Salimos de la crisis si ganamos competitividad
El final del verano y el arranque del otoño no han sido muy buenos. Alguien nos dejó el regalo envenenado de una campaña electoral que va a terminar durando casi cuatro meses, contribuyendo a generar un clima de provisionalidad nada bueno para la economía.
Escribo esta crónica a pocos días, por fin, de las elecciones, y tras la cumbre de Bruselas que ha solventado –con dos años de retraso– el problema de la deuda griega y el de la recapitalización de la banca. Caminamos, con la dirección y tutela férrea de Alemania y su régimen neoparlamentarista, hacia una política económica europea verdaderamente común.
Puede que como consecuencia de lo anterior lo pasemos mal, pero ya sabremos todos a qué atenernos: sudor y lágrimas –nada de sangre–, es lo que nos espera, pero ya lo sabíamos. Era necesario –sigue siéndolo– que alguien nos lo dijera alto y claro.
Nos toca pues tirar del carro. Cada día que pase sin hacerlo es un día perdido. Como dicen los chinos, un lejano destino se empieza a alcanzar dando el primer paso. Y ya no valen ocurrencias.
Ante las elecciones del 20‑N hay propuestas verdaderamente preocupantes. La pretensión socialista, por ejemplo, de aumentar la presión fiscal sobre “ricos” y bancos, cuando lo que necesitamos, justo lo contrario, es que los ricos inviertan y la banca en ruinas se recapitalice. Pero qué fácil es hablarle al público desde el tópico y el maniqueísmo.
Más ridícula parece, incluso, la petición de la patronal para “abaratar” el despido, en un momento en el que lindamos ya los cinco millones de parados. Tampoco parece muy plausible la propuesta popular de subvencionar con 3.000 euritos la primera contratación de un trabajador: paños calientes y retorno al absurdo clima de la dadivosa subvención.
Sensata resulta, en cambio, la propuesta de CiU para exonerar por un año –prorrogable– la cotización social de cualquier nueva contratación. Los catalanes tienen buenas ideas, pero para contar con ellos han puesto encima de la mesa el concierto fiscal, un tema negociable, sin duda, pero que no debe convertirse en la excusa para soliviantar los ánimos del españolismo intransigente ni servir de palanca para los independentistas. Si se habla con Cataluña de un modo pragmático, cabe todo, si se embadurna de política identitaria más vale dejarlo estar.
En cualquier caso, por más medidas e ideas salvadoras que se pongan en marcha, el país no echará a caminar hacia delante si no mejora en competitividad. Lo ha venido diciendo Juan Roig, cuyo mayúsculo éxito se ha basado en una política de estrechamiento de márgenes.
El milagro Mercadona, como el de Inditex también, se fundamenta en recortar precios y mejorar la producción. En eso consiste la competitividad: en ofrecer algo bueno al mejor precio. En época de crisis y empobrecimiento general, sólo cabe esa estrategia si se desea crecer.
Pero para ser competitivo no basta con recortar el coste laboral. Hay que recortar todo aquello que sea posible, desde luego, en clave de eficiencia y no de sobre-explotación. Y se gana competitividad, también, ofreciendo calidad, al menos la máxima dentro del precio al público. Y se gana prestando un buen y profesional servicio, unos correctos acabados, un buen trato postventa –que se lo digan a El Corte Inglés–. Y para ganar en competitividad también hay que tener buena imagen, un marketing adecuado y una tecnología al día.
No hay por lo tanto un único elemento configurador de la competitividad, sino un conjunto de ellos que terminan por producir la fórmula del éxito.
En estas atribuladas fechas, en medio de la depresión general, seguimos viendo a empresarios salir a flote con empuje. Vemos restaurantes que se llenan gracias a sus equilibrados precios en relación con la calidad, e incluso vemos ventas y alquileres inmobiliarios que siguen funcionando gracias a que ofrecen un apreciable producto a un precio muy, muy bueno. Lo cual nos lleva a una clara conclusión: nuestro país se había disparatado de precios. Y eso, antes, lo corregíamos con la depreciación de la moneda. Ahora nos toca corregirlo con la iniciativa competitiva de nuestros empresarios
El final del verano y el arranque del otoño no han sido muy buenos. Alguien nos dejó el regalo envenenado de una campaña electoral que va a terminar durando casi cuatro meses, contribuyendo a generar un clima de provisionalidad nada bueno para la economía.
Escribo esta crónica a pocos días, por fin, de las elecciones, y tras la cumbre de Bruselas que ha solventado –con dos años de retraso– el problema de la deuda griega y el de la recapitalización de la banca. Caminamos, con la dirección y tutela férrea de Alemania y su régimen neoparlamentarista, hacia una política económica europea verdaderamente común.
Puede que como consecuencia de lo anterior lo pasemos mal, pero ya sabremos todos a qué atenernos: sudor y lágrimas –nada de sangre–, es lo que nos espera, pero ya lo sabíamos. Era necesario –sigue siéndolo– que alguien nos lo dijera alto y claro.
Nos toca pues tirar del carro. Cada día que pase sin hacerlo es un día perdido. Como dicen los chinos, un lejano destino se empieza a alcanzar dando el primer paso. Y ya no valen ocurrencias.
Ante las elecciones del 20‑N hay propuestas verdaderamente preocupantes. La pretensión socialista, por ejemplo, de aumentar la presión fiscal sobre “ricos” y bancos, cuando lo que necesitamos, justo lo contrario, es que los ricos inviertan y la banca en ruinas se recapitalice. Pero qué fácil es hablarle al público desde el tópico y el maniqueísmo.
Más ridícula parece, incluso, la petición de la patronal para “abaratar” el despido, en un momento en el que lindamos ya los cinco millones de parados. Tampoco parece muy plausible la propuesta popular de subvencionar con 3.000 euritos la primera contratación de un trabajador: paños calientes y retorno al absurdo clima de la dadivosa subvención.
Sensata resulta, en cambio, la propuesta de CiU para exonerar por un año –prorrogable– la cotización social de cualquier nueva contratación. Los catalanes tienen buenas ideas, pero para contar con ellos han puesto encima de la mesa el concierto fiscal, un tema negociable, sin duda, pero que no debe convertirse en la excusa para soliviantar los ánimos del españolismo intransigente ni servir de palanca para los independentistas. Si se habla con Cataluña de un modo pragmático, cabe todo, si se embadurna de política identitaria más vale dejarlo estar.
En cualquier caso, por más medidas e ideas salvadoras que se pongan en marcha, el país no echará a caminar hacia delante si no mejora en competitividad. Lo ha venido diciendo Juan Roig, cuyo mayúsculo éxito se ha basado en una política de estrechamiento de márgenes.
El milagro Mercadona, como el de Inditex también, se fundamenta en recortar precios y mejorar la producción. En eso consiste la competitividad: en ofrecer algo bueno al mejor precio. En época de crisis y empobrecimiento general, sólo cabe esa estrategia si se desea crecer.
Pero para ser competitivo no basta con recortar el coste laboral. Hay que recortar todo aquello que sea posible, desde luego, en clave de eficiencia y no de sobre-explotación. Y se gana competitividad, también, ofreciendo calidad, al menos la máxima dentro del precio al público. Y se gana prestando un buen y profesional servicio, unos correctos acabados, un buen trato postventa –que se lo digan a El Corte Inglés–. Y para ganar en competitividad también hay que tener buena imagen, un marketing adecuado y una tecnología al día.
No hay por lo tanto un único elemento configurador de la competitividad, sino un conjunto de ellos que terminan por producir la fórmula del éxito.
En estas atribuladas fechas, en medio de la depresión general, seguimos viendo a empresarios salir a flote con empuje. Vemos restaurantes que se llenan gracias a sus equilibrados precios en relación con la calidad, e incluso vemos ventas y alquileres inmobiliarios que siguen funcionando gracias a que ofrecen un apreciable producto a un precio muy, muy bueno. Lo cual nos lleva a una clara conclusión: nuestro país se había disparatado de precios. Y eso, antes, lo corregíamos con la depreciación de la moneda. Ahora nos toca corregirlo con la iniciativa competitiva de nuestros empresarios
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