Han pasado dos décadas. Somos más viejos. Nos hemos comido la juventud y la plenitud. Casi todos los que participamos en aquella exposición, Muelle de Levante, oscilábamos entre los treinta y pocos o la cuarentena. Veinte años después, andamos en ese momento tan atribulado de la edad adulta, de los cuarenta y muchos a los casi sesenta, justo antes de doblar el cabo que nos lleva a la etapa del jubileo. Básicamente ya no estamos para perder el tiempo y se supone que somos más sabios para frenar el resentimiento, domesticar la ira y reconocer lo verdaderamente valioso.
La pintura, sin embargo, no es como el cine o la buena arquitectura, que suelen mejorar siempre en manos de creadores maduros. La pintura, en ocasiones, es fruto de un rapto juvenil. Y son muy pocos los artistas plásticos que consiguen evolucionar bien y en continuidad. Picasso, precisamente, está considerado el creador de referencia durante el siglo XX por su capacidad camaleónica.
Teresa Tomás. Terciopelo Azul, 2014
Picasso es bueno en casi todos sus periodos, y los tiene muy diferentes. A su colega de éxitos cubistas, Braque, le pasa lo contrario. Pero hay quien siempre hace lo mismo y resulta muy difícil establecer la jerarquía entre sus obras: dado que el arte contemporáneo ha primado la novedad y la ruptura como valor, entonces se suele subrayar el primer gesto de un estilo característico como el más importante para la historiografía. A veces, sin embargo, no es así, por más que se empeñen algunos expertos; hay artistas que consiguen ser reconocibles en su obra muy pronto y van mejorando, madurando esa misma singularidad durante un largo periodo.
Joel Mestre. Precio nacionalista, 2012
Este preámbulo viene a cuento de la significación de la exposición Travesías, pues en primera instancia su objeto no es otro que rendir homenaje a la que fue la primera gran andadura colectiva de aquel grupo de pintores, corriendo el año 1994 y que se llamó Muelle de Levante. Partimos de Valencia y surcamos hacia el Círculo de Blanca Sánchez en Madrid, a la Palma de los Pinya, Murcia y Almería. Nadie quiso entonces, y menos ahora, postular una corriente, definir una escuela o agrupar en zafarrancho a los últimos pintores de todas las filipinas. Lo dejó bien escrito en su momento el comisario y teórico de aquel enrolamiento, Juan Manuel Bonet: no hubo pretensión alguna de manifiesto. Y ahora, de ningún modo.
Lo que consta es que en aquel año se propuso una amplia muestra colectiva tras quedar patente que en la ciudad de Valencia y en diversas ramificaciones –Cartagena, por ejemplo–, un grupo de artistas de edades coetáneas había decidido firmemente expresarse a través de la pintura, de rasgos figurativos así como de múltiples y dispares fuentes, mundos personales y conceptos. La contingencia tenía un enorme poder de irradiación. El Club Diario Levante que un servidor coordinaba desde su nacimiento, entendió que había que dar voz a aquella corriente. Otros productores como el galerista Ramón Alcaraz (My name’s Lolita Art), el propio Bonet (que posteriormente dirigió el IVAM y el Reina Sofía), o la sala de la Universitat de Valencia al mando de Salvador Albiñana, ya llevaban un tiempo liderando diversos fragmentos del grupo.
El núcleo valenciano, con el apoyo de los corpúsculos cartagineses, resultó tener eco más allá. En Sevilla, galeristas como Rafael Ortiz fueron sensibles a la pintura con nuevos renglones. Y en Santander lo hizo Juan Riancho en su singladura de Siboney. Y en Madrid fue (es) la galería Estampa de Manuel Cuevas. Para sorpresa de todos, en Barcelona el crítico de La Vanguardia, Juan Bufill, creó el concepto metarrealista para aglutinar otro movimiento con foco barcelonés, en pleno mandarinato del minimalismo matérico y el happening comprometido.
Todo eso ocurría en las cercanías del año 94. Aquella vuelta a la pintura, como tantas anteriores, volvió a ser considerada un retorno al orden conservador. De la estética conservadora, se entiende, porque al conservador rico de “buen” gusto radical se le consiente todo.
En cualquier caso, en la pintura contemporánea ya había llovido mucho: la nueva objetividad o el realismo mágico, cuya muestra de Marga Paz en el IVAM de Bonet dejó a muchos con la boca abierta, confrontado al expresionismo alemán como el pop-art hizo frente a la abstracta escuela neoyorquina o aquí el arte social frente al informalismo, por más que un artista como Manolo Valdés haya consumido después miles de metros de arpillera para esbozos figurativos en su particular vía de síntesis.
En España, también, los 80 de la “movida” fueron figurativos, reagrupados por Gordillo, con artistas muy influyentes para los jóvenes posteriores como Alcolea, Campano –sus trabajos sobre Poussin–, Albacete, Quejido, Miquel Navarro, Carlos Franco o, sobre todos, Pérez Villalta. Mientras, en Sevilla surgía un grupo puente que depura de excesos expresivos la pintura y le incorpora una fuerte carga semántica: Chema Cobo, Curro González, Patricio Cabrera, el agitador Rogelio López Cuenca, Agredano, Paneque… la interminable lista de La Máquina Española del atildado galerista Pepe Cobo, algunos de los cuales recalaron en la Fúcares de Norberto Dotor, vivero de diferentes y atrevidos pintores por entonces como Juan Ugalde u Oriol Vilapuig.
Dis Berlin. Cantos, Arquitectura moderna, 2012
Desde luego había simientes y fermentos para que se dieran aquellas circunstancias pictoricistas. Veníamos de la Escuela de Londres –Bacon, Freud, Auerbach, Kitaj…–, se difundía la obra de Morandi y los metafísicos italianos de Valori Plastici, mucho más incluso que la Transvanguardia… Se redescubría a Balthus, a los realistas rusos –Deineka, defendido con entusiasmo por el genial Quico Rivas mucho antes de la retrospectiva en la fundación Juan March que llevó a cabo Manuel Fontán–… El Reina traía a Richter, Vicent Todolí había apostado por Sigmar Polke en el Carmen, artistas todavía más orillados como los checos del Grupo Normal: Milan Kunc, Jan Knap o Peter Angermann, exponían en Valencia con otro March, Tomás, o los norteamericanos Georges Condo y David Salle se mostraban con normalidad en el espacio de Soledad Lorenzo, mientras Salvo o Dokoupil se paseaban por aquí gracias a los tinerfeños de la galería Leyendecker.
Así que no inventamos nada ni lo pretendíamos. Ya está dicho hasta el hartazgo. Fue una feliz y nutrida coincidencia, una suma de contingencias de orden estético.
¿Y qué ha pasado de entonces acá, en estos veinte años?
La mayoría de aquellos jóvenes han seguido pintando, con mayor o menor fortuna en el mercado del arte. De aquel grupo, algunos como Manuel Sáez, el mencionado Vilapuig, Marcelo Fuentes o Joan Sebastian se han descabalgado. Otros que nunca estuvieron y pudieron estarlo –Xisco Mensua, Chema López…– siempre han preferido caminar en solitario porque entienden que su carga intelectual, sus genealogías antropológicas de la cultura les convierte en post-pintores. Antoni Domènec, en cambio, ha llevado su poética hasta el extremo de transformarla en esculturas, mientras José Vicente Martín, tan amigo de los movimientos iconoclastas de raíz dadaísta, ha sucumbido a la fotografía en su obra amparada por La Mutua Artística.
Ángel M. Charris. Euronómadas, 2011
Se han sumado, en cambio, algunos pintores que debieron estar y por diversas razones perdieron aquel barco. Otros se han reagrupado más tarde: La literatura y la arquitectura racionalista de Damián Flores, la cinematografía negra de Carlos García-Alix, la metapintura de Alberto Gálvez o el surrealismo teatral de Gino Rubert junto a la vía sacra de Pedro Esteban, y las relecturas de la historia de la pintura de Tomás Mendoza con el Bosco y de Jordi Ribes con sus referencias personales.
Todos los demás han seguido madurando, cada uno dentro de sus coordenadas: hopperianas en Charris, más pop en Cuéllar o Joël Mestre; cada vez más richterianas en Sicre… suplantando a la fotografía como es el caso de Balanzà o al cine como lo hace Santi Tena –quien veinte años después sigue siendo Santi… Hay ecos constructivos y futuristas en Roberto Mollá o en Tarazona, más metapintura paisajista en Carratalá, e infinitas variables de lo surreal en Andrea Bloise, Cordón, Paco de la Torre, Teresa Tomás, Rojas, Aurelia Villalba o Dis Berlin, el capitán de la nave.
Mariano, quizás porque actuó en el escenario plástico desde muy joven, ha sido siempre un poco el padre espiritual de la tripulación, más bien su Ulises, pues fue en la galería Caballo de Troya, junto a Mónica Roig, desde donde organizó una gran ofensiva artística en los 90.
Mariano Dis pone el carácter, pero los cartulanos los ha venido custodiando como oro en paño Paco de la Torre.
A él se debe esta parada en la taberna-fonda del Almirante Benbow, a su tesis doctoral de cientos de páginas dedicada a la aventura de estos pintores que ha trasladado al mundo digital y a la que llama figuración postconceptual.com. Ha sido el guardián entre el centeno, el Frodo tolkiniano. Veinte años después que cada cual juzgue, vea y disfrute. Hay donde elegir: de aquel muelle situado en Levante y hoy cubierto por las aguas partieron muchas rutas, en travesías y singladuras personales cuyas resonancias y ecos pueden volverse a ver por unas semanas en las imponentes naves góticas que servían de atarazanas, el espacio conspicuo para los calafates medievales.
Han pasado dos décadas. Somos más viejos. Nos hemos comido la juventud y la plenitud. Casi todos los que participamos en aquella exposición, Muelle de Levante, oscilábamos entre los treinta y pocos o la cuarentena. Veinte años después, andamos en ese momento tan atribulado de la edad adulta, de los cuarenta y muchos a los casi sesenta, justo antes de doblar el cabo que nos lleva a la etapa del jubileo. Básicamente ya no estamos para perder el tiempo y se supone que somos más sabios para frenar el resentimiento, domesticar la ira y reconocer lo verdaderamente valioso.
La pintura, sin embargo, no es como el cine o la buena arquitectura, que suelen mejorar siempre en manos de creadores maduros. La pintura, en ocasiones, es fruto de un rapto juvenil. Y son muy pocos los artistas plásticos que consiguen evolucionar bien y en continuidad. Picasso, precisamente, está considerado el creador de referencia durante el siglo XX por su capacidad camaleónica.
Teresa Tomás. Terciopelo Azul, 2014
Picasso es bueno en casi todos sus periodos, y los tiene muy diferentes. A su colega de éxitos cubistas, Braque, le pasa lo contrario. Pero hay quien siempre hace lo mismo y resulta muy difícil establecer la jerarquía entre sus obras: dado que el arte contemporáneo ha primado la novedad y la ruptura como valor, entonces se suele subrayar el primer gesto de un estilo característico como el más importante para la historiografía. A veces, sin embargo, no es así, por más que se empeñen algunos expertos; hay artistas que consiguen ser reconocibles en su obra muy pronto y van mejorando, madurando esa misma singularidad durante un largo periodo.
Joel Mestre. Precio nacionalista, 2012
Este preámbulo viene a cuento de la significación de la exposición Travesías, pues en primera instancia su objeto no es otro que rendir homenaje a la que fue la primera gran andadura colectiva de aquel grupo de pintores, corriendo el año 1994 y que se llamó Muelle de Levante. Partimos de Valencia y surcamos hacia el Círculo de Blanca Sánchez en Madrid, a la Palma de los Pinya, Murcia y Almería. Nadie quiso entonces, y menos ahora, postular una corriente, definir una escuela o agrupar en zafarrancho a los últimos pintores de todas las filipinas. Lo dejó bien escrito en su momento el comisario y teórico de aquel enrolamiento, Juan Manuel Bonet: no hubo pretensión alguna de manifiesto. Y ahora, de ningún modo.
Lo que consta es que en aquel año se propuso una amplia muestra colectiva tras quedar patente que en la ciudad de Valencia y en diversas ramificaciones –Cartagena, por ejemplo–, un grupo de artistas de edades coetáneas había decidido firmemente expresarse a través de la pintura, de rasgos figurativos así como de múltiples y dispares fuentes, mundos personales y conceptos. La contingencia tenía un enorme poder de irradiación. El Club Diario Levante que un servidor coordinaba desde su nacimiento, entendió que había que dar voz a aquella corriente. Otros productores como el galerista Ramón Alcaraz (My name’s Lolita Art), el propio Bonet (que posteriormente dirigió el IVAM y el Reina Sofía), o la sala de la Universitat de Valencia al mando de Salvador Albiñana, ya llevaban un tiempo liderando diversos fragmentos del grupo.
El núcleo valenciano, con el apoyo de los corpúsculos cartagineses, resultó tener eco más allá. En Sevilla, galeristas como Rafael Ortiz fueron sensibles a la pintura con nuevos renglones. Y en Santander lo hizo Juan Riancho en su singladura de Siboney. Y en Madrid fue (es) la galería Estampa de Manuel Cuevas. Para sorpresa de todos, en Barcelona el crítico de La Vanguardia, Juan Bufill, creó el concepto metarrealista para aglutinar otro movimiento con foco barcelonés, en pleno mandarinato del minimalismo matérico y el happening comprometido.
Todo eso ocurría en las cercanías del año 94. Aquella vuelta a la pintura, como tantas anteriores, volvió a ser considerada un retorno al orden conservador. De la estética conservadora, se entiende, porque al conservador rico de “buen” gusto radical se le consiente todo.
En cualquier caso, en la pintura contemporánea ya había llovido mucho: la nueva objetividad o el realismo mágico, cuya muestra de Marga Paz en el IVAM de Bonet dejó a muchos con la boca abierta, confrontado al expresionismo alemán como el pop-art hizo frente a la abstracta escuela neoyorquina o aquí el arte social frente al informalismo, por más que un artista como Manolo Valdés haya consumido después miles de metros de arpillera para esbozos figurativos en su particular vía de síntesis.
En España, también, los 80 de la “movida” fueron figurativos, reagrupados por Gordillo, con artistas muy influyentes para los jóvenes posteriores como Alcolea, Campano –sus trabajos sobre Poussin–, Albacete, Quejido, Miquel Navarro, Carlos Franco o, sobre todos, Pérez Villalta. Mientras, en Sevilla surgía un grupo puente que depura de excesos expresivos la pintura y le incorpora una fuerte carga semántica: Chema Cobo, Curro González, Patricio Cabrera, el agitador Rogelio López Cuenca, Agredano, Paneque… la interminable lista de La Máquina Española del atildado galerista Pepe Cobo, algunos de los cuales recalaron en la Fúcares de Norberto Dotor, vivero de diferentes y atrevidos pintores por entonces como Juan Ugalde u Oriol Vilapuig.
Dis Berlin. Cantos, Arquitectura moderna, 2012
Desde luego había simientes y fermentos para que se dieran aquellas circunstancias pictoricistas. Veníamos de la Escuela de Londres –Bacon, Freud, Auerbach, Kitaj…–, se difundía la obra de Morandi y los metafísicos italianos de Valori Plastici, mucho más incluso que la Transvanguardia… Se redescubría a Balthus, a los realistas rusos –Deineka, defendido con entusiasmo por el genial Quico Rivas mucho antes de la retrospectiva en la fundación Juan March que llevó a cabo Manuel Fontán–… El Reina traía a Richter, Vicent Todolí había apostado por Sigmar Polke en el Carmen, artistas todavía más orillados como los checos del Grupo Normal: Milan Kunc, Jan Knap o Peter Angermann, exponían en Valencia con otro March, Tomás, o los norteamericanos Georges Condo y David Salle se mostraban con normalidad en el espacio de Soledad Lorenzo, mientras Salvo o Dokoupil se paseaban por aquí gracias a los tinerfeños de la galería Leyendecker.
Así que no inventamos nada ni lo pretendíamos. Ya está dicho hasta el hartazgo. Fue una feliz y nutrida coincidencia, una suma de contingencias de orden estético.
¿Y qué ha pasado de entonces acá, en estos veinte años?
La mayoría de aquellos jóvenes han seguido pintando, con mayor o menor fortuna en el mercado del arte. De aquel grupo, algunos como Manuel Sáez, el mencionado Vilapuig, Marcelo Fuentes o Joan Sebastian se han descabalgado. Otros que nunca estuvieron y pudieron estarlo –Xisco Mensua, Chema López…– siempre han preferido caminar en solitario porque entienden que su carga intelectual, sus genealogías antropológicas de la cultura les convierte en post-pintores. Antoni Domènec, en cambio, ha llevado su poética hasta el extremo de transformarla en esculturas, mientras José Vicente Martín, tan amigo de los movimientos iconoclastas de raíz dadaísta, ha sucumbido a la fotografía en su obra amparada por La Mutua Artística.
Ángel M. Charris. Euronómadas, 2011
Se han sumado, en cambio, algunos pintores que debieron estar y por diversas razones perdieron aquel barco. Otros se han reagrupado más tarde: La literatura y la arquitectura racionalista de Damián Flores, la cinematografía negra de Carlos García-Alix, la metapintura de Alberto Gálvez o el surrealismo teatral de Gino Rubert junto a la vía sacra de Pedro Esteban, y las relecturas de la historia de la pintura de Tomás Mendoza con el Bosco y de Jordi Ribes con sus referencias personales.
Todos los demás han seguido madurando, cada uno dentro de sus coordenadas: hopperianas en Charris, más pop en Cuéllar o Joël Mestre; cada vez más richterianas en Sicre… suplantando a la fotografía como es el caso de Balanzà o al cine como lo hace Santi Tena –quien veinte años después sigue siendo Santi… Hay ecos constructivos y futuristas en Roberto Mollá o en Tarazona, más metapintura paisajista en Carratalá, e infinitas variables de lo surreal en Andrea Bloise, Cordón, Paco de la Torre, Teresa Tomás, Rojas, Aurelia Villalba o Dis Berlin, el capitán de la nave.
Mariano, quizás porque actuó en el escenario plástico desde muy joven, ha sido siempre un poco el padre espiritual de la tripulación, más bien su Ulises, pues fue en la galería Caballo de Troya, junto a Mónica Roig, desde donde organizó una gran ofensiva artística en los 90.
Mariano Dis pone el carácter, pero los cartulanos los ha venido custodiando como oro en paño Paco de la Torre.
A él se debe esta parada en la taberna-fonda del Almirante Benbow, a su tesis doctoral de cientos de páginas dedicada a la aventura de estos pintores que ha trasladado al mundo digital y a la que llama figuración postconceptual.com. Ha sido el guardián entre el centeno, el Frodo tolkiniano. Veinte años después que cada cual juzgue, vea y disfrute. Hay donde elegir: de aquel muelle situado en Levante y hoy cubierto por las aguas partieron muchas rutas, en travesías y singladuras personales cuyas resonancias y ecos pueden volverse a ver por unas semanas en las imponentes naves góticas que servían de atarazanas, el espacio conspicuo para los calafates medievales.
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