Exis­te un pro­ble­ma cre­cien­te entre la can­ti­dad y la cali­dad, como ocu­rre en dema­sia­dos ámbi­tos de la vida.

Por: David Blay

Habla­ba hace poco con el pro­pie­ta­rio de un res­tau­ran­te, a quien duran­te las fies­tas (y pese al tiem­po) no le ha ido mal la sema­na. Pro­ce­de del mun­do del ocio noc­turno y las ha vis­to de todos los colo­res, por lo que es poco sos­pe­cho­so de puri­ta­nis­mo en cuan­to a dar cabi­da a fies­tas se refie­re.

Sin embar­go, me hacía una refle­xión que debe­ría ser estra­té­gi­ca, si bien en dema­sia­das oca­sio­nes quie­nes plan­tean visio­nes a lar­go pla­zo des­de la Admi­nis­tra­ción no lo son.

Exis­te una evi­den­cia del giro de la urbe hacia la bús­que­da de un turis­mo de mayor poder adqui­si­ti­vo. Los tiem­pos de la masi­fi­ca­ción, como expli­ca Vicent Molins en su libro «Ciu­dad click­bait», han arro­ja­do con­se­cuen­cias inde­sea­das que aho­ra bus­can ata­jar­se. Léa­se, por ejem­plo, la legis­la­ción en torno a la limi­ta­ción de los pisos turís­ti­cos.

No hace ni una sema­na que la capi­tal del Turia ha apa­re­ci­do como des­tino en el New York Times. Pero ya hace algu­nos años que las tos­ta­das de agua­ca­te y hue­vo pocha­do se cobran a 10 euros en el barrio de Ruza­fa, pre­cios comu­nes para los cen­tro­euro­peos o los ame­ri­ca­nos pero muy leja­nos para los habi­tan­tes loca­les.

Todo con­flu­ye en el reco­no­ci­mien­to de las Fallas como patri­mo­nio inma­te­rial de la UNESCO. En una fies­ta hecha, ini­cial­men­te, para reco­rrer a pie las calles, dis­fru­tar del mayor museo de arte efí­me­ro del mun­do, des­cu­brir tra­di­cio­nes casi bicen­te­na­rias y tam­bién, por qué no, pro­bar una gas­tro­no­mía en auge.

Pero ima­gi­ne­mos a una pare­ja de alto poder adqui­si­ti­vo pro­ce­den­te de Flo­ri­da encon­trán­do­se una ver­be­na lle­na de per­so­nas ebrias en las prin­ci­pa­les ave­ni­das. Bus­can­do un desa­yuno tran­qui­lo con las calles lle­nas de sucie­dad. O tra­tan­do de reser­var una mesa lar­ga­men­te espe­ra­da para encon­trar­se cie­rres, masi­fi­ca­ción o incó­mo­dos tur­nos.

Exis­te un pro­ble­ma cre­cien­te entre la can­ti­dad y la cali­dad, como ocu­rre en dema­sia­dos ámbi­tos de la vida. Pero es nece­sa­rio ser cons­cien­tes de algo: la difi­cul­tad pri­me­ra estri­ba en que te esco­jan entre miles de opcio­nes, pero una vez con­se­gui­do sue­les tener solo un dis­pa­ro. Poca gen­te repi­te un des­tino, por atrac­ti­vo que sea, ante la inmen­si­dad de posi­bi­li­da­des que se les abren.

Es por este moti­vo por el que las polí­ti­cas públi­cas debe­rían estar uni­fi­ca­das. Tan­to des­de los gobier­nos muni­ci­pa­les como des­de los auto­nó­mi­cos. Ofre­cer opcio­nes a per­so­nas jóve­nes y con menos capa­ci­dad de gas­to que quie­ran dis­fru­tar de la fies­ta, por supues­to. Pero no olvi­dar que los men­sa­jes a esca­lo­nes supe­rio­res adquie­ren vera­ci­dad en la viven­cia. Y que si esta no es memo­ra­ble, pue­de hacer que los res­tau­ran­tes no con­so­li­den un tipo de clien­te al que aspi­ran cada vez con mayor fre­cuen­cia.

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