Dado que era un acti­vis­ta de la vida y del arte sin paran­gón, Pepe Morea (1951–2020) nos con­vo­có a unos cuan­tos –varias doce­nas– a uno de esos nue­vos chats por WhatsApp don­de se arman líos y se dan a cono­cer inti­mi­da­des a muchos des­co­no­ci­dos. Allí habla­ba de su nue­va feli­ci­dad bra­si­le­ña y de sus expo­si­cio­nes sin des­ma­yo. Has­ta que hace uno o dos años, no recuer­do muy bien por­que el tiem­po pasa cada vez más rápi­do, sol­tó a boca­ja­rro en el chat que había enfer­ma­do de cán­cer. Aho­ra el chat está en silen­cio y Morea ha falle­ci­do.

Le echa­re­mos mucho de menos –un beso gran­de para su hija–, por­que era un tipo afa­ble y muy loco. Era como un niño siem­pre risue­ño y con la fir­me volun­tad de ser y vivir como un artis­ta. A fe que lo hizo. Su casa, mara­vi­llo­sa, está a la altu­ra de las más esti­mu­lan­tes y crea­ti­vas que he cono­ci­do. Allí cele­bra­mos con Ánge­la nues­tra des­pe­di­da de sol­te­ros. Fue una fies­ta apo­teó­si­ca que alguien gra­bó para la eter­ni­dad pero que cogió tal cas­ta­ña que no gra­bó nada.

Morea fue el úni­co artis­ta que expu­so dos veces (él y Joan Ver­dú) en el Club Dia­rio Levan­te a lo lar­go de los diez años en que diri­gí aquel espa­cio, y el úni­co que ven­día antes inclu­so de inau­gu­rar, aun­que en su caso se debía al talen­to­so des­par­pa­jo de su gale­ris­ta, Char­pa. No pasa­ba nada por­que en la tras­tien­da se api­la­ban “moreas” para dar y tomar.

Fue el más pre­coz de los artis­tas jóve­nes valen­cia­nos, el más acti­vo. Sobre su obra han escri­to Pablo Ramí­rez, Sen­to Jar­que, Qui­co Rivas, Emma­nuel Gui­gón, Mano­lo Gar­cía, ¿Alfons López Tena?, Gar­ne­ría, Román de la Calle, Nilo Casa­res, Vic­to­ria Com­ba­lía o Vicent Todo­lí, en el que debe ser uno de los pocos sino el úni­co tex­to escri­to que se le cono­ce al gran cura­tor inter­na­cio­nal.

Un ser­vi­dor pre­pa­ró un tex­to para su expo­si­ción en el Club Levan­te en el oto­ño de 2005. Se cum­plen quin­ce años. Releí­do, creo que su recu­pe­ra­ción es un buen recuer­do del per­so­na­je que fue Pepe Morea, al que año­ra­mos.

del catálogo

Bodegones, flores y cacerías

Un agu­do soció­lo­go se pre­gun­ta­ba un día qué cosa podría res­pon­der a la esen­cia de lo valen­ciano. Tar­dó en tener res­pues­tas. Has­ta que cier­to via­je de vuel­ta en tren le dis­pu­so sobre la ven­ta­ni­lla mien­tras lle­ga­ba a la gran ciu­dad de Valen­cia, jus­to por don­de atra­vie­san huer­tas pira­tas, des­cam­pa­dos y sola­res, fin­cas y más fin­cas, calles des­tar­ta­la­das… y un ciu­da­dano –más bien un sim­ple humano– de oron­da barri­ga y cami­sa bei­ge des­abo­to­na­da, anda­ba sen­ta­do en una espe­cie de mece­do­ra de boga y mira­ba fija­men­te el paso del con­voy ferro­via­rio mien­tras comía, rela­mién­do­se, una bue­na cor­ta­da de san­día. Esa era la ima­gen y la esen­cia de la feli­ci­dad valen­cia­na. El soció­lo­go se lla­ma­ba José Miguel Iri­bas.

Aho­ra estoy en la casa de Morea, en Chi­va, el pue­blo situa­do en el camino hacia la Man­cha y hacia Madrid. Un pue­blo rural, de sufi­cien­cia agra­ria, ará­bi­go, de calles y casas irra­cio­na­lis­tas pero adap­ta­das al pro­mon­to­rio, el cli­ma y la vida feliz. Es un rei­no de abe­jas civi­li­za­das y mos­cas masa­jis­tas. Hace diez años aquí hubo una fies­ta que cerró la moder­ni­dad movi­da; la Cló­chi­na P(A)rty. Los valen­cia­nos lla­man cló­chi­na, de modo indis­tin­to, al meji­llón y al sexo feme­nino. Esta noche Morea dedi­ca su casa a otra fies­ta para cele­brar mi inmi­nen­te boda y recu­pe­ra el espí­ri­tu dadá. Morea es el más pica­biano de los artis­tas vivos espa­ño­les. Él y Arro­yo. Ambos tan liber­ti­nos y libe­ra­do­res de la pin­tu­ra. Tan locos. El maes­tro arme­ro de la fies­ta será Ver­dú, el pan­ta­grué­li­co.

Lle­vo horas, sin embar­go, tra­tan­do de enten­der qué hace Viqui Com­ba­lía en el catá­lo­go retros­pec­ti­vo de Morea edi­ta­do por el Con­sor­cio (José Morea, pin­tu­ras 1980–1999; Valen­cia 2001). Su tex­to de encar­go está resuel­to con la sol­tu­ra habi­tual por­que Viqui es real­men­te muy bue­na. Su repa­so de Morea es pre­ci­so, pero Morea no ha vuel­to a saber de ella. El look de la Com­ba­lía siem­pre ha sido tan sexy como sofis­ti­ca­do y el de Morea es pura espon­ta­nei­dad eró­ti­ca. El repa­so a la pin­tu­ra de los 80 de la Com­ba­lía, sin acri­tud, es anto­ló­gi­co y un monu­men­to a la con­cor­dia cul­tu­ral. Mil besos. Al pare­cer Con­sue­lo Cís­car, enton­ces al fren­te del inmar­ce­si­ble Con­sor­cio de Museos del gobierno valen­ciano, no sabía nada de los líos entre sharks-figu­ra­ti­vos y jets-con­cep­tua­les pero le sona­ba bien la Com­ba­lía para Morea. Per­ver­sión invo­lun­ta­ria. Un acier­to.

En la casa de Morea encuen­tro varias roda­jas de san­día de car­tón pie­dra. La casa es pura expli­ca­ción de Morea. Un labe­rin­to enor­me, ven­ga estan­cias y alti­llos, terra­zas y esca­le­ras. La expre­si­vi­dad en cual­quier rin­cón. Nada aca­ba­do. Hay mues­tra­rios de gui­ja­rros de ríos tran­si­ta­dos, obras del artis­ta por todos lados. Pája­ros, perros y un cone­jo domes­ti­ca­do. El gallo y sus corres­pon­dien­tes galli­nas en un galli­ne­ro deco­ra­do con una tele­vi­sión y un pos­te de elec­tri­ci­dad. Un cuar­to de baño que pare­ce entre homé­ri­co y dali­niano. Múl­ti­ples tipos de sue­los y de techum­bres. La quin­tae­sen­cia del irra­cio­na­lis­mo arqui­tec­tó­ni­co pero de una sen­so­ria­li­dad cam­pan­te. Uno de los pisos, inclu­so, ya no tie­ne pared; allí, en el espa­cio absur­do de un sue­lo con­ver­ti­do en lími­te del pre­ci­pi­cio, Morea ha deja­do una serie de sani­ta­rios, espar­ci­dos: lava­bos y bidets, no sé si con un sen­ti­do anti­du­cham­piano o mera y des­or­de­na­da con­tin­gen­cia…

Morea ha pasa­do por muchas expe­rien­cias y siem­pre ha deja­do hue­lla de las mis­mas en su obra. Cuan­do en los 80 apa­re­ció como uno de aque­llos jóve­nes sal­va­jes que con­mo­cio­na­ron al mun­do, se con­sa­gró como una rápi­da estre­lla mien­tras pin­ta­ba de un modo más refi­na­do bajo influen­cia de pope­ros como Hock­ney o Lind­ner. Su irrup­ción como pin­tor que tras­cen­día las reglas del cómic fue muy supe­rior, por ejem­plo, a los ensa­yos de Maris­cal. Iba tan depri­sa que según las taxa­ti­vas reglas meto­do­ló­gi­cas del pro­fe­sor de la Calle –esta­dís­ti­ca apli­ca­da a las expo­si­cio­nes–, el artis­ta valen­ciano de los 80 sería Morea. En esa déca­da, sin embar­go, no había mane­ra de tras­cen­der Valen­cia.

Morea, como bien seña­la el pata­fí­si­co comi­sa­rio Emma­nuel Gui­gon, se dio al via­je como for­ma de acu­mu­lar más y más expe­rien­cias, por­que sin éstas no exis­ti­ría la pin­tu­ra de Morea –en eso coin­ci­do con el pro­fe­sor Jar­que–. Nues­tro artis­ta se sumer­gió en vira­jes eró­ti­cos y aven­tu­ras equi­noc­cia­les, deam­bu­ló por el ori­gi­na­rio valle del Nilo y el lejano Orien­te, inclui­das las deli­ran­tes rutas mon­ta­ño­sas del Nepal o las cáli­das pla­yas del Cari­be. Cuan­to más exó­ti­co más atrae a Morea. La sen­ci­llez y el des­po­ja­mien­to que otro doma­do sal­va­je, Miquel Bar­ce­ló, encuen­tra entre los magos dogo­nes, Morea lo bus­ca sin dete­ner­se, rum­bo a Sici­lia, cuyas ale­go­rías ita­lia­nas son como deli­cio­sos sar­cas­mos bar­ce­lo­nia­nos. Uno en Mali, el otro camino de Bután, el Tibet o la Cochin­chi­na…

Dice la Com­ba­lía, sin embar­go, que tan­to vira­je de tan­to via­je dan la impre­sión de mul­ti­pli­car los esti­los de Morea. Cier­to. Pero siem­pre apa­re­ce Morea, siem­pre hay ver­dad, ya sea de la expe­rien­cia direc­ta o de la fan­ta­sía. El eclec­ti­cis­mo moreano desem­bo­ca según la bar­ce­lo­ne­sa en len­gua­je ine­quí­vo­co. Lo mis­mo que Picas­so. El más legen­da­rio y el más absor­ben­te de los artis­tas de la con­tem­po­ra­nei­dad. De hecho, las telas que com­po­nen este libro-catá­­lo­­go, corres­pon­dien­te a una inter­mi­na­ble serie de bode­go­nes, con­tie­ne ecos picas­sia­nos indu­da­bles.

El bode­gón como quie­tud tan­to en Picas­so como en Morea resul­ta impo­si­ble. Hay una diná­mi­ca en la exa­ge­ra­ción de los moti­vos, en la expre­si­vi­dad del tra­zo, que siem­pre deno­ta vita­lis­mo, fuer­za, efer­ves­cen­cia. Bode­go­nis­mo diná­mi­co, sin freno. Tan­to que, de hecho, es un recur­so, una serie, Bode­go­nes, flo­res y cace­rías a la que Morea siem­pre vuel­ve, un a modo de des­can­so des­de las épo­cas más remo­tas. Los cua­dros aho­ra ocu­pan toda la casa inmen­sa, infi­ni­ta, de Chi­va y que­da poco para la fies­ta Bo-dadá. En casa de Morea se exal­ta la vida meri­dio­nal y el arte efu­si­vo. Ade­más, pin­ta gamas de ama­ri­llos y mos­ta­zas como nadie, como en los vie­jos tiem­pos helé­ni­cos.

Juan Lagar­de­ra
Chi­va, 18 de junio de 2005

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