En un tomazo de 470 páginas, Cátedra reedita el relato autobiográfico Familia, infancia y juventud para conmemorar los 150 años del nacimiento de Pío Baroja (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872-Madrid, 30 de octubre de 1956). La edición y el prólogo corren a cargo de Pío Caro-Baroja, sobrino-nieto del escritor vasco. «Si existe una ciudad que haya llevado don Pío de manera recurrente a la literatura, esa ciudad es Madrid. La geografía barojiana la podemos dividir en dos espacios nítidamente definidos y dos etapas de la vida (…), la antigua calle Real, prolongación de la actual calle Fuencarral (…), y las inmediaciones del Paseo de Recoletos, el parque del Retiro y la calle de Atocha», afirma Caro-Baroja. Saludos a Madrid. Pero esta columna abierta se centra en los años de Baroja en Valencia y Burjassot.
Baroja escribe como si fuese su segunda respiración. La naturalidad de su estilo linda a veces con el no-estilo. Siempre nos parece sincero, nunca cae en la ‘prosa sonajero’, es directo, sencillo, evita todo amaneramiento literario y puede llegar a resultar tosco o sintácticamente desaliñado, por más que las cosas que narra son siempre interesantes. Baroja es ameno, no es narcisista, nunca se entretiene por el camino y en sus páginas hay a menudo apuntes de gran agudeza psicológica.
«Por entonces (años 1890–91) le ofrecieron a mi padre una vacante de ingeniero jefe en Valencia, y la aceptó«, cuenta Pío Baroja en la Quinta parte, capítulo XV, de Familia, infancia y juventud. «Discutimos en casa el asunto y convinimos en pedir informes sobre la vida en la ciudad levantina. Las noticias parecíeron indicar que en ella la vida resultaba más barata que en Madrid», rememora Pío Baroja en su minucioso relato autobiográfico.
Pío Baroja y su padre, para tomar contacto con Valencia, se hospedan primero «dos o tres días en una fonda de la calle de Las Barcas». Unas semanas después «alquilamos mi padre y yo una casa en la calle Cirilo Amorós, paralela a la de Colón. Entonces era esta la principal de Valencia». Son seis personas: el padre, la madre y cuatro hijos, uno de ellos, Darío, el hijo mayor, enfermo de tuberculosis, murió poco después en Valencia a los 23 años.
«En la calle Cirilo Amorós vivimos en una gran soledad y sin tratar con nadie. Mi hermano Darío es el único que tenía amigos». Pío, estudiante de medicina, no habla bien de Valencia. La encuentra sucia y aburrida. Me atrevo a decir que en realidad el problema estaba en él, más que en la ciudad de acogida: Pío Baroja no tenía ningún interés en ser médico. La faltaba vocación. Lo que le gustaba era leer y escribir. Con 18–19 años quería ser novelista.
Malhumorado de continuo, tenía un fuerte sentimiento de frustración. «A los pocos meses de habitar en la calle Cirilo Amorós nos pareció que vivíamos lejos del centro de Valencia» (ese comentario produce estupor hoy en día), «y nos trasladamos a la calle de Samaniego, esquina a la calle Navellos (…) Como ya he dicho, estaba bastante poco contento en Valencia». Corregir a don Pío es un atrevimiento por mi parte, pero pese al riesgo de que me llamen pretencioso, voy a hacerlo: la expresión «estaba bastante poco contento» chirría ‘bastante mucho’.
La muerte de Darío fue «un golpe duro para la familia. Valencia se nos venía encima. Yo propuse que lo que debíamos hacer era ir a vivir al campo. A nadie le pareció un disparate la idea, y un amigo de mi padre ofreció, por dos duros al mes, alquilar una casa pequeña que tenía en Burjasot, pueblo cercano a la ciudad» (Pío Baroja lo escribe así, ‘Burjasot’, con solo una s).
«Fuimos a ver la casa mi hermana Carmen, todavía una niña y yo (…) Interrogamos a un tartanero, y, después de discusiones y de regateos, quedamos en que nos llevaría a Burjasot por seis o siete pesetas, ida y vuelta y espera de media hora en el pueblo. Salimos; la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por el puente de San José, y después por una carretera blanca (…) En una media hora, la tartana embocaba la primera calle del pueblo, que aparecía con una torre y una cúpula de azulejos brillantes». La familia Baroja, tras la muerte de Darío, vivió un tiempo en Burjassot, no mucho. Para estudiar y para leer novelas de grandes autores (con Dostoievski en primer lugar), el socialmente hosco Pío Baroja se encontraba más a gusto en Burjassot que en Valencia.
En el capítulo XIX de esta Quinta parte de Familia, infancia y juventud, Pío Baroja evoca un viaje en tren, de Valencia a Madrid, en el que conoció a un individuo de la familia de los Veintiundits (veintiún dedos). «De uno de esos Veintiundits se contaba una anécdota que luego creo que Blasco Ibáñez la aprovechó en uno de sus cuentos valencianos. Este Veintiundits estaba en el hospital herido de una cuchillada por un baratero con quien tenía rivalidades. Entonces un hermano mató al agresor, le cortó una oreja y se la llevó al herido al hospital. “Ahí tienes la oreja del que te hirió>”.El herido cogió la oreja y se la comió».
Esa historia —basada en hechos reales o imaginada para la ficción literaria, tanto da— corresponde, en efecto, a un cuento de Blasco Ibáñez. Este relato fue llevado libremente al cine por Rafael Gasent, primero con Guapeza valenciana (1977) y después con L’orella d’un lladre (1998). Ambas películas pueden verse en abierto en youtube. Animo a los lectores a ver estos muy, muy interesantes títulos del cine independiente valenciano que recrean, con enorme pasión y presupuesto voluntarioso, una Valencia de otra época. En el reparto, Joan Monleón, Manel Xaqués, Carmen Segarra, Daniel Machancoses, Enrique Luna, Begoña Santaelices, Joan Carles Palau, Paco Sanchis, Merxe Banyuls, Paca Conesa, Toni Peix…
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LA COLUMNA ABIERTA de Rafa Marí
«Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”
Jaime Gil de Biedma
Durante los dos últimos años, el periodista cultural Rafa Marí ha venido publicando en este espacio de Valencia City sus crónicas sobre cine, primero como Diario de un cinéfilo, y posteriormente bajo el título Desde el sillón de mi casa… en Mislata. Han sido dos años de divertidas y originales digresiones sobre su gran pasión, el cine, pero ahora toca explorar nuevos territorios, renovar una fructífera colaboración, una columna abierta.
En ajedrez, otra de las inteligentes actividades de Rafa Marí, una columna abierta es una columna sin peones; en el periodismo, una columna abierta es una columna donde puede reflexionarse sobre el precio de las cosas, la alta cocina, un libro, una película o los amores de Isabel Pantoja.
Pese a ser un periodista tardío, Rafa Marí (Valencia, 1945) ha tenido tiempo para trabajar en muchos medios de comunicación: Cartelera Turia, Cal Dir, Valencia Semanal, cartelera Qué y Donde, Noticias al día, Papers de la Conselleria de Cultura, Levante-EMV, El Hype… Siempre en las páginas de cultura. En 1984 se incorporó a la redacción de Las Provincias, diario donde actualmente ejerce su activismo como gran comentarista.
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