Escu­cho una de las Dan­zas Sin­fó­ni­cas de Rach­ma­ni­nov, mi pre­fe­ri­da, La Isla de los muer­tos, se lla­ma. El gran com­po­si­tor ruso se ins­pi­ra en un cua­dro excep­cio­nal del mis­mo títu­lo.

 

Cam­bia la hora esta noche y yo con­tem­plo la luna. No es una luna cual­quie­ra, Anun­cia­ba cosas nue­vas. nece­sa­rias para reno­var­se a si mis­mo y no hun­dir­se en el abu­rri­mien­to de un día mas.

El bello esti­le­te bri­llan­te al fon­do del cie­lo me hizo ini­ciar un via­je inau­di­to de belle­za y bien­es­tar. La vida no me había resul­ta­do fácil en los últi­mos meses y mi áni­mo esta­ba por los sue­los. Pero el hecho de que la luna cre­cien­te, deli­ca­da y sua­ve, el anun­cio celes­te del ini­cio del nue­vo ciclo me lle­vo a un via­je de her­mo­su­ras y goces. Soy un hom­bre sim­ple y con los años he ido aban­do­nan­do mis ansias de movi­mien­to exce­si­vo, huyo de las mul­ti­tu­des y pre­fie­ro los encuen­tros reco­le­tos con un gru­po peque­ño de ami­gos y ami­gas. Aun­que lo cier­to es que los años tam­bién me han ido qui­tan­do ami­gos que aho­ra tan solo apa­re­cen como gra­cio­sos com­pa­ñe­ros en las aven­tu­ras en mis sue­ños.

Han ido des­apa­re­cien­do sin dar­se uno cuen­ta; tam­bién los deseos y ambi­cio­nes, el tiem­po trans­cu­rri­do con su mul­ti­tud de ava­ta­res, bue­nos y malos, me con­vier­ten en lo que soy; me he que­da­do con lo indis­pen­sa­ble.

Y medi­tan­do en la pla­ci­dez de mi cuar­to, obser­van­do la pri­me­ra luna tími­da y dis­cre­ta me doy cuen­ta de lo poco que nece­si­to y del camino estoi­co que ini­cié des­de hace años.

Esa luna musul­ma­na, como un alfan­je afi­la­da que pue­de cor­tar cora­zo­nes de un solo tajo, como suce­den los des­en­ga­ños, me encuen­tra rodea­do de lo que mas apre­cio y de lo que soy.

Escu­cho pues una de las Dan­zas Sin­fó­ni­cas de Rach­ma­ni­nov, mi pre­fe­ri­da, la que mas me han impre­sio­na­do en la vida y la que mas me lan­za a medi­tar, La Isla de los muer­tos, se lla­ma.

El gran com­po­si­tor ruso se ins­pi­ra en un cua­dro excep­cio­nal del mis­mo titu­lo. Es un cua­dro míti­co cuyo autor, el sui­zo Arnold Böc­klin, pin­tó en 1880 e hizo nume­ro­sas ver­sio­nes. Un cua­dro de ambien­te tene­bro­so como pocos y de juna luci­dez excep­cio­nal; el con­tras­te de la exis­ten­cia: al mis­mo tiem­po en el que se ve una isla soli­ta­ria que sur­ge del mar en unos ris­cos afi­la­dos, rocas coma cuchi­llos rodea­das de un bos­que sinies­tro, siem­pre per­fi­lan­do oca­sos san­grien­tos o lumi­no­sos.

Y si uno se fija bien des­cu­bre que hacia la isla nave­ga una bar­ca con un soli­ta­rio via­je­ro cubier­to con una túni­ca blan­ca; igual un sím­bo­lo de feli­ci­dad y aven­tu­ra que un anun­cio de muer­te.

Este cua­dro, «La isla de los muer­tos», cuen­tan que tenía obse­sio­na­do a hom­bres excep­cio­na­les, col­ga­ban repro­duc­cio­nes en los des­pa­chos de hom­bres como Freud, Lenin y Cle­men­ceau, entre otras lum­bre­ras.

¿No es asom­bro­so que ese cua­dro, que bus­co con pre­mu­ra en la red mien­tras escu­cho la pie­za de Rach­ma­ni­nov, coin­ci­da con el estre­me­ci­mien­to de mi alma al con­tem­plar la luna?

Algu­nos seña­lan que el sig­ni­fi­ca­do de la obra es cla­ra: el per­so­na­je que boga en direc­ción a los acan­ti­la­dos roco­sos que sur­gen entre bos­ques de la isla no es otros que la muer­te; que espe­luz­nan­te espec­tro sin ros­tro que boga por el lago Esti­gia. El de la mito­lo­gía clá­si­ca que con­du­ce al infra­mun­do.

El lími­te que sepa­ra­ba la tie­rra de los vivos de la de los muer­tos.

El caso es que esta noche que cam­bia la hora, ese moles­to vuel­co a nues­tro tiem­po, que apa­rez­ca la luna que ha sali­do por el este, yo de pron­to me encuen­tre en el infra­mun­do ha de tener sen­ti­do.

No es un lugar des­agra­da­ble por­que cual­quie­ra que se moles­te en escu­char la pie­za de Rach­ma­ni­nov se estre­me­ce­rá ante su poten­te lla­ma­da a lo des­co­no­ci­do; un encuen­tro con lo que nadie pue­de pre­ver. Una metá­fo­ra de que nadie sabe a cien­cia cier­ta lo que le espe­ra.

Son estas las imá­ge­nes del alma que van des­de una situa­ción de tene­bro­so dis­cur­so a la ale­gría que de impro­vi­so me embar­ga al des­cu­brir al fon­do de una bal­da de mi dis­co­te­ca el dis­co de los Beatles del año 1965, «Help!» ¡Que con­tras­te sin sen­ti­do!

Aun ten­drían que pasar muchos años, en reali­dad una vida ente­ra, para des­cu­brir a esos bru­jos de la músi­ca, encan­ta­do­res de ser­pien­tes, como los músi­cos rusos, des­de Rach­ma­ni­nov has­ta Shos­ta­ko­vich. Pero cada tiem­po tie­ne su ban­da sono­ra y la músi­ca clá­si­ca per­te­ne­ce a la madu­rez de los cora­zo­nes. Tran­qui­la, nar­có­ti­ca hacia el otro mun­do. El infra­mun­do de Boc­kin.

Y mi luna se esca­pa­do por el occi­den­te.

Lle­ga la noche pro­fun­da y entre mis manos sos­ten­go la nove­la La ladro­na de libros de Mar­kus, Zusak que me a reco­men­da­do Fran­kie, y nun­ca se equi­vo­ca.  Un libro para esca­par del mun­do, una músi­ca intri­gan­te, y un cua­dro temi­ble que des­cri­be el ulti­mo via­je y la media luna que se fue por entre los edi­fi­cios de la ciu­dad.  Son las belle­zas del mun­do, las emo­cio­nes ocul­tas, las imá­ge­nes del alma que te hacen feliz, una noche más, cha­po­tean­do en deseos impo­si­bles de inmor­ta­li­dad.

 

 

 

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