A la serie protagonizada por Woody Harrelson y Justin Theroux para HBO se le escapa el reconocimiento que merece por mirarse demasiado el ombligo

Para el común de los mortales, más allá de las crónicas políticas de la época o el casi medio centenar de condenas, el caso Watergate se resume en Todos los hombres del presidente (1976). La mítica película de Alan J. Pakula repasa las andanzas de los periodistas del Washington Post Bob Woodward y Carl Berstein —interpretados por Robert Redford y Dustin Hoffman — que sacaron a la luz la exclusiva más importante de la historia de su país.
La cinta logró cuatro Oscar en un momento en el que la prensa era ese sacrosanto cuarto poder capaz de impedir los desmanes de los otros tres. En una época de crisis periodística como la actual, el relato sobre los hechos que llevaron al presidente Nixon a dimitir por corrupción (un caso único en la biografía de Estados Unidos) necesitaba una visión más irónica, como la que aporta la serie Los fontaneros de la Casa Blanca, que puede verse en HBO.
Protagonizada por Woody Harrelson y Justin Theroux, esta serie de cinco capítulos sigue los pasos de dos de los grandes protagonistas del escándalo: Howard Hunt y Gordon Liddy, dos exagentes secretos que fueron los responsables del equipo de fontaneros encargados de los sucios manejos de la Casa Blanca. A destacar también la presencia de las actrices que encarnan a sus respectivas esposas. De Lena Headey (Cersei Lannister en Juego de Tronos) hay que decir que se come la pantalla cada vez que sale (el cuarto capítulo es la protagonista absoluta) y de Judy Greer, en el papel de ‘no me entero de nada’, destacar que lo borda.
Más allá de los protagonistas —y la química que hay entre ellos como pareja cómica—, uno de los grandes reclamos de la serie es que viene firmada por parte del equipo de Veep (están los guionistas Alex Gregory y Peter Huyck, y el director David Mandel), una divertidísima comedia sobre la primera presidenta de EEUU.
La serie, que no es mala ni mucho menos, tampoco ha desatado pasiones. De hecho, una de las claves de su (relativo) éxito es la acertada decisión de condensar la historia en solo cinco capítulos habla por sí sola. Probablemente, alguien tomó la decisión de no superar esa barrera después de que Gaslit —una serie para la plataforma Starz protagonizada por Julia Roberts y Sean Penn sobre una de las protagonistas del caso— pasó tan desapercibida (pese a las buenas críticas). Alguien debió darse cuenta de que el tema ha dejado de interesar a gran parte del público que lo ve como demasiado lejano (de hecho, ha pasado casi medio siglo desde la dimisión de Nixon).
Los fontaneros de la Casa Blanca es una serie no exenta de méritos, desde su ambientación setentera hasta su textura de serie de la época. Su gran acierto, sin duda, en bajar a tierra aquellos hechos, convirtiendo todo lo que llevó a la caída de Nixon en una comedia, pero sin llegar a alterar del todo la realidad. Por extraño que resulte, los famosos fontaneros (todos con experiencia militar y vinculados a los servicios secretos) eran una banda de inútiles que llevaron a cabo una misión que no tenía ningún sentido: intentaron acabar con la imagen del candidato demócrata a la Casa Blanca George McGovern, un senador que no ganó ni en su estado y cosechó el peor resultado electoral en la historia de EEUU. Muy probablemente, aunque se hubiera presentado él solo a las elecciones, las habría perdido.

El sinsentido de la operación, más la acumulación de chapuzas de los fontaneros, se convierte en un complemento perfecto de Todos los hombres del presidente, una especie de cara B irónica y cínica que devuelve los hechos a tierra: la gran conspiración que acabó con Nixon estaba en manos de auténticos cantamañanas.
Un dato curioso: el asalto al Comité Demócrata Nacional, cuya sede estaba en el famoso hotel Watergate, no se consumó hasta el cuarto intento porque en los tres anteriores no consiguieron abrir la puerta. Y una vez lo consiguieron, los micrófonos que instalaron no funcionaron ni encontraron —lógico, no existían— pruebas que vincularan a MacGovern con Castro o con Moscú.
El principal problema de la serie es que, para el que no le intereses especialmente el tema y no tenga conocimiento previo, es difícil que le llegue. Hay chiste sobre el asesinato de Kennedy para ponerse en pie (Howard Hunt y el padre de Harrelson llegaron a autoinculparse del magnicidio), pero hay que conocer muy bien la historia (no vale con haber visto JFK de Oliver Stone) para apreciar algunas de las alusiones. ¿Cuánta gente conoce la relación entre la muerte de la pintora Mary Pinchot Meyer, esposa del agente de la CIA Cord Meyer, y la conspiración sobre Kennedy, como para apreciar uno de los chistes? Absolutamente nadie, y es probable que me quede corto.
Por ejemplo, poca gente sabrá reconocer qué hay tras el personaje de Frank (interpretado por Kim Coates, el Alexander ‘Tig’ Trager de Hijos de la anarquía), del que no se dice ni el apellido. Se trata de Frank Sturgis (AKA Frank Fiorini), un tipo que estuvo en todos los fregados sucios de la Guerra Fría, lo mismo en Sierra Morena con Casto que con la CIA en Bolivia cuando mataron a Ché Guevara. Su expediente en el FBI —75.000 páginas, que se dice pronto—, es más largo que el del propio Watergate —17.000 páginas— y aún está por desclasificar.
Sin conocer mínimamente la biografía inabarcable de este oscuro personaje es imposible apreciar sus escasas intervenciones. Y eso es un problema y una de las fortalezas de la serie: para los connaisseurs, cada chiste privado añade grandeza y profundidad pero, para el resto, solo le aporta confusión o, en el mejor de los casos, indiferencia.
En definitiva, una gran serie para los amantes de la historia de Estados Unidos, pero al resto lo dejará un poco indiferente.
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