­da empre­sa­ria, ha trans­for­ma­do con arro­lla­dor entu­sias­mo y enor­mes dosis de amor, este peque­ño espa­cio, al que ha bau­ti­za­do como “Mama Con­cha”, en un obra­dor de sabro­sas deli­ca­tes­sen, manu­fac­tu­ra­das por ella mis­ma con pro­duc­tos natu­ra­les y de pri­me­ra cali­dad: tar­tas de zanaho­rias, de que­so y arán­da­nos, de yogur, qui­ches varia­dos, muf­fins, cre­pes de todos los gus­tos y un sin­fín de deli­cias con las que dis­fru­tar de desa­yu­nos y merien­das.
A las ocho y media de la maña­na lle­ga, para ini­ciar la jor­na­da com­pran­do las mate­rias pri­mas que nece­si­ta en el Mer­ca­do Cen­tral, lue­go pone en mar­cha la coci­na y comien­za a aten­der a su cada vez más nume­ro­sa clien­te­la sin parar has­ta la diez de la noche en que echa el cie­rre. Con­cha ade­más estu­dia en la Uni­ver­si­dad y acu­de a la Escue­la Ofi­cial de Idio­mas para mejo­rar su inglés y el pasa­do verano se fue a Edim­bur­go para prac­ti­car­lo sobre el terreno. Qui­zá pien­sen uste­des que sus méri­tos no son otros que los que deben pre­su­mír­se­le a cual­quier empre­sa­rio que se pre­cie: ini­cia­ti­va y esfuer­zo. De acuer­do, pero es que me fal­ta­ba decir­les que la joven empren­de­do­ra obje­to de mi admi­ra­ción ¡tie­ne ochen­ta y cua­tro años!.
Cono­cer­la y que­dar­se pren­da­do de esta excep­cio­nal mujer es una mis­ma cosa. A lo lar­go de su vida ha pues­to en mar­cha y ges­tio­na­do dife­ren­tes nego­cios, siem­pre para ayu­dar a sus seis hijos, por los que ha dado todo lo que sólo una madre es capaz de dar. Más aún des­de que, con tan solo 35 años, tuvo que enfren­tar­se al duro revés de la viu­de­dad. Su dina­mis­mo es por­ten­to­so y su ale­gría con­ta­gio­sa. La ver­dad es que no se me ocu­rre nadie que pue­da ofre­cer mejor ejem­plo a esta socie­dad que se había acos­tum­bra­do a tener resuel­tas dema­sia­das cosas y que no sabe para don­de tirar aho­ra que la ubre del “todo inclui­do” da mues­tras de ago­ta­mien­to.
Les ani­mo a que se tomen un café y un biz­co­cho en la terra­za de Mama Con­cha. Lo dis­fru­ta­rán y pro­ba­ble­men­te empe­za­rán a ver las cosas de otra mane­ra.
 

Hoy quie­ro hablar­les de una joven empre­sa­ria que me ha cau­ti­va­do. Des­de hace unos meses ha pues­to en mar­cha en un vis­to­so esqui­na­zo de Ciu­dad Bella (el que for­man la Pla­za de la Vir­gen y la Calle del Peso de la Hari­na) una suer­te de “cre­­pe­­rie-tar­­te­­rie”, apro­ve­chan­do un minúscu­lo local de no más de cua­tro metros cua­dra­dos, usa­do has­ta enton­ces como pues­to de döner kebabs.
Con­cha, que así se lla­ma mi admi­ra­da empre­sa­ria, ha trans­for­ma­do con arro­lla­dor entu­sias­mo y enor­mes dosis de amor, este peque­ño espa­cio, al que ha bau­ti­za­do como “Mama Con­cha”, en un obra­dor de sabro­sas deli­ca­tes­sen, manu­fac­tu­ra­das por ella mis­ma con pro­duc­tos natu­ra­les y de pri­me­ra cali­dad: tar­tas de zanaho­rias, de que­so y arán­da­nos, de yogur, qui­ches varia­dos, muf­fins, cre­pes de todos los gus­tos y un sin­fín de deli­cias con las que dis­fru­tar de desa­yu­nos y merien­das.
A las ocho y media de la maña­na lle­ga, para ini­ciar la jor­na­da com­pran­do las mate­rias pri­mas que nece­si­ta en el Mer­ca­do Cen­tral, lue­go pone en mar­cha la coci­na y comien­za a aten­der a su cada vez más nume­ro­sa clien­te­la sin parar has­ta la diez de la noche en que echa el cie­rre. Con­cha ade­más estu­dia en la Uni­ver­si­dad y acu­de a la Escue­la Ofi­cial de Idio­mas para mejo­rar su inglés y el pasa­do verano se fue a Edim­bur­go para prac­ti­car­lo sobre el terreno. Qui­zá pien­sen uste­des que sus méri­tos no son otros que los que deben pre­su­mír­se­le a cual­quier empre­sa­rio que se pre­cie: ini­cia­ti­va y esfuer­zo. De acuer­do, pero es que me fal­ta­ba decir­les que la joven empren­de­do­ra obje­to de mi admi­ra­ción ¡tie­ne ochen­ta y cua­tro años!.
Cono­cer­la y que­dar­se pren­da­do de esta excep­cio­nal mujer es una mis­ma cosa. A lo lar­go de su vida ha pues­to en mar­cha y ges­tio­na­do dife­ren­tes nego­cios, siem­pre para ayu­dar a sus seis hijos, por los que ha dado todo lo que sólo una madre es capaz de dar. Más aún des­de que, con tan solo 35 años, tuvo que enfren­tar­se al duro revés de la viu­de­dad. Su dina­mis­mo es por­ten­to­so y su ale­gría con­ta­gio­sa. La ver­dad es que no se me ocu­rre nadie que pue­da ofre­cer mejor ejem­plo a esta socie­dad que se había acos­tum­bra­do a tener resuel­tas dema­sia­das cosas y que no sabe para don­de tirar aho­ra que la ubre del “todo inclui­do” da mues­tras de ago­ta­mien­to.
Les ani­mo a que se tomen un café y un biz­co­cho en la terra­za de Mama Con­cha. Lo dis­fru­ta­rán y pro­ba­ble­men­te empe­za­rán a ver las cosas de otra mane­ra.
 

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