Vuelve ¿el fútbol?
Cualquiera que haya visto con algo de pasión e inteligencia un partido de fútbol en vivo, en un gran estadio y entre dos buenos equipos, ya sabe que esa experiencia se aleja bastante de la vivencia doméstica del fútbol televisado. Tal vez podamos superar el relax del sofá si invitamos a los amigos y amigas a seguir el partido en alegre comunión, aunque es posible que en ese caso valoremos más la calidad de los aperitivos y cervezas que tomamos aunque solo nos dejen durante el descanso. Si elegimos un bar cabe también que consigamos emocionarnos con los hinchas de nuestro equipo, pero en ningún caso alcanzaremos la emocionalidad que se vive en directo e in situ.
Lo que vemos en televisión, además, es otra cosa. En el estadio estamos más concentrados y podemos observar cómo se despliegan tácticamente los jugadores, cómo se escalonan las posiciones y se miden las distancias, un fútbol más geográfico que físico y técnico que los aficionados sagaces paladean desde las alturas medias del estadio, esas donde se situaban los emperadores en tiempos de pan y circo y que ahora se reserva a los palcos vip de las tribunas deportivas.
Del mismo modo, la presencia de 50 o 60.000 personas, más de 100.000 incluso en los gigantes coliseos futbolísticos, proyecta un magnetismo muy potente hacia los jugadores. El estadio se convierte en muchas ocasiones en una especie de realidad hipnótica, un ente, una mónada que atrae y hechiza a sus jugadores… o los pulveriza, según le dé a la parroquia.
Sin visión topográfica y sin empatía electromagnética, el fútbol televisado se convierte en otra cosa. Y es esa otra cosa la que este fin de semana se retoma, tras el proceloso final de la temporada pasada interrumpida en los albores de la primavera por la pandemia vírica. En consecuencia, con las nuevas variables –campos vacíos, frigidez…–, cabe preguntarse a cuántas costumbres vinculadas al deporte va a afectar esta “nueva normalidad” tan anómala del fútbol.
Para empezar, comprobaremos qué ocurre con los derechos que las plataformas de televisión pagan a los clubes, cantidades muy superiores a las que antaño sustentaban la economía de los equipos. Los millonarios traspasos, la recaudación por la venta de abonos y entradas, incluso el merchandising y el alquiler de concesiones alcanzan cifras ridículas en comparación con los ingresos por los derechos de retransmisión de los partidos.
Está por ver, pues, si las plataformas de televisión van a vender más paquetes de visionado de partidos ahora que no se puede ir al estadio o, a la inversa, la afición decrece porque la falta de público rebaja mucho la emoción y las expectativas de un partido. Todavía es pronto para saber, por lo tanto, cómo va a funcionar el negocio del fútbol televisado y si, en vista de ello, los equipos podrán recibir más, igual o menos dinero del que venían cobrando estos últimos años.
Hay quien opina que, independientemente de la evolución del fútbol tv, el negocio futbolístico ha vivido una burbuja económica insostenible. Tal vez. Lo que ahora si podemos verificar es el escaso valor moral que las sociedades desarrolladas van a dar a la inflación de salarios y comisiones que el fútbol ha vivido hasta la llegada del coronavirus. Allí donde se ha sufrido el abatimiento por la morbilidad del covid-19 va a ser muy difícil de explicar que sus equipos de fútbol dilapiden el dinero en deportistas cuando su sistema sanitario vive en el filo del colapso, sometido a un estrés humano sin precedentes. Ni ética ni fiscalmente se van a consentir en un futuro inmediato este tipo de alegrías. Y quien así actúe provocará la indignación de sus propios aficionados.
De hecho, el mercado de fichajes de este verano ha sido el más anómalo y pasivo de los últimos años. Solo la crisis del Barça y de Lionel Messi, su jugador franquicia, ha generado movimientos de magnitud telúrica tal y como vivíamos todas las últimas pretemporadas. Ni siquiera la aparición de nuevos mecenas futbolísticos en forma de jeques, grandes fortunas chinas o petrorusos millonarios han animado el mercado. En general, todo el mundo ha jugado a la defensiva en el zoco futbolístico justificándolo por el llamado fairplay financiero y también por la incertidumbre de un campeonato sin público.
Muchos equipos, en cualquier caso, siguen negociando con sus deportistas la rebaja salarial, un acontecimiento novedoso en un mundo que ha vivido treinta años de crecimiento expansivo sin importarle las crisis económicas que padecían otros sectores. Ni la caída de los precios del petróleo en los 70, ni las crisis inmobiliarias de los 80 y 90, ni el colapso financiero de 2007 pudieron con la inflación futbolística empujada por la competencia televisiva y un mundo cada vez más lúdico e irreal.
El coronavirus, sin embargo, supone un cambio radical de perspectiva y las concentraciones humanas resultan su principal víctima. El fútbol, máximo exponente mundial de esa forma de relación colectiva, lo está sufriendo, no sabemos hasta dónde y hasta cuándo.
Mientras tanto, los ingenieros de telecomunicaciones han aceptado el reto. Una empresa con raíces valencianas estudia en estos momentos cómo reordenar el proyecto del futuro estadio Santiago Bernabeupara conseguir futuras retransmisiones que multipliquen el realismo y los efectos virtuales, revolucionando la experiencia televisiva.
En paralelo, el deporte empieza a abonarse al universo narrativo. La novelización de la vida de los deportistas cobra importancia. La serie de Netflix sobre Michael Jordan y los campeonatos que disputó junto a los Chicago Bulls propone un documental de enorme tensión dramática –The Last Dance–, una de las mejores y más intensas series de televisión en la que se entremezclan datos biográficos, momentos álgidos de las finales deportivas y la intensidad de las relaciones humanas en un mundo de alta competitividad, movilización social y egos desatados. No se la pierdan, el baloncesto se vive como una auténtica alternativa para el olimpo deportivo.