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Popland: Vuelta a la infancia

La infan­cia es un teso­ro que con­ser­va­mos con gus­to en el cora­zón, pues la razón nos la tra­tó de arre­ba­tar a medi­da que fui­mos per­dien­do la cre­du­li­dad y la ino­cen­cia. Por eso, la guar­da­mos a buen recau­do, en esa par­te de nues­tro cuer­po a la que atri­bui­mos nues­tras accio­nes menos refle­xi­vas y más tem­pe­ra­men­ta­les.

El mis­te­rio que sir­ve de hilo con­duc­tor de una de mis pelí­cu­las favo­ri­tas (Ciu­da­dano Kane) es la últi­ma pala­bra pro­nun­cia­da al morir por el mag­na­te Char­les Fos­ter Kane: “Rose­bud”, que no era otra cosa que el nom­bre del tri­neo con el que juga­ba de niño y que cons­ti­tuía el úni­co enla­ce de su memo­ria con una infan­cia que le tocó per­der, pre­ma­tu­ra­men­te, al con­ver­tir­se en titu­lar de una inmen­sa for­tu­na, la cual jamás le pudo com­pen­sar de aque­lla pér­di­da.

Todos tene­mos nues­tro rose­bud. En oca­sio­nes nos topa­mos con él o con refe­ren­cias que nos lo hacen pre­sen­te y que nos trans­por­tan a aque­llos años en que todo era posi­ble y en los que ser feliz con­sis­tía, como decía Pes­soa, sola­men­te en ser feliz.

Popland es una tien­da que me hace conec­tar con mi par­ti­cu­lar rose­bud. Sé que como esta­ble­ci­mien­to res­pon­de, fun­da­men­tal­men­te, a una deman­da de gru­pos de jóve­nes que nece­si­tan ads­cri­bir­se a unos ico­nos para dife­ren­ciar­se y reco­no­cer­se, y que en la sim­bo­lo­gía que deno­mi­nan pop o retro han encon­tra­do sus señas de iden­ti­dad. Ellos se apun­tan, más que a otros aspec­tos, a la esté­ti­ca colo­ris­ta de los años 60 y 70, y con­vier­ten en tótems de su incon­for­mis­mo a per­so­na­jes con los que no con­vi­vie­ron en su niñez pero que les resul­tan atrac­ti­vos, pero para mí y para los de mi gene­ra­ción esta tien­da es como un museo de nues­tra infan­cia. Aquí se amon­to­nan en sus vitri­nas y estan­te­rías un sin­fín de recuer­dos, cuyos pro­ta­go­nis­tas son héroes tan reco­no­ci­bles de nues­tros pri­me­ros años como Mazin­ger Z, el Coyo­te y el Corre­ca­mi­nos, los Pitu­fos, Tin­tín o los Mup­pets, pre­sen­tes en cami­se­tas, zapa­ti­llas, obje­tos de deco­ra­ción o como figu­ri­tas de plás­ti­co que los repro­du­cen con ver­da­de­ro rigor.

Siem­pre que paso por la calle Mora­tín me aso­mo al esca­pa­ra­te de Popland y esa para­da cons­ti­tu­ye un peque­ño via­je en el tiem­po. En oca­sio­nes entro, no sin antes expe­ri­men­tar una extra­ña sen­sa­ción de estar infrin­gien­do algu­na nor­ma social, por la que un tío casi cin­cuen­tón, con tra­je y cor­ba­ta, tuvie­se que abs­te­ner­se de hus­mear en un tem­plo tri­bal reser­va­do a vein­tea­ñe­ros moder­nos. Sin duda algu­na, pre­jui­cios, pues cuan­do entras des­cu­bres que cada vez son más los curio­sos de mi quin­ta a los que el imán de la nos­tal­gia les ha ani­ma­do a aven­tu­rar­se den­tro del esta­ble­ci­mien­to y a los que, una vez allí, les cues­ta resis­tir­se a la ten­ta­ción de lle­var­se algún recuer­do.

La infan­cia es un teso­ro que con­ser­va­mos con gus­to en el cora­zón, pues la razón nos la tra­tó de arre­ba­tar a medi­da que fui­mos per­dien­do la cre­du­li­dad y la ino­cen­cia. Por eso, la guar­da­mos a buen recau­do, en esa par­te de nues­tro cuer­po a la que atri­bui­mos nues­tras accio­nes menos refle­xi­vas y más tem­pe­ra­men­ta­les.

El mis­te­rio que sir­ve de hilo con­duc­tor de una de mis pelí­cu­las favo­ri­tas (Ciu­da­dano Kane) es la últi­ma pala­bra pro­nun­cia­da al morir por el mag­na­te Char­les Fos­ter Kane: “Rose­bud”, que no era otra cosa que el nom­bre del tri­neo con el que juga­ba de niño y que cons­ti­tuía el úni­co enla­ce de su memo­ria con una infan­cia que le tocó per­der, pre­ma­tu­ra­men­te, al con­ver­tir­se en titu­lar de una inmen­sa for­tu­na, la cual jamás le pudo com­pen­sar de aque­lla pér­di­da.

Todos tene­mos nues­tro rose­bud. En oca­sio­nes nos topa­mos con él o con refe­ren­cias que nos lo hacen pre­sen­te y que nos trans­por­tan a aque­llos años en que todo era posi­ble y en los que ser feliz con­sis­tía, como decía Pes­soa, sola­men­te en ser feliz.

Popland es una tien­da que me hace conec­tar con mi par­ti­cu­lar rose­bud. Sé que como esta­ble­ci­mien­to res­pon­de, fun­da­men­tal­men­te, a una deman­da de gru­pos de jóve­nes que nece­si­tan ads­cri­bir­se a unos ico­nos para dife­ren­ciar­se y reco­no­cer­se, y que en la sim­bo­lo­gía que deno­mi­nan pop o retro han encon­tra­do sus señas de iden­ti­dad. Ellos se apun­tan, más que a otros aspec­tos, a la esté­ti­ca colo­ris­ta de los años 60 y 70, y con­vier­ten en tótems de su incon­for­mis­mo a per­so­na­jes con los que no con­vi­vie­ron en su niñez pero que les resul­tan atrac­ti­vos, pero para mí y para los de mi gene­ra­ción esta tien­da es como un museo de nues­tra infan­cia. Aquí se amon­to­nan en sus vitri­nas y estan­te­rías un sin­fín de recuer­dos, cuyos pro­ta­go­nis­tas son héroes tan reco­no­ci­bles de nues­tros pri­me­ros años como Mazin­ger Z, el Coyo­te y el Corre­ca­mi­nos, los Pitu­fos, Tin­tín o los Mup­pets, pre­sen­tes en cami­se­tas, zapa­ti­llas, obje­tos de deco­ra­ción o como figu­ri­tas de plás­ti­co que los repro­du­cen con ver­da­de­ro rigor.

Siem­pre que paso por la calle Mora­tín me aso­mo al esca­pa­ra­te de Popland y esa para­da cons­ti­tu­ye un peque­ño via­je en el tiem­po. En oca­sio­nes entro, no sin antes expe­ri­men­tar una extra­ña sen­sa­ción de estar infrin­gien­do algu­na nor­ma social, por la que un tío casi cin­cuen­tón, con tra­je y cor­ba­ta, tuvie­se que abs­te­ner­se de hus­mear en un tem­plo tri­bal reser­va­do a vein­tea­ñe­ros moder­nos. Sin duda algu­na, pre­jui­cios, pues cuan­do entras des­cu­bres que cada vez son más los curio­sos de mi quin­ta a los que el imán de la nos­tal­gia les ha ani­ma­do a aven­tu­rar­se den­tro del esta­ble­ci­mien­to y a los que, una vez allí, les cues­ta resis­tir­se a la ten­ta­ción de lle­var­se algún recuer­do.

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