Hace unos días me encontré con un antiguo amigo en una esquina cualquiera de la ciudad. Iba cargado de libros, como de costumbre, pero me llamó la atención el motivo de los mismos, monográfico: Mayo del 68. Le pregunté por su interés y fue tajante, ya quiso hacerlo cuando el 15M pero ahora, con la llamada “Primavera de Valencia” en prime time, no lo iba a dejar escapar.
Mismamente como la literatura sobre el crack del 29 tras la debacle de los hermanos Leman y las recontrahipotecas, ahora también se ha disparado el consumo sobre los antecedentes históricos de las revueltas juveniles. La gente quiere comprender por qué pasa lo que pasa.Mi amigo, claro está, siguió en su día las vicisitudes de personajes como Cohn Bendit, conocido como Dany el rojo, quien todavía azota el parlamento europeo con su verbo fácil desde un escaño verde, incluso estuvo al tanto de las derivas hacia la ley y el orden de clásicos intelectuales sesentayochistas como el exmaoísta Glucksmann, y también ha visto un millón de veces el testamento antinihilista de Nicholas Ray en Rebeldes sin causa –basado, por cierto, en un libro de psiquiatría– con la famosa chupa de cuero de James Dean. Incluso recuerda las andanzas del Cojo Mantecas y los rompefarolas que se opusieron al primer gabinete socialista español y terminaron negociando un atillo de chorradas con el entonces número dos de Maravall, que no era otro que Miguel Barroso, ex del Viejo Topo y de Diario de Valencia y esposo actual de la ex ministra de Defensa, Carme Chacón.
La cuestión que se suscitó con mi amigo era si todo aquello del siglo pasado tenía algún parangón con las movilizaciones actuales, contemporáneas, tan queridas de los medios y valoradas, incluso, por un supuesto diario imparcial y tan legendario como el New York Times.
Y la respuesta es que no. Que es posible que de nuevo veamos aflorar el natural comportamiento contestario de la juventud, su indomable rebeldía contra lo establecido, la perturbación que lo organizado provoca en un espíritu sometido a la exaltación de la sensualidad a flor de piel, la líbido insurgente, la concupiscencia que el actual sistema de valores les ha transmitido… Todo eso es posible, pero no mucho más, que ya es bastante, aunque poco que ver con París y Berkeley.
La generación que más tiempo ha permanecido en formación –que no la más formada–, la que menos se ha sentido agobiada por la ansiedad de las carencias, aquella que más ha alargado los valores pueriles tan de la adolescencia –fenómeno inventado por nuestra cultura de la opulencia–… esa se ha aprestado a ensayar también una experiencia de revuelta para sentirse protagonista. Ya lo dijo Warhol, que en el futuro –o sea, nuestro presente– todo el mundo podrá ser famoso al menos durante quince minutos en la televisión. Pues de eso se trata.
La Primavera de Valencia, que es una revolución sin azúcar, una rebelión entre light y zero más que sin causa, tiene lugar bajo la mirada cómplice de la oposición y del periodismo de alcance, sabedores de que toda corriente de agua mueve molino, es decir, desgasta al Gobierno. Pero los hay más o menos responsables, más o menos rigurosos. El papelón de algunos diputados valencianos creyéndose agitadores revisitados no puede ser más banal.
A la derecha, en cambio, todas estas cosas le ponen nerviosa. Cree ver el fantasma de Lenin y sus manipuladores bolcheviques en cada esquina, no sabe cómo resolver las escenografías policiales por temor a no dar con la debida frenada y, a duras penas, alcanza a ver el fondo de la cuestión porque muchos de sus analistas solo saben ser adheridos y no pensadores propios.
Curiosamente, de todo lo oído recientemente, lo más interesante ha sido el cabreo parlamentario de Alberto Fabra contra los llamados recortes, y sobre todo la proclama de Mariano Rajoy al cierre de su extraño congreso de Sevilla, reconociendo dos ámbitos sociales bien distintos: el de los favorecidos por un status (sindical, de funcionario, de estudiante, etc.), y el de los pobres de solemnidad (parados, emigrantes, mayores, gentes sin formación…). A estos últimos quiso dirigirse, y a ellos tendrán que ir dedicados los esfuerzos de futuro si no queremos ver pauperizarse al país.
Urge, en ese sentido, un nuevo pacto o marco social que garantice los valores básicos. Ante la ceguera y falta de imaginación de la clase dirigente sindical, en especial los de la función pública, les compete a los gobiernos actuales afrontar estas nuevas políticas a modo de new deal: de abaratamiento del transporte público, de los suministros básicos de energía, de puesta a disposición del enorme parque de viviendas vacías… de la generación en suma de una nueva visión social a la que podrán acogerse los más jóvenes también, necesitados de anclajes para volver a creer en este sistema.
Hace unos días me encontré con un antiguo amigo en una esquina cualquiera de la ciudad. Iba cargado de libros, como de costumbre, pero me llamó la atención el motivo de los mismos, monográfico: Mayo del 68. Le pregunté por su interés y fue tajante, ya quiso hacerlo cuando el 15M pero ahora, con la llamada “Primavera de Valencia” en prime time, no lo iba a dejar escapar.
Mismamente como la literatura sobre el crack del 29 tras la debacle de los hermanos Leman y las recontrahipotecas, ahora también se ha disparado el consumo sobre los antecedentes históricos de las revueltas juveniles. La gente quiere comprender por qué pasa lo que pasa.Mi amigo, claro está, siguió en su día las vicisitudes de personajes como Cohn Bendit, conocido como Dany el rojo, quien todavía azota el parlamento europeo con su verbo fácil desde un escaño verde, incluso estuvo al tanto de las derivas hacia la ley y el orden de clásicos intelectuales sesentayochistas como el exmaoísta Glucksmann, y también ha visto un millón de veces el testamento antinihilista de Nicholas Ray en Rebeldes sin causa –basado, por cierto, en un libro de psiquiatría– con la famosa chupa de cuero de James Dean. Incluso recuerda las andanzas del Cojo Mantecas y los rompefarolas que se opusieron al primer gabinete socialista español y terminaron negociando un atillo de chorradas con el entonces número dos de Maravall, que no era otro que Miguel Barroso, ex del Viejo Topo y de Diario de Valencia y esposo actual de la ex ministra de Defensa, Carme Chacón.
La cuestión que se suscitó con mi amigo era si todo aquello del siglo pasado tenía algún parangón con las movilizaciones actuales, contemporáneas, tan queridas de los medios y valoradas, incluso, por un supuesto diario imparcial y tan legendario como el New York Times.
Y la respuesta es que no. Que es posible que de nuevo veamos aflorar el natural comportamiento contestario de la juventud, su indomable rebeldía contra lo establecido, la perturbación que lo organizado provoca en un espíritu sometido a la exaltación de la sensualidad a flor de piel, la líbido insurgente, la concupiscencia que el actual sistema de valores les ha transmitido… Todo eso es posible, pero no mucho más, que ya es bastante, aunque poco que ver con París y Berkeley.
La generación que más tiempo ha permanecido en formación –que no la más formada–, la que menos se ha sentido agobiada por la ansiedad de las carencias, aquella que más ha alargado los valores pueriles tan de la adolescencia –fenómeno inventado por nuestra cultura de la opulencia–… esa se ha aprestado a ensayar también una experiencia de revuelta para sentirse protagonista. Ya lo dijo Warhol, que en el futuro –o sea, nuestro presente– todo el mundo podrá ser famoso al menos durante quince minutos en la televisión. Pues de eso se trata.
La Primavera de Valencia, que es una revolución sin azúcar, una rebelión entre light y zero más que sin causa, tiene lugar bajo la mirada cómplice de la oposición y del periodismo de alcance, sabedores de que toda corriente de agua mueve molino, es decir, desgasta al Gobierno. Pero los hay más o menos responsables, más o menos rigurosos. El papelón de algunos diputados valencianos creyéndose agitadores revisitados no puede ser más banal.
A la derecha, en cambio, todas estas cosas le ponen nerviosa. Cree ver el fantasma de Lenin y sus manipuladores bolcheviques en cada esquina, no sabe cómo resolver las escenografías policiales por temor a no dar con la debida frenada y, a duras penas, alcanza a ver el fondo de la cuestión porque muchos de sus analistas solo saben ser adheridos y no pensadores propios.
Curiosamente, de todo lo oído recientemente, lo más interesante ha sido el cabreo parlamentario de Alberto Fabra contra los llamados recortes, y sobre todo la proclama de Mariano Rajoy al cierre de su extraño congreso de Sevilla, reconociendo dos ámbitos sociales bien distintos: el de los favorecidos por un status (sindical, de funcionario, de estudiante, etc.), y el de los pobres de solemnidad (parados, emigrantes, mayores, gentes sin formación…). A estos últimos quiso dirigirse, y a ellos tendrán que ir dedicados los esfuerzos de futuro si no queremos ver pauperizarse al país.
Urge, en ese sentido, un nuevo pacto o marco social que garantice los valores básicos. Ante la ceguera y falta de imaginación de la clase dirigente sindical, en especial los de la función pública, les compete a los gobiernos actuales afrontar estas nuevas políticas a modo de new deal: de abaratamiento del transporte público, de los suministros básicos de energía, de puesta a disposición del enorme parque de viviendas vacías… de la generación en suma de una nueva visión social a la que podrán acogerse los más jóvenes también, necesitados de anclajes para volver a creer en este sistema.