Pepe Nava­rro (1953–2022) es de Altea y lle­va toda la vida allí, pero nadie le cono­ce por ese nom­bre sino por el de “Barran­quí”; una per­so­na­li­dad acti­va, con cer­ca de cua­ren­ta años dedi­ca­dos a la res­tau­ra­ción y a los líos cul­tu­ra­les, inclu­yen­do una heroi­ca edi­to­rial de poe­sía.

Barran­quí resu­me las dos esen­cias de lo medi­te­rrá­neo: la dio­ni­sía­ca encar­na­da en su pasión por la gas­tro­no­mía, y la apo­li­nea que tran­si­ta en su face­ta más cul­tu­ral y públi­ca.

Su pro­yec­to culi­na­rio se ini­ció hace déca­das en El Cranc, un chi­rin­gui­to al bor­de de la pla­ya de gui­ja­rros de la Olla, dedi­ca­do al tin­to de verano y al pes­caí­to fri­to. Con su peque­ño bar­qui­to ama­rra­do jun­to a las mesas. Lue­go puso en mar­cha la fies­ta mayor de Altea: un cas­ti­llo de fue­gos arti­fi­cia­les des­de el mar, mien­tras una ban­da sin­fó­ni­ca hacía reso­nar la músi­ca de Hän­del.

Así has­ta que, jus­to al lado de su local, Julio Igle­sias se puso a pro­mo­cio­nar un hotel de lujo, el Villa Gadea. Enton­ces “Barran­quí” abrió, en los jar­di­nes del hotel, la Olle­ta, cuyas terra­zas se pro­te­gen cubier­tas de car­pas con tela de vela­men y se des­plie­gan entre pinos roma­nos sobre un pro­mon­to­rio que da al mar.

Un lugar para­di­sía­co, una ata­la­ya gas­tro­nó­mi­ca sobre la ori­lla de las cul­tu­ras medi­te­rrá­neas que, ade­más, cuen­ta con un espa­cio para actua­cio­nes en vivo y que pro­mue­ve la copa de las tar­des con ese pun­to sen­sual que da nues­tra cos­ta. La Olle­ta cuen­ta con una bue­na bode­ga y ha sofis­ti­ca­do su coci­na, en la que ofre­ce cre­ma de eri­zo, cebo­llas relle­nas de car­ne o ensa­la­das de lan­gos­ta… pero, sobre todo, plan­tea una varia­dí­si­ma culi­na­ria del arroz, de la que se pue­de ele­gir cual­quier alter­na­ti­va en tres varian­tes: seca, melo­sa o cal­do­sa. Arro­ces siem­pre impe­ca­bles, con fon­dos jugo­sos y pro­duc­to sin­ce­ro.

Con Barran­quí al pie del cañón.

Este tex­to lo escri­bí hace dos años para la últi­ma edi­ción del Alma­na­que Gas­tro­nó­mi­co de la Comu­ni­dad Valen­cia­na. Lue­go vino la pan­de­mia, el con­fi­na­mien­to, las mas­ca­ri­llas y las olea­das. No he podi­do vol­ver a la Olle­ta, adon­de acu­día al menos una vez al año, para com­pro­bar que todo seguía como siem­pre.

Lo venía hacien­do des­de hace varias déca­das, des­de que cono­cí a Barran­quí en El Cranc, diri­gien­do la edi­to­rial Aita­na. Enton­ces le acu­sa­ban de “bla­ve­ro”, pero dejó cla­ro con los años que sus intere­ses no eran polí­ti­cos sino cul­tu­ra­les y culi­na­rios. Era afa­ble con­mi­go y yo le res­pe­té siem­pre. Me impor­ta­ba una higa que fue­ra sece­sio­nis­ta u orto­do­xo. Lo impor­tan­te no es la nación sino la cul­tu­ra.

Y lo de Barran­quí tenía un méri­to enco­mia­ble. En una pobla­ción dedi­ca­da casi por com­ple­to al turis­mo, poner en pie una edi­to­rial de poe­sía en valen­ciano era un méri­to extra­or­di­na­rio. Per­ca­tar­se de que el Medi­te­rrá­neo es, ade­más, un mar sagra­do, decía de su sen­si­bi­li­dad y buen tino.

Me pidió que escri­bie­ra un tex­to como man­te­ne­dor de la fies­ta del Cas­tell de l’O­lla, un inven­to suyo que mez­cla­ba natu­ra­le­za con músi­ca clá­si­ca y fue­gos de arti­fi­cio. El éxi­to fue atro­na­dor, pero los polí­ti­cos arrui­na­ron la fies­ta popu­lar de la cul­tu­ra por­que no la habían inven­ta­do ellos. Yo me lo pasé bom­ba escri­bien­do aque­llo y leyén­do­lo antes miles de per­so­nas. Fue todo un honor can­tar­le a Altea entre las trom­pe­te­rías de la músi­ca acuá­ti­ca de Hän­del.

He sabi­do de Pepe estos últi­mos meses por su amis­tad con Anto­nio Pue­bla, el sas­tre emo­cio­nal que pasa­ba sus asue­tos jun­to a la Olle­ta. Y jus­to de él hablá­ba­mos el pasa­do vier­nes. “Se está murien­do” me dijo Pue­bla. Y era ver­dad, en ese mis­mo momen­to se esta­ba murien­do y Anto­nio y un ser­vi­dor, mien­tras, comía­mos como si estu­vié­se­mos en la Olle­ta, peor, aun­que lo mis­mo, pes­caí­to fri­to y cala­ma­res y un buen gallo san Pedro…

Me lo hubie­ra comi­do todo a su salud, escu­chan­do músi­ca barro­ca o buen jazz, aun­que a mí, Barran­quí, siem­pre tran­qui­lo y afa­ble, cui­da­do­so con los deta­lles, con su mele­na blan­ca, más bien me pare­cía un grie­go clá­si­co, el hos­te­le­ro de los Argo­nau­tas, dis­pues­to a ser­vir un buen cal­de­ro de arroz a las trí­rre­mes que sur­can el Medi­te­rrá­neo, el mar de la cul­tu­ra.

Tal vez le hubie­ra gus­ta­do una cere­mo­nia fune­ra­ria a lo vikin­go, hacia el mar, al que nun­ca per­día de vis­ta. Des­can­se en paz aquel que qui­so dig­ni­fi­car Altea con­tra los vien­tos de gre­gal y las mareas tur­bias de ponien­te.

“Tu lle­ga­da allí es tu des­tino. Mas no apre­su­res nun­ca el via­je. Mejor que dure muchos años y atra­car, vie­jo ya, en la isla, enri­que­ci­do de cuan­to ganas­te en el camino.”

Cons­tan­tin Cava­fis

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