Sába­do 2 de sep­tiem­bre. Des­de el día ante­rior y has­ta el lunes 4 esta­ba yo solo en casa, de Rodrí­guez vera­nie­go. Había que­da­do a las 8 de la tar­de para com­par­tir una cena con mis ami­gos Móni­ca y Paco. Miré el reloj: eran las tres y media. “¿Y qué hago has­ta las ocho?”, me pre­gun­té. Tomé una deci­sión feliz: “Iré al cine para ver cual­quier pelí­cu­la, la que sea.”

Fue una deci­sión con cala­do auto­bio­grá­fi­co. Hacía bas­tan­te tiem­po que no iba al cine. La últi­ma vez en Madrid, para ver Que Dios nos per­do­ne (2016), de Rodri­go Soro­go­yen. Reco­noz­co que, pere­zo­so, he cedi­do ante el empu­je de las pla­ta­for­mas de strea­ming (horri­ble angli­cis­mo: la tra­duc­ción al cas­te­llano sería “repro­duc­ción”) y aho­ra solo veo el cine en casa. La gran pan­ta­lla de las salas cine­ma­to­grá­fi­cas se ha con­ver­ti­do para mí en la peque­ña pan­ta­lla de la tele. El caso es que me acer­qué con la ilu­sión del neo-nova­­to a los mul­ti­ci­nes ABC Gran Turia. Des­de mi casa en Mis­la­ta, un salu­da­ble paseo de quin­ce minu­tos. 

Cuan­do tuve que ele­gir pelí­cu­la, no sabía por cuál optar. No tenía refe­ren­cias de nin­gu­na de ellas. Soy ciné­fi­lo, pero mi eru­di­ción se empo­bre­ce muchí­si­mo cuan­do se tra­ta de títu­los roda­dos y estre­na­dos en el siglo XXI. Pue­do decir de carre­ri­lla la fil­mo­gra­fía de Lang, Cha­plin, Wil­der, Hitch­cock, Ber­lan­ga, Felli­ni, De Sica, Powell, Tour­neur, Pre­min­ger, Cha­brol, Anto­nio­ni, Buñuel, Lean, Brooks… y sin embar­go ape­nas podría citar, y entre bal­bu­ceos y con dudas, un par de pelí­cu­las –o una solo, o nin­gu­na– de los cineas­tas jóve­nes más acre­di­ta­dos.

El caso es que dudé. La taqui­lle­ra me pre­gun­tó dos veces: “¿Qué pelí­cu­la quie­re ver?”. Me daba igual una que otra. Levan­té la cabe­za para ver, en el mural situa­do en la par­te alta de la taqui­lla, cuál era la ofer­ta. Mi deci­sión había sido la de “ir al cine”, no la de ver esta o aque­lla pelí­cu­la. Así pues, ele­gí la pri­me­ra que vi en los letre­ros: The Equa­li­zer 3. Empe­za­ba la sesión a las 16:05 horas. Eran las cua­tro menos cin­co. Per­fec­to. 

Cuan­do entré en la sala núme­ro 6 de los ABC Gran Turia me entris­te­ció un poco ver que solo éra­mos unos diez espec­ta­do­res. Pen­sé: “¿Cubri­rán gas­tos con tan esca­sa asis­ten­cia?”. El pla­cer de ver pelí­cu­las en un cine –un pla­cer es, tan­to en el aspec­to visual como en el sono­ro– tal vez no tar­de mucho en ser una cosa del pasa­do.

Has­ta que no vi los títu­los de cré­di­to no supe quién era el direc­tor de The Equa­li­zer 3. Su nom­bre, Antoi­ne Fuqua (Pen­sil­va­nia, 1965). Diri­gió Trai­ning Day, King Arthur y la saga equa­li­zer, entre otras pelí­cu­las. Enton­ces vinie­ron a mi men­te, de un modo borro­so, algu­nas cosas sobre Fuqua que había leí­do en Foto­gra­mas, en Diri­gi­do por… o en Fil­maf­fi­nity. Algu­nos crí­ti­cos –creí recor­dar– cali­fi­ca­ban a Fuqua de “fas­cis­ta”, la des­ca­li­fi­ca­ción más mano­sea­da en estos últi­mos años (tan­to, que el voca­blo ha per­di­do casi todo su sen­ti­do esen­cial). Otros comen­ta­ris­tas sos­te­nían que Fuqua es un gran cineas­ta. La pri­me­ra entre­ga de The Equa­li­zer (El pro­tec­tor) se estre­nó con éxi­to en 2014. La segun­da, con mayor taqui­lla­zo aún, en 2018. Las dos esta­ban diri­gi­das por Fuqua.

¿Mi opi­nión? Fuqua es un rea­li­za­dor elec­tri­zan­te, sobre todo en las esce­nas de vio­len­cia, todas ellas muy duras y que pro­vo­can un gran impac­to emo­cio­nal. The Equa­li­zer 3 es algo cer­cano a una obra maes­tra. Roda­da en el sur de Ita­lia, las loca­li­za­cio­nes son pre­cio­sas. La obse­si­va músi­ca te envuel­ve. Den­zel Washing­ton, su pro­ta­go­nis­ta, encar­na a un ser que pare­ce sali­do del Más Allá, inven­ci­ble y dis­pues­to a ayu­dar a los débi­les, como hacía el mis­te­rio­so pre­di­ca­dor de El jine­te páli­do (Clint East­wood, 1985), ins­pi­ra­do a su vez en el per­so­na­je de Sha­ne (Alan Ladd) en Raí­ces pro­fun­das (Geor­ge Ste­vens, 1953). En The Equa­li­zer 3, el Mal está repre­sen­ta­do por la Camo­rra, orga­ni­za­ción cri­mi­nal ita­lia­na de ori­gen urbano, en cuya estruc­tu­ra hori­zon­tal están impli­ca­das nume­ro­sas fami­lias. 

En el plano de la sim­bo­lo­gía cine­ma­to­grá­fi­ca y las aso­cia­cio­nes de ideas, la Camo­rra es el fas­cis­mo en The Equa­li­zer 3, no el enig­má­ti­co Den­zel Washing­ton, cuyo nom­bre en la fic­ción es Robert McCall. Esta pelí­cu­la es una fan­ta­sía, cla­ro. Pero a cada cual lo suyo: Robert McCall es un anti-fas­­ci­s­­ta, no la reen­car­na­ción de Hitler o Mus­so­li­ni. 

Decía antes que cuan­do vi The Equa­li­zer 3 en los ABC Gran Turia, en el cine había pocos espec­ta­do­res. Pero creo que esa impre­sión de una tar­de de sába­do resul­ta enga­ño­sa: esta ter­ce­ra entre­ga de la saga tam­bién fun­cio­na muy bien comer­cial­men­te. Según la revis­ta Variety, la bri­llan­te The Equa­li­zer 3 cos­tó unos 70 millo­nes de dóla­res y, tenien­do en cuen­ta los datos ini­cia­les, “apun­ta a lograr o supe­rar los 300 millo­nes de dóla­res al final de su vida comer­cial en salas”.

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