Irse al pue­blo en verano es un ritual sagra­do para muchos, aun­que el pue­blo se esté cayen­do a tro­zos.

 

Qué lejos que­da en nues­tros recuer­dos aque­llos vera­nos en los pue­blos de los ances­tros. Es rara la saga fami­liar urba­na que no ten­ga raí­ces y fami­lias  en sus comar­cas res­pec­ti­vas. La penín­su­la fue siem­pre un país de cam­pe­si­nos que ha tar­da­do mucho en incor­po­rar­se a la moder­ni­dad urba­na.

Irse al pue­blo en verano es un ritual sagra­do para muchos, aun­que el pue­blo se esté cayen­do a tro­zos. Bien es cier­to que exis­ten otros muchos urba­ni­tas que no han teni­do ese vincu­lo cam­pe­sino. Pero, en mi caso tuve suer­te. Noso­tros lle­gá­ba­mos al pue­blo aca­ba­do el cur­so  y nos sumer­gía­mos (de ver­dad, no en plan vir­tual como hacen aho­ra los museos) en un mun­do mara­vi­llo­so que tenía por eje cen­tral y más pre­cia­do la abun­dan­cia de ani­ma­les.

Mi madre nació en una aldea de Teruel,  que en los años 15 era un fas­ci­nan­te zoo­ló­gi­co de ani­ma­les. Vacas, cer­dos, caba­llos, mulas, bue­yes, cone­jos, galli­nas y un sin­fín de espe­cies que ayu­da­ban a vivir a los cam­pe­si­nos, para los tra­ba­jos mas duros las bes­tias gran­des y para comer las peque­ñas. Eso aho­ra se lo cuen­tas a tus hijos ado­les­cen­tes y no pue­den ni ima­gi­nar­lo si no fue­ra por­que el cine espa­ñol, el mejor, tie­ne como esce­na­rio los pue­blos remo­tos y sus mise­rias de la épo­ca del ham­bre.

Todo eso es hoy un mun­do des­apa­re­ci­do que aca­so se estu­dia en antro­po­lo­gía  y cuan­do uno, refle­xio­na, a toro pasa­do, como ha des­apa­re­ci­do del mapa ese mun­do de bes­tias y fron­das, de ríos tris­co­nes reple­tos de tru­chas , nutrias, cule­bras y can­gre­jos, que­da alu­ci­na­do y no tie­ne más reme­dio que mirar hacia otro lado. Pues esa des­apa­ri­ción del cam­po anti­guo y su fau­na es una tra­ge­dia que no que­re­mos ver.

La aldea mater­na  es aho­ra un sue­ño, y pue­blos como ese son tema de lamen­ta­cio­nes para román­ti­cos deca­den­tes. Yo viví de cer­ca el paraí­so fru­tal  del rio Gua­da­la­viar, que cuan­do baja hacia el mar es nues­tro Turia, así que ten­go el pri­vi­le­gio de haber­me sen­si­bi­li­za­do ante la impor­tan­cia del cam­po, del agro y sus tra­ba­ja­do­res, de sus ani­ma­les y de sus pue­blos de teja de barro coci­do.

Lle­ga­bas y lo pri­me­ro que entra­ba por la nariz era el aro­ma mara­vi­llo­so de los man­za­nos en flor que darían fru­to a fina­les de agos­to;  el áspe­ro olor a alfal­fa y al aro­ma de las hec­tá­reas de tri­ga­les que rodea­ban el pre­dio. Todo era como un sue­ño que aca­ba­ba en oto­ño.

Entre las deli­cias que vivía­mos la chi­qui­lle­ría de enton­ces (pan­ta­lo­nes cor­tos de pana, tiran­tes, gorras) esta­ba el aguar­dar al ano­che­cer y el sonar de unos cen­ce­rros; la entra­da en el pue­blo  de los reba­ños de cabras que se para­ban en cada casa y, orde­ña­das en la mis­ma calle, se ven­día la sucu­len­ta leche a las muje­ru­cas y madres en  leche­ras de alu­mi­nio; cuan­do los labra­do­res nos per­mi­tían subir a los carros cubier­tos de gar­bas de tri­go has­ta los topes; carros chi­rrian­tes con gran­des y pri­mi­ti­vas rue­das de made­ra y goma y que en oca­sio­nes arras­tra­ban has­ta un tiro de cua­tro mulos, como en la pelí­cu­la «La dili­gen­cia» de John Ford.

Gra­cias el cine hemos podi­do pre­ser­var aque­llas esce­nas rura­les. Los carros nos recor­da­ban las pelí­cu­las del oes­te vis­tos en los cines de la ciu­dad en invierno.

Esos pue­blos y su pade­cer y sus mis­te­rios, han sido muy bien des­cri­tos en el cine espa­ñol en gran­des pelí­cu­las como «Fur­ti­vos», «El espí­ri­tu de la col­me­na» y tan­tas otras; y has­ta aho­ra mis­mo con cin­tas como «As Bes­tas», que narran la vio­len­cia laten­te en aque­llos mun­dos, que eran la quin­tae­sen­cia de la igno­ran­cia y el mie­do. Exis­te  una pos­gue­rra espe­luz­nan­te de por medio, que no vie­ne a cuen­to aho­ra. Mun­dos mar­cia­nos con olor a por­que­ri­za o al aro­ma de las eras, el ver­dor de man­za­nos y pera­les, la majes­tuo­si­dad de las nogue­ras y arro­gan­cia de los cho­pos.

Cuan­do uno escri­be esto la rabia le sube a la gar­gan­ta. Cons­ta­tar la extin­ción de ese mun­do que cada vez es más com­ple­ta no es cosa agra­da­ble. Alu­ci­na el pen­sar que esas aldeas, como la que nació la madre, o el padre, los abue­los que ya no pue­den con­tar, ya no tie­ne ni ani­ma­les, ni man­za­nos, ni carros, ni eras. Que aho­ra se ven­den a pre­cio de oro en las afue­ras de los pue­blos para cons­truir cha­lets de verano.

Y si no van a des­apa­re­cer por com­ple­to (la Espa­ña vacía) es por lo ava­lan­cha de turis­tas. Así las aldeas son aho­ra la segun­da resi­den­cia para muchos.

Lo que pare­ce no tener impor­tan­cia, ser un fenó­meno natu­ral del pro­gre­so es una catás­tro­fe eco­ló­gi­ca que ane­ga Euro­pa como una marea de cha­pa­po­te. El agro esta murien­do en manos de los lati­fun­dios y del enve­je­ci­mien­to de la pobla­ción que tra­ba­ja­ba la tie­rra. Y los trac­to­res que tra­ba­jan son como androi­des  que aca­ba­ran con todo.

EL gran escri­tor, ensa­yis­ta y cri­ti­co de arte bri­tá­ni­co John Ber­ger, ya des­apa­re­ci­do, tie­ne escri­to un libro que pro­du­ce mucha emo­ción y rabia al leer­lo a par­tes igua­les.

Se titu­la Puer­ca tie­rra. Ahí expli­ca, con una  pena ape­nas con­te­ni­da en su bri­llan­te pro­sa como la ciu­da­da­nía euro­pea vive aje­na, a la des­apa­ri­ción gra­dual del cam­po. Que el río no lle­ve agua y que ya no se escu­che la lla­ma­da de los gallos al alba ya no le impor­te a nadie.

Y lo peor es que el fenó­meno es mun­dial, ante el mons­truo de las gran­des empre­sas agro­pe­cua­rias, que lo devo­ran todo, como en la Ama­zo­nia se des­tru­ye la sel­va para cul­ti­var el acei­te de pal­ma y la ver­du­ra, pien­so para el gana­do que que se trans­for­ma­rá en  ham­bur­gue­sas.

La igno­ran­cia gene­ra­li­za­da y el des­pre­cio a lo agres­te hace que los domin­gue­ros, una vez macha­ca­do el lito­ral ibé­ri­co, diri­jan sus pasos a los anti­guos pue­blos, con­ver­ti­dos ya en par­ques temá­ti­cos.

El cinis­mo del sis­te­ma quie­re con­ven­cer­nos de que poco impor­ta que des­pa­rez­ca la natu­ra­le­za sal­va­je si pode­mos ver­la sen­ta­dos en un sillón con unos ante­ojos de reali­dad vir­tual como si nada hubie­se cam­bia­do. Puer­ca tie­rra a fin de cuen­tas, como se lamen­ta­ba el bueno de Ber­ger.

 

 

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