Nos conocimos allá por el 83, cuando hacía información municipal para el periódico Noticias al Día y Ramón Vilar vivía su primera legislatura en el Ayuntamiento de Valencia. Era uno de los ediles más jóvenes del Gobierno de mayoría absoluta del Partido Socialista, y por eso le pusieron al frente del área de juventud y deportes. Tuvimos siempre empatía, él me llamaba “Lagardereta” y yo le respondía: “com estas Ramonet?”. Siempre en valenciano. Éramos jóvenes en la frontera treintañera todavía, pero esa temporada iba a ser explosiva en la tripulación del consistorio valentino a pesar de la holgada victoria electoral del PSPV, o tal vez por ello.

Desde entonces, hemos coincidido con frecuencia por el barrio. Un servidor en las cercanías de Ruzafa, hacia la avenida del Reino, y él, con su mujer y sus dos hijos en el epicentro de la Gran Vía. Al principio me resultaba todo un contraste, encontrármelo en la zona más conservadora e ideologizada de la ciudad, pero con el tiempo me parecía un síntoma de normalidad y civilización. Ramonet, siempre atado a un cigarrillo, junto a Isabel Sos paseando entre los plátanos mediterráneos, una pareja de socialdemócratas modernos y con buen sentido de la vida.
Isabel es médico de profesión. De Algemesí, y vinculada a la familia de los conocidos arroceros, aunque hace años que la marca con su apellido pertenece a una multinacional. Ramón es Vilar de Montserrat, hijo de un constructor de obra pública, siempre entre betunes y alquitranes. Por parte de madre es Zanón, de Turís, un apellido de ascendencia hebrea, derivado de Salom.
Medio moro, medio judío, como casi todos los valencianos, Ramón tenía un gran sentido del humor, una sorna inteligente con la que ironizaba sobre cualquier circunstancia, en especial, la tornadiza política. Empezó en la facultad de Económicas, vivero del socialismo de la transición, y allí, al amparo de Joan Pastor se dejó el trotskismo donde militaba junto a las chicas más guapas de la oposición al franquismo para darse de alta en la vía pragmática y moderada, la del Partido Socialista. Es curioso, pero a pesar de ser valencianoparlante, Vilar nunca fue nacionalista ni se adscribió a esta familia del PSPV, la que fue derrotada en Benicàssim.
Vilar compartía avatares y generación con Joan Calabuig, Manolo Mata y Juan Augusto –Tuto– Estellés. Y puestos a ser pragmáticos, apostaron por seguir los pasos de Joan Lerma, que representaba el pacto pacificador de las familias socialistas, incluida la corriente Izquierda Socialista en donde Mata ejercía de rookie de la legislatura bajo la tutoría de Vicent Garcés.
Aquellos años 80 descubrió Ramón Vilar el deporte, que hasta entonces le había importado una higa. Y se encariñó con los perdedores de entonces, los más pobres y eternamente segundones: el Levante, el equipo del que le hablaba Paco Gandía, el periodista-concejal granota y socialista.
Algún que otro partido vimos juntos, siempre en Mestalla, cuando el Valencia recibía a los levantinistas y siempre tenía alguna invectiva divertida sobre los esfuerzos del que ya era su equipo y del señoritismo del mío. Eterno conciliador, se incorporó incluso a la directiva azulgrana a pesar de sus diferencias políticas de base con el presidente Quico Catalán y prestó sus conocimientos para salvar a la entidad de Orriols de la inminente ruina económica en la que parecía sumirse.
Al levantinismo arrastró incluso a Manolo Mata, y llegaron a participar como hinchas granotas en alguna que otra tertulia deportiva, mostrando ambos un desconocimiento severo del los pormenores técnicos y tácticos del fútbol, aunque lo hacían con gracia y sentido político.
De Ramón, además de su lado humano, tierno a pesar de su vozarrón cavernoso, la pequeña historia política valenciana debería destacar dos circunstancias fundamentales, más allá de su conexión real con Luis Lozano y el aparato de la FSP ugetista. La primera fue en su periplo de los 80, durante dos legislaturas, cuando junto al citado Estellés y Roberto Cantos, conformaron el núcleo duro que supo oponerse a los bandazos en la gestión del alcalde Ricard Pérez Casado. Su fortaleza de carácter fue decisiva para plantar cara al ricardismo que, en aquellos momentos, pretendía crear una alternativa a Joan Lerma sin bases sólidas ni programa alguno más allá de floridos discursos y presentaciones inocuas como la del programa Valencia 2000.
Vilar se retiró a sus cuarteles de invierno al término de aquel periodo para reaparecer cerca de veinte años después dando su apoyo a Sandra Gómez, en la que creía fervientemente: “te la tinc que presentar”, me decía cada dos por tres en vista de mi desinterés por los nuevos liderazgos políticos.
En esa segunda ocasión salió de “la perrera”, que así llamaba al espacio político que se le deparaba a la oposición en el Ayuntamiento. Salió hacia el Gobierno de la coalición de izquierdas, y aportó no solo experiencia sino sentido común y eficiencia. Al frente de la complicada cartera de Hacienda ha puesto orden en un ejecutivo municipal imberbe, de personajes sin formación apropiada para el mando de la ciudad. Ramón veía un peligro en las decisiones temerarias de Giuseppe Grezzi y no creía demasiado en las ausencias de Joan Ribó. Su apuesta, firme, era Sandra.
No sé yo dónde derivará la política de Valencia sin el anclaje con la realidad que suponía la gestión de Vilar Zanón. Su alma, envuelta en humo, ya va camino de regreso hacia Turís.
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