¿Y si en lugar de pen­sar en lo que no tene­mos y que­re­mos con­se­guir, nos para­mos a pen­sar y agra­de­cer lo que ya tene­mos?

 

En diciem­bre todos empe­za­mos a hacer lis­tas como locos. La de los rega­los, la de los menús, la de las miles de comi­das y cenas de Navi­dad que tene­mos has­ta con los del gym… Y, por supues­to, la gran lis­ta: la de los pro­pó­si­tos de Año Nue­vo. Ese catá­lo­go de auto­exi­gen­cias que aña­di­mos ale­gre­men­te a una agen­da que, lo que en reali­dad pide a gri­tos, es un res­pi­ro.

Pero este año pro­pon­go una alter­na­ti­va. ¿Y si en lugar de pen­sar en lo que no tene­mos y que­re­mos con­se­guir, nos para­mos a pen­sar y agra­de­cer lo que ya tene­mos?

Con­fie­so que la idea me vino de una ame­ri­ca­na­da en toda regla: Acción de Gra­cias. Este año me inva­dió el espí­ri­tu de Moni­ca Geller y orga­ni­cé una cena de Thanks­gi­ving al com­ple­to, con su pavo de cin­co kilos, su stuf­fing, su gravy… Pero tam­bién pen­sé en el ver­da­de­ro sen­ti­do de este todo esto: agra­de­cer. Y aquí es don­de meter­se en este follón de ver­dad valió la pena. Por­que entre tan­to correo urgen­te, tan­ta pri­sa, tan­ta auto­exi­gen­cia y tan­to “debe­ría estar hacien­do más”, se nos olvi­da parar­nos a pen­sar en todas las cosas bue­nas que ya tene­mos y que ya somos.

Así que este año plan­teo un cam­bio: en lugar de pro­pó­si­tos, hacer gra­ti­tu­des. Una lis­ta de lo que ya tene­mos, y que, en ple­na mara­tón men­tal del día a día, no nos para­mos a valo­rar. Y no hablo solo de cosas mate­ria­les, sino tam­bién de lo impor­tan­te. Esos rati­tos con tus ami­gos que te ale­gran el día, la sema­na y el mes ente­ro. Que tus padres sigan con­ti­go y pue­das seguir hacien­do cosas con ellos. Esa esca­pa­da con tu pare­ja a un pue­blo per­di­do que os sen­tó mejor que una sema­na en Mal­di­vas. Aquel libro que te atra­ve­só. Ese “sí” ines­pe­ra­do que reci­bis­te jus­to cuan­do esta­bas a pun­to de ren­dir­te. Ese bul­ti­to que final­men­te no fue nada. O que sí lo fue, pero te ense­ñó a apre­ciar aún más la vida. Esos momen­tos mági­cos con tus hijos ado­les­cen­tes, cuan­do por un rato deci­den que no eres tan pesa­da. Esa per­so­na que te acom­pa­ñó en un momen­to com­pli­ca­do. Aque­lla otra que com­par­tió con­ti­go el más feliz. Ese plan impro­vi­sa­do que ibas a recha­zar… y menos mal que hicis­te.

Por­que no hay nada más pode­ro­so que dete­ner­se un momen­to a mirar lo que ya es, lo que ya está, lo que ya suma. Y por­que qui­zá la fór­mu­la del bien­es­tar no sea correr detrás de lo que fal­ta, sino poner en valor lo que ya acom­pa­ña.

Así que este diciem­bre, si vas a hacer una lis­ta, pro­pon­go que sea esta: la de las cosas peque­ñas, las que pasan des­aper­ci­bi­das, las que no com­par­tes en redes, las que nadie cele­bra, las que sos­tie­nen tu vida aun­que no hagan ruido.Y si aun así pre­fie­res seguir con los pro­pó­si­tos, per­fec­to. Pero lue­go no te que­jes cuan­do en febre­ro te encuen­tres con la mis­ma lis­ta, intac­ta, mirán­do­te pasi­­vo- agre­si­va des­de la neve­ra. Las gra­ti­tu­des, al menos, no juz­gan.

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