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Ramir Reig, Paco Car­sí, León Roca, Juan de Dios Leal, Ber­lan­ga, el pro­pio biz­nie­to Vicen­te Bla­s­­co-Ibá­­ñez Tor­to­sa… son algu­nas de las per­so­nas que he cono­ci­do y que han dedi­ca­do bue­na par­te de su tra­yec­to­ria al estu­dio o a la difu­sión de la vida y obra de Blas­co Ibá­ñez, uno de los hom­bres más afor­tu­na­dos que ha cono­ci­do esta tie­rra y cuya impron­ta sigue dejan­do una pro­fun­da hue­lla entre los valen­cia­nos.
Blas­co tuvo una juven­tud tur­bu­len­ta y deci­dió vivir los años más inten­sos de la tran­si­ción espa­ño­la a la moder­ni­dad ponién­do­se al fren­te de la tor­men­ta. Su osa­día polí­ti­ca, la lim­pie­za de su escri­tu­ra y un carác­ter a mitad de camino entre la inquie­tud y el hedo­nis­mo medi­te­rrá­neo le con­vir­tie­ron, final­men­te, en un hom­bre de éxi­to. Y cuan­do le lle­gó fue apo­teó­si­co. Triun­fó en Holly­wood, dio la vuel­ta al mun­do, sedu­jo a las cla­ses medias valen­cia­nas… y ter­mi­nó gober­nan­do la ciu­dad a tra­vés de los suyos –Azza­ti y com­pa­ñía– toda la pri­me­ra déca­da del siglo xx, enar­bo­lan­do un pro­gra­ma de impor­tan­tes refor­mas urba­nas, basa­das en el higie­nis­mo. Con el blas­quis­mo, por ejem­plo, Valen­cia deja de ser un inci­pien­te núcleo indus­trial, por mor de las nor­ma­ti­vas que limi­ta­ron las acti­vi­da­des insa­lu­bres cer­ca de zonas habi­ta­das o el uso de las ace­quias.
Muer­to en el exi­lio, su regre­so a casa para repo­sar en el mau­so­leo que dise­ñó Mariano Ben­lliu­re cons­ti­tu­yó la mayor mani­fes­ta­ción popu­lar de Valen­cia, en una épo­ca en que la con­quis­ta de la calle era el gran reto cívi­co y polí­ti­co. Como el Cid, fue acla­ma­do una vez muer­to. Debe ser algo muy valen­ciano.
Aho­ra, el Museo de la Ilus­tra­ción (MuVIM), en cola­bo­ra­ción con el Ayun­ta­mien­to de Valen­cia y otras muchas ins­ti­tu­cio­nes y enti­da­des, pre­sen­ta una gran expo­si­ción sobre la figu­ra del poli­fa­cé­ti­co escri­tor, una mues­tra que se anun­cia como defi­ni­ti­va sobre la vida y la obra de un per­so­na­je ceni­tal en nues­tra his­to­ria.
El éxi­to está ase­gu­ra­do, pues recu­pe­rar a Blas­co Ibá­ñez es un ejer­ci­cio nece­sa­rio para repen­sar la com­ple­ji­dad valen­cia­na. Él la ilus­tra mejor que nadie. Com­ple­jo y lleno de con­tra­dic­cio­nes, por eso es un per­so­na­je radi­cal­men­te moderno, tal y como él mis­mo que­ría y se pos­tu­la­ba. Por eso, resul­tan ano­di­nas tan­to las loas exce­si­vas como las crí­ti­cas acé­rri­mas.
El nacio­na­lis­mo, por ejem­plo, ha sido par­ti­cu­lar­men­te ceni­zo con Blas­co, come­tien­do des­de mi pun­to de vis­ta un error his­tó­ri­co que toda­vía pena. El regio­na­lis­mo, tam­po­co supo sacar­le todo el jugo que la figu­ra este­lar de este valen­ciano podía pro­yec­tar. Todo lo demás, del repu­bli­ca­nis­mo fol­clo­ris­ta al wag­ne­ria­nis­mo román­ti­co cons­ti­tu­yen meras coyun­tu­ras de épo­ca. Blas­co es, sobre todo, un natu­ra­lis­ta y un moderno, un hom­bre que con­vir­tió a su tie­rra en pro­ta­go­nis­ta y un refor­mis­ta. Más o menos lo que aho­ra nece­si­ta­mos: creer en noso­tros mis­mos y poner­nos manos a la obra.
La Casa Museo, tam­bién, apro­ve­cha este octu­bre blas­quis­ta para recor­dar su rela­ción con la Albu­fe­ra, de la que se cele­bra el cen­te­na­rio de su cesión a la ciu­dad por par­te de la Monar­quía. No han fal­ta­do, inclu­so, actos de recuer­do para la serie Cañas y barro, que en su tiem­po fue un autén­ti­co bom­ba­zo de audien­cia en la tele­vi­sión.
La Albu­fe­ra es un don divino que per­du­ra entre noso­tros mila­gro­sa­men­te. Una suer­te his­tó­ri­ca hace que poda­mos dis­fru­tar de ella y que haya­mos supe­ra­do muchas cri­sis en su entorno, higé­ni­cas y eco­nó­mi­cas tam­bién. Pero ahí está, cien años des­pués, supe­ra­dos los inten­tos por urba­ni­zar el Saler, a pesar de los enfren­ta­mien­tos socia­les que se han vivi­do en el Pal­mar, los abu­sos incen­dia­rios o los colap­sos de la carre­te­ra.
Poder con­tem­plar un atar­de­cer en la Albu­fe­ra, a diez minu­tos del cen­tro de la ciu­dad, es un rega­lo de la vida. Cuan­do me acer­co, gene­ral­men­te lo hago des­pués de comer en alguno de los muchos sitios de cali­dad en el tra­ta­mien­to del arroz –pien­so en Car­mi­na, en Rocher, José Luis, en el Duna y tan­tos otros…–. Pero de lo que siem­pre me acuer­do es de las pala­bras de Gil-Albert, cuan­do le entre­vis­té. Me dijo que ese era su pai­sa­je favo­ri­to, orien­tal, entre cañi­zos y arro­za­les, como si en este rin­cón del ári­do Medi­te­rrá­neo bro­ta­ra un peda­zo de Indo­chi­na.
 

Ramir Reig, Paco Car­sí, León Roca, Juan de Dios Leal, Ber­lan­ga, el pro­pio biz­nie­to Vicen­te Bla­s­­co-Ibá­­ñez Tor­to­sa… son algu­nas de las per­so­nas que he cono­ci­do y que han dedi­ca­do bue­na par­te de su tra­yec­to­ria al estu­dio o a la difu­sión de la vida y obra de Blas­co Ibá­ñez, uno de los hom­bres más afor­tu­na­dos que ha cono­ci­do esta tie­rra y cuya impron­ta sigue dejan­do una pro­fun­da hue­lla entre los valen­cia­nos.
Blas­co tuvo una juven­tud tur­bu­len­ta y deci­dió vivir los años más inten­sos de la tran­si­ción espa­ño­la a la moder­ni­dad ponién­do­se al fren­te de la tor­men­ta. Su osa­día polí­ti­ca, la lim­pie­za de su escri­tu­ra y un carác­ter a mitad de camino entre la inquie­tud y el hedo­nis­mo medi­te­rrá­neo le con­vir­tie­ron, final­men­te, en un hom­bre de éxi­to. Y cuan­do le lle­gó fue apo­teó­si­co. Triun­fó en Holly­wood, dio la vuel­ta al mun­do, sedu­jo a las cla­ses medias valen­cia­nas… y ter­mi­nó gober­nan­do la ciu­dad a tra­vés de los suyos –Azza­ti y com­pa­ñía– toda la pri­me­ra déca­da del siglo xx, enar­bo­lan­do un pro­gra­ma de impor­tan­tes refor­mas urba­nas, basa­das en el higie­nis­mo. Con el blas­quis­mo, por ejem­plo, Valen­cia deja de ser un inci­pien­te núcleo indus­trial, por mor de las nor­ma­ti­vas que limi­ta­ron las acti­vi­da­des insa­lu­bres cer­ca de zonas habi­ta­das o el uso de las ace­quias.
Muer­to en el exi­lio, su regre­so a casa para repo­sar en el mau­so­leo que dise­ñó Mariano Ben­lliu­re cons­ti­tu­yó la mayor mani­fes­ta­ción popu­lar de Valen­cia, en una épo­ca en que la con­quis­ta de la calle era el gran reto cívi­co y polí­ti­co. Como el Cid, fue acla­ma­do una vez muer­to. Debe ser algo muy valen­ciano.
Aho­ra, el Museo de la Ilus­tra­ción (MuVIM), en cola­bo­ra­ción con el Ayun­ta­mien­to de Valen­cia y otras muchas ins­ti­tu­cio­nes y enti­da­des, pre­sen­ta una gran expo­si­ción sobre la figu­ra del poli­fa­cé­ti­co escri­tor, una mues­tra que se anun­cia como defi­ni­ti­va sobre la vida y la obra de un per­so­na­je ceni­tal en nues­tra his­to­ria.
El éxi­to está ase­gu­ra­do, pues recu­pe­rar a Blas­co Ibá­ñez es un ejer­ci­cio nece­sa­rio para repen­sar la com­ple­ji­dad valen­cia­na. Él la ilus­tra mejor que nadie. Com­ple­jo y lleno de con­tra­dic­cio­nes, por eso es un per­so­na­je radi­cal­men­te moderno, tal y como él mis­mo que­ría y se pos­tu­la­ba. Por eso, resul­tan ano­di­nas tan­to las loas exce­si­vas como las crí­ti­cas acé­rri­mas.
El nacio­na­lis­mo, por ejem­plo, ha sido par­ti­cu­lar­men­te ceni­zo con Blas­co, come­tien­do des­de mi pun­to de vis­ta un error his­tó­ri­co que toda­vía pena. El regio­na­lis­mo, tam­po­co supo sacar­le todo el jugo que la figu­ra este­lar de este valen­ciano podía pro­yec­tar. Todo lo demás, del repu­bli­ca­nis­mo fol­clo­ris­ta al wag­ne­ria­nis­mo román­ti­co cons­ti­tu­yen meras coyun­tu­ras de épo­ca. Blas­co es, sobre todo, un natu­ra­lis­ta y un moderno, un hom­bre que con­vir­tió a su tie­rra en pro­ta­go­nis­ta y un refor­mis­ta. Más o menos lo que aho­ra nece­si­ta­mos: creer en noso­tros mis­mos y poner­nos manos a la obra.
La Casa Museo, tam­bién, apro­ve­cha este octu­bre blas­quis­ta para recor­dar su rela­ción con la Albu­fe­ra, de la que se cele­bra el cen­te­na­rio de su cesión a la ciu­dad por par­te de la Monar­quía. No han fal­ta­do, inclu­so, actos de recuer­do para la serie Cañas y barro, que en su tiem­po fue un autén­ti­co bom­ba­zo de audien­cia en la tele­vi­sión.
La Albu­fe­ra es un don divino que per­du­ra entre noso­tros mila­gro­sa­men­te. Una suer­te his­tó­ri­ca hace que poda­mos dis­fru­tar de ella y que haya­mos supe­ra­do muchas cri­sis en su entorno, higé­ni­cas y eco­nó­mi­cas tam­bién. Pero ahí está, cien años des­pués, supe­ra­dos los inten­tos por urba­ni­zar el Saler, a pesar de los enfren­ta­mien­tos socia­les que se han vivi­do en el Pal­mar, los abu­sos incen­dia­rios o los colap­sos de la carre­te­ra.
Poder con­tem­plar un atar­de­cer en la Albu­fe­ra, a diez minu­tos del cen­tro de la ciu­dad, es un rega­lo de la vida. Cuan­do me acer­co, gene­ral­men­te lo hago des­pués de comer en alguno de los muchos sitios de cali­dad en el tra­ta­mien­to del arroz –pien­so en Car­mi­na, en Rocher, José Luis, en el Duna y tan­tos otros…–. Pero de lo que siem­pre me acuer­do es de las pala­bras de Gil-Albert, cuan­do le entre­vis­té. Me dijo que ese era su pai­sa­je favo­ri­to, orien­tal, entre cañi­zos y arro­za­les, como si en este rin­cón del ári­do Medi­te­rrá­neo bro­ta­ra un peda­zo de Indo­chi­na.
 

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