La casa de Bri­nes en Elca.

Fran­cis­co Bri­nes tuvo la suer­te de per­te­ne­cer a un pai­sa­je tan bello y excep­cio­nal como el que se con­tem­pla des­de Elca, la casa fami­liar que siem­pre le acom­pa­ñó, des­de cuya terra­za le vimos des­pe­dir­se con una copa de cele­bra­ción de su Pre­mio Cer­van­tes, ese que pare­ce que te dan cuan­do lla­ma o te roza la muer­te. Elca ya no es una casa de ricos patri­cios rura­les, sino el lugar de la feli­ci­dad de un epi­cú­reo en esta­do puro, el lugar que hemos cono­ci­do más y mejor tras la muer­te del poe­ta, jun­to al que pro­ta­go­ni­za el libro «Elca. Feliz vida», pre­sen­ta­do ante el ver­dor del pino y los gera­nios.

La con­jun­ción de esfuer­zos entre la Dipu­tación de Valèn­cia y el edi­tor, y perio­dis­ta, Juan Lagar­de­ra, han hecho posi­ble esta obra tri­bu­to cons­trui­da con el mate­rial de las imá­ge­nes de Ble­da y Rosa, las pala­bras de tres poe­tas ami­gos y has­ta cier­to pun­to dis­cí­pu­los: Car­los Mar­zal, Fer­nan­do Del­ga­do y Vicen­te Galle­go, jun­to a unos pocos poe­mas que tie­nen a Elca en el cen­tro y has­ta en el títu­lo.

Una pre­sen­ta­ción des­pués de la llu­via en la que no fal­ta­ron la pre­si­den­ta de la Fun­da­ción Fran­cis­co Bri­nes, Angels Gre­go­ri; una alcal­de­sa, la de Oli­va, Yolan­da Bala­guer, y el pre­si­den­te de la ins­ti­tu­ción, Dipu­tación de Valèn­cia, Toni Gas­par, que ha sufra­ga­do esta obra que se suma al esfuer­zo para rei­vin­di­car y dar a cono­cer a Paco Bri­­nes- por­que sue­le ocu­rrir que de los poe­tas, inclu­so los lau­rea­dos,  se habla más de lo que se les lee‑, en el que es jus­to des­ta­car el docu­men­tal emi­ti­do por TVE en el espa­cio Impres­cin­di­bles. Bri­nes es ya un impres­cin­di­ble para la poe­sía sin nece­si­dad de deli­mi­tar ámbi­tos geo­grá­fi­cos.

Afor­tu­na­da­men­te, allí esta­ban Juan Lagar­de­ra y Vicen­te Galle­go para acer­car­nos con emo­ción y ver­dad al poe­ta de Oli­va en su más ínti­mo y que­ri­do terri­to­rio, el de una feli­ci­dad que atra­ve­só toda su vida pasan­do por Elca. «La poe­sía es una ver­dad en sí mis­mo o no es nada», afir­mó Galle­go en una inter­ven­ción tan bri­llan­te como des­inhi­bi­da en la que ensal­zó la «ense­ñan­za de amor y gra­ti­tud de Fran­cis­co Bri­nes» y has­ta con­tó que el inmen­so poe­ta con­su­mió LSD a los 70 años y esa expe­rien­cia la recor­dó como una de las mejo­res de su vida.

El Jardín de cada infancia

El edi­tor Juan Lagar­de­ra defen­dió la publi­ca­ción de esta obra y agra­de­ció la impli­ca­ción de los pode­res públi­cos. Se suce­die­ron las anéc­do­tas, en un acto de amis­tad y reco­no­ci­mien­to de este inusual patri­cio valen­ciano con­sa­gra­do a la belle­za y la crea­ción, a la pasión de vivir. Car­los Mar­zal no estu­vo, pero en su tex­to nos recuer­da que «en la infan­cia de cada un de noso­tros exis­tió sin duda un jar­dín, pro­pio, o públi­co, o del vecino (o de los padres fran­cis­ca­nos), un jar­dín que es la infan­cia mis­ma, y que en dicha infan­cia juga­mos algu­na vez entre las flo­res y los arria­tes». Allí, en ese terri­to­rio de la feli­ci­dad infan­til, pero «tam­bién labo­ra­to­rio de la ple­ni­tud inte­lec­tual y sen­si­ti­va del artis­ta» fue don­de, a gol­pe de vera­nos, Fran­cis­co Bri­nes edu­có su sen­si­bi­li­dad lite­ra­ria, pero tam­bién «su acti­tud ante la natu­ra­le­za y su par­ti­cu­lar enten­di­mien­to de la tem­po­ra­li­dad».

«Libro a libro», ase­gu­ra Mar­zal, «Elca se ha con­ver­ti­do para los lec­to­res de Bri­nes en un terri­to­rio mito­ló­gi­co, en la quin­tae­sen­cia, real y sim­bó­li­ca, del pai­sa­je medi­te­rrá­neo. Por­que lo medi­te­rrá­neo cons­ti­tu­ye una voca­ción físi­ca, espi­ri­tual y cul­tu­ral, y Elca es para Bri­nes el lugar de la vis­ta desea­da, del tac­to soña­do, del olfa­to más pro­fun­do, del oído aler­ta, del gus­to con­for­me con lo que reci­be».

Si el tex­to de Fer­nan­do Del­ga­do pue­de resul­tar un tan­to inex­tri­ca­ble para aquel que no conoz­ca bien la obra de Fran­cis­co Bri­nes, para quien, como yo, ape­nas ha leí­do un par de libros des­pués de su pre­mio y su tan pró­xi­ma muer­te, al con­tra­rio ocu­rre con el de Vicen­te Galle­go, toda una decla­ra­ción de prin­ci­pios des­de el mis­mo títu­lo: «Fran­cis­co Bri­nes y el arte de la amis­tad».

«Ni siquie­ra los pla­ce­res car­na­les de los que fue tan devo­to hacían a Paco tan feliz como la com­pa­ñía de los ami­gos y la bue­na con­ver­sa­ción. Todo su ser esta­ba vol­ca­do sobre su cor­dia­li­dad natu­ral». Cuen­ta Galle­go que Paco Bri­nes tuvo una casa pro­pia, Elca, la de sus padres, «como pocos lle­gan nun­ca a tener­la, en la ple­na pro­pie­dad uni­ver­sal, abier­ta a todo aquel que pasa­ra por allí, y sabía cómo ofre­cér­se­la a los demás, a la anti­gua usan­za, sin con­di­cio­nes, con toda hones­ti­dad».

Con­clu­ye Vicen­te Galle­go que esa casa tenía algo muy espe­cial: se había ido impreg­na­do del sen­ti­do de la poe­sía del maes­tro has­ta ser una con él. «Tu casa sigue abier­ta al sol y al mar de tu tie­rra, que­ri­do maes­tro, los pája­ros te han toma­do el rele­vo, y tú andas gozo­so como nun­ca, con­ver­san­do con el más fran­co con­ter­tu­lio, el silen­cio del ser».

Para cono­cer a Fran­cis­co Bri­nes

Ya todo es flor: las rosas
Aroman el camino.
Y allí pasea el aire, se estaciona la luz,
Y roza mi mirada
La luz, la flor, el aire.

Porque todo va al mar:
Y larga sombra cae
de los montes de plata,
pisa los breves huertos,
ciega los pozos, llega
con su frío hasta el mar.

Ya todo es paz: la yedra
desborda en el tejado
con rumor de jardín:
jardines, alas. Suben,
por el azul del cielo,
las ramas del ciprés.

Porque todo va al mar:
Y el oscuro naranjo
ha enviudado su flor
para volar al viento,
cruzar hondas alcobas
ir adentro del mar.

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