Aunque desde hace años la fiesta más hortera del año se asocia al terror, antes era sinónimo de celebración infantil o familiar
En 1978, tras el éxito de Asalto a la comisaría del distrito 13, un jovencísimo director llamado John Carpenter y su guionista Debra Hills trabajaban en su próxima película: The Babysitter Murders, sobre una niñera acosada por un asesino. En el último momento, y siguiendo las recomendaciones del productor Irwin Yablans, deciden introducir un pequeño cambio: la acción transcurrirá en el pequeño pueblo de Haddonfield (Illinois) el 31 de octubre, la noche que se celebra una de las fiestas familiares más famosas de EEUU, y se titularía Halloween.
Con un presupuesto de 300.000 dólares de la época, la cinta recaudó más de 47 millones solo en su país. A partir de entonces Michael Mayers se convertirá en uno de los personajes más famosos de la historia del cine de terror, protagonista de una saga de doce títulos que —si hay que creer lo que nos han dicho— concluyó por todo lo bajo (las críticas han sido nefastas) con el estreno, el pasado día 14, de Halloween: El final. Ni el regreso de Jaime Lee Curtis como Laurie Strode ha impedido el fracaso de taquilla
Hasta entonces Halloween había sido una fiesta infantil y familiar, y así lo había reflejado el cine. Pero Carpenter supo captar el zeigeist de una fecha que se iba haciendo mayor: el director no redefinió el fenómeno, sino que tomó nota de su evolución como espejo social. Una constante que se ha repetido a lo largo de la historia, como explica el ensayista norteamericano David J. Skal en Halloween. La muerte sale de fiesta.
Orígenes de la fiesta más hortera del mundo
Se suele considerar que el origen más inmediato de la fiesta más hortera del año es la tradición céltica de Samhain (que conmemoraba el final del verano). Algunos van más allá y se remontan hasta la Pomoda, que se celebraba en la Antigua Roma, o a la Fiesta de Todos los Santos instituida en el Papa Gregorio III en el siglo VIII. Todo es cierto en parte, pero nada es La Verdad: tal y como lo conocemos, Halloween es la suma de muchas tradiciones y que, a su vez, ha sufrido su propia evolución.
Lo que llegó al nuevo continente como una celebración infantil de la mano de emigrantes irlandeses que huían de la crisis de la patata (1845 — 1849) se fue expandiendo lentamente mientras añadía y restaba elementos. Así, sumó tradiciones como la costumbre escocesa e inglesa de disfrazarse para el trick-or-treating —que se añadió a partir de los años 20— o el Jack’o’lantern (la famosa cabeza de calabaza, también de origen inglés), que cuando llegó a EEUU se vinculaba al Día de Acción de Gracias.
Y esa tradición es la que poco a poco fue reflejando el cine. Las primeras alusiones hay que buscarla en películas como The three of us (John W. Noble, 1914), The way a man with a maid (Donald Crisp, 1918), Do the dead Talk (Jack MacCullough, 1920) o en la nominada al Oscar Cheaters (Oscar Apfel, 1927). En ningún caso, la fiesta tenía especial importancia en la trama.
Este cambio, el de adquirir protagonismo, ocurrió cuando empezó a aparecer en películas infantiles. Ejemplos son el corto de animación del entonces popular Toby The Pup titulado Hallowe’en (Sid Marcus, Dick Huemer y Art Davis,1931), en el que por primera vez se menciona la fiesta en el título, o Betty Boop’s Hallowe’en party (Dave Fleischer, 1933).
Poco a poco Halloween fue encontrando su lugar en la pequeña pantalla, y la lista de títulos en los que aparecía iba creciendo. Pero hasta que E.T. decidió disfrazarse de fantasma con una sábana agujereada en la famosa película de Steven Spielberg, la mejor utilización de Halloween en la gran pantalla había sido Cita en San Louis (Vicent Minelli, 1944), protagonizada por una Judy Garland sobria.
La cinta representa muy bien el sentido del famoso «Truco o trato», cuya traducción más acertada sería «Truco o trastada», según la filóloga Laura Ibáñez (traductora de la obra de Skal). La obtención de dulces se basaba en el chantaje: si alguien se negaba a pagar la mordida podía esperar un cristal o una valla rota, o un ataque con harina. Además, la película ha quedado como un testimonio de la evolución de la celebración: las hogueras que hacían los niños en la calle con objetos viejos que se ve en la cinta —en plan fallas made in USA— son ya parte de su historia.
Treinta años de paréntesis
La escasa relación entre el cine de terror y Halloween tiene su explicación. Como género, explica el valenciano Pedro Porcel en Cine de Terror 1930–1939 (Desfiladero), vive una época dorada desde mediados de los años 20 (gracias a un hall of fame que incluye a Tod Browning, Bela Lugoshi o Lon Chaney), y que alcanza su apogeo a principios de la década siguiente cuando la Universal se convierte en la «fábrica de monstruos».
Es la época de Drácula (Tod Browing, 1931), Frankenstein (James Whale, 1931), La momia (Karl Freund, 1932)… pero pronto el mercado se satura y, diez años más tarde, el género se ha convertido (literalmente) en una parodia de sí mismo: las otrora terribles criaturas se han puesto al servicio de los chistes de las películas de los humoristas Abbot y Costello.
A mitad del siglo, Halloween era una cosa tan inofensiva que, en 1958, se celebró por primera vez en la Casa Blanca (a instancias de Mary Geneva “Mamie” Eisenhower, ferviente cristiana) y su popularidad se disparó en todo Estados Unidos, sobre todo cuando los Kennedy continuaron con la tradición.
Pero, sin la menor duda, por encima de Carpenter y Minelli, la gran película sobre Halloween se titula Es la gran calabaza, Charlie Brown (Bill Melendez, 1968), protagonizada por los personajes creados por el genial dibujante Charles M. Schulz. Estrenada por la CBS en 1966, la cadena la emitió todos los años hasta 2000. A partir de entonces, se programó hasta 2019 en la ABC, tradición que terminó cuando Apple TV se hizo con los derechos en 2020.
El terror como género cinematográfico volvió en los 60, pero relegado a la serie B —incluso Z—, con directores como William Castle, Herschell Gordon Lewis, George A., Romero, Tobe Hoper o Roger Corman, cuyos fans fueron los que redefinieron Halloween y conviertieron esas nuevas influencias en los disfraces que han hecho de la fiesta lo que es hoy. Mientras octubre se consolidaba como el mes para las películas de miedo (la Universal solía reestrenar algún título) y, sobre todo, para las promociones.
Así, mientras la imagen icónica de la bruja seguía siguiendo el modelo de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), la momia, Drácula o el hombre lobo empezaban a tomar las calles. Eso sí, la primera productora que vio el filón fue Disney al lanzar sus primeras líneas de disfraces (las caretas de la Universal llegaron después). La semilla del diablo (Román Polansky, 1968), El exorcista (William Friedkin, 1973) o La profecía (Richard Donner, 1976) dignificaron el género años después, pero sin la misma capacidad de crear monstruos icónicos.
El terror toma las calles
Hasta los años 70 Halloween no empezó a ser sinónimo de terror. Tenía un aire misterioso, eso sí, gracias a que Harry Houdini (el gran escapista y cazador de espiritistas) había muerto sobre el escenario un 31 de octubre. Existía también una leyenda negra que habían ido creando los medios de comunicación a base de caramelos que eran en realidad droga o cuchillas de afeitar escondidas en las típicas manzanas que se repartían a los niños. Pero, como demostró años después un estudio de Joel Best y Gerald T. Horiuchi (profesores de la Universidad Estatal de California), no había una sola noticia entre 1958 y 1984 que permitiera sostener el mito.
La cosa cambió en 1974. Ese año, en el que la máscara más vendida había sido la Richard Nixon, los peores augurios se hicieron realidad. Timothy Clark, de 8 años, murió al ingerir una pajita con pica-pica a la que habían añadido cianuro; su hermana Elizabeth, de 5, y otros amigos se libraron de milagro.
El asesino, al que a la prensa faltó tiempo para bautiza como Candyman (el hombre de los caramelos), resultó ser Ronald Clark el padre de la víctima que, acosado por las deudas, había contratado dos seguros de vida de 20.000 dólares a nombre de sus retoños. Para evitar (sin éxito) las sospechas repartió más caramelos envenados entre los amigos de sus hijos, aunque ninguno se los comió. Pero, por fin, Halloween tenía su asesino.
Este es el telón de fondo que llevó a Carpenter a comprar una careta del capitán James T. Kirk de Star Trek, pintarla de blanco, y convertirla en el rostro de Michel Meyers. Pero ¿inspiró Ronald Clark al famoso asesino de la ficción? Probablemente no. El guion original se alargaba varios días, pero para ahorrar costes en vestuario se decidió que todo ocurriera la misma noche. De lo que no cabe duda es de que el director dio a conocer la fiesta por todo el mundo y cambió la imagen que en EEUU tenía de ella.
En el cine, los intentos de amortizar la onomástica tampoco han sido tantos —si dejamos de lado las doce entregas de la franquicia—. El mes de octubre es la fecha ideal para estrenar un blockbuster de terror (así ocurrió con Pesadilla en Elm Street, Saw, Paranomal Activity…) aunque otras como Poltergeist, Scream o Expediente Warren: The Conjuring llegaron a la gran pantalla en verano.
Lo que no ha tenido mucho éxito es el intento de vincular un título con la noche del 31 de octubre. Intentos no han faltado, pero ninguno a llegdoa a cuajar: Truco o trato: Terror en Halloween (Michael Dougherty, 2007) o Truco o trato (Patrick Lussier, 2019), por citar solo dos, no se comieron un colín, ni parece que se lo vaya a comer la comedia de Adam Sandler El Halloween de Hubbie (Steven Brill, 2020) se ponga Netflix como se ponga.
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