Cuando en una conversación de grupo se hace una referencia a Saura, sin precisar más, casi todos creen que se trata de Carlos Saura (1932-2023), el director de La caza, La prima Angélica, Cría cuervos y tantas y tantas películas de prestigio. Existe la posibilidad de que, en el futuro, al citarse el nombre de Saura, todos los contertulios piensen solo en Antonio Saura (Huesca, 1930-Cuenca, 1998), el hermano mayor de Carlos. Este año se cumple el 25 aniversario de la muerte de Antonio Saura, gran pintor, gran escritor y un conversador con exquisito sentido del humor.

Cuando vamos a Cuenca, sea por primera o decimoquinta vez, todos nos planteamos, con el mejor ánimo, algunas visitas obligadas: las Hoces del Júcar, la Catedral, las Casas Colgadas… y, de manera especial para los amantes del arte, el Museo de Arte Abstracto Español (gratuito), en cuya exposición permanente hay varias obras maestras de Antonio Saura, entre ellas el retrato de Brigitte Bardot, hipnótica obra de 1959 que hace volar la imaginación hasta del espectador más rústico y negado a la hora de fantasear mentalmente.
Antonio Saura es un pintor fascinante que, partiendo de arraigadas tradiciones culturales, te lleva a territorios por explorar. Además de sus numerosas obras mayores, fue también un prolífico ilustrador, en ediciones de calidad, de cimas literarias como Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, El Criticón, de Baltasar Gracián, 1984, de Orwell, los Diarios de Kafka o los Sueños y discursos, de Quevedo. En 1959 expuso con Antoni Tàpies, en una muestra conjunta, en la Documenta celebrada en Múnich.
A partir de 1961 expuso con regularidad en la galería Pierre Matisse de Nueva York. En 1967 se trasladó a París, donde realizó maravillosas exposiciones en la Galeria Stadler y, en el último año de su vida, en la Galería Lelong. En diciembre del mismo año de su muerte, el IVAM le dedicó la muestra Antonio Saura en las colecciones valencianas, que reunió treinta obras del pintor aragonés pertenecientes a las colecciones públicas y privadas de la Comunidad Valenciana.
Insisto, con todo, en referirme a Antonio Saura también como un gran escritor. A mediados de los años noventa, en casa de Miquel Navarro, compartimos una cena cuatro personas: Antonio Saura, su mujer Mercedes Beldarraín, Miquel y este cronista. En la sobremesa, Antonio dijo: «Los historiadores y críticos no han terminado de profundizar sobre las ciudades de Miquel Navarro, y yo pienso hacerlo en breve».

Lo hizo, efectivamente, un tiempo después en su libro Visor: sobre artistas 1958-1998, editado por Galaxia Gutenberg. Reproduzco un párrafo del ensayo de Saura: «Las ciudades de Miquel Navarro no están pobladas ni despobladas, ya que no precisan de habitantes para existir. Son parábolas de ciudades, paródicas aglomeraciones, espejismos tangibles, y cualquier sombra humana anularía la rotundidad de su soledad sonora, el misterio de su sorprendente ordenamiento volumétrico (…). Son, en cierto modo, ciudades ideales, cercanas, en cuanto a su poética resonancia, a ciertas representaciones pictóricas del renacimiento donde la ciudad ideal, resuelta en mezcla de invención y realidad, se transforma en fantasmagoría al estar vaciada de presencias humanas y al estar enfatizada su física prestancia mediante la ilusión de la perspectiva».
En aquella cena, Saura también mostró su lado cotidiano, con incursiones humorísticas en pequeños chismes. Nos narró cosas divertidas sobre personas pintorescas que había conocido a lo largo de su vida. El tema le encantaba. Iba recordando anécdotas y él era el primero en reírse. Me animé a hacer lo mismo y conté historias de Rafael Mundo, un superviviente único y tierno de mi club de ajedrez, el Gambito.
— El señor Mundo dice que la Humanidad entera puede subsistir con solo cuatro alimentos.
— ¿Qué alimentos?, quiso saber Saura.
— La clara del huevo, los limones, los ajos y la miel.
— ¿La clara sí y la yema no?
— No, solo la clara. La yema no la valoraba. Le objeto a Mundo que no termino de ver claro lo de los ajos.
— A mí también me parece excesivo ese cariño por los ajos. ¿Tiene más peculiaridades su amigo Mundo?
— Muchas más. Una de ellas es que no sabe pronunciar las palabras esdrújulas. En vez de decir «pirámide», dice «piramide».
-A un conocido mío le pasa lo mismo. Me dice: «Déjeme un momento el boligrafo, señor Antonio». Yo nunca le corrijo.
En aquella inolvidable velada dejamos ‘el tema Mundo’ y nos pusimos a hablar de asuntos más trascendentes: Diego Velázquez, ‘Clarín’, la programación de los museos españoles, el papel de la crítica, Estados Unidos… Más de media hora estuvimos en plan culto. La charla fue perdiendo fuerza y tras una pequeña pausa de apenas diez segundos, Antonio Saura me preguntó:
— ¿No conoce más historias del señor Mundo?
LA COLUMNA ABIERTA de Rafa Marí
«Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”
Jaime Gil de Biedma

Durante los dos últimos años, el periodista cultural Rafa Marí ha venido publicando en este espacio de Valencia City sus crónicas sobre cine, primero como Diario de un cinéfilo, y posteriormente bajo el título Desde el sillón de mi casa… en Mislata. Han sido dos años de divertidas y originales digresiones sobre su gran pasión, el cine, pero ahora toca explorar nuevos territorios, renovar una fructífera colaboración, una columna abierta.
En ajedrez, otra de las inteligentes actividades de Rafa Marí, una columna abierta es una columna sin peones; en el periodismo, una columna abierta es una columna donde puede reflexionarse sobre el precio de las cosas, la alta cocina, un libro, una película o los amores de Isabel Pantoja.
Pese a ser un periodista tardío, Rafa Marí (Valencia, 1945) ha tenido tiempo para trabajar en muchos medios de comunicación: Cartelera Turia, Cal Dir, Valencia Semanal, cartelera Qué y Donde, Noticias al día, Papers de la Conselleria de Cultura, Levante-EMV, El Hype… Siempre en las páginas de cultura. En 1984 se incorporó a la redacción de Las Provincias, diario donde actualmente ejerce su activismo como gran comentarista.
Yo conocí a Saura precisamente delante del retrato de Brigitte Bardot en Cuenca. Eran los años 67 o 68 cuando hicimos una visita de los alumno de Artes Aplicadas de Valencia. Me lancé a hablar con él y fue muy amable, más tarde lo encontraría en París y le pedí que expusiera en la sala de exposiciones que habíamos creado en la Casa de España que dependía del Ministerio de Trabajo. Me lo puso difícil porque todavía no había conseguido exponer a alguien de su talla. Las condiciones fueron: Un catálogo en color y un texto de Rafael Alberti. Me lié la manta a la cabeza y lo conseguí todo, fui a Roma y Alberti accedió con un largo poema maravilloso. El catálogo lo financió la Federación de Cajas de Ahorros de su sede en París. Lo que me exigió también es que el montaje de la exposición lo hiciera un profesional, lo convencí, lo hice yo (con una pequeña rectificación de Antonio en que dos cuadros de Felipe II no se miraban) y a partir de ahí ya fuimos amigos. Él decía que yo era el único que podía llamar alumno suyo, pero que era un traidor porque también manejaba muy bien el ordenador para hacer carteles y retocar obras. Nos unía también mucho las ostras ya que era su manjar favorito, pero siempre teníamos que ir a algún restaurante que Mercedes puiese comer otra cosa. Una vez quise comprarle a plazos uno de sus famosos «Perros de Goya» en la Galería Stadler, pero Antonio le dijo a Stadler que me lo cambiaría por una obra suya. Antonio murió meses después y el único original que tengo suyo es un precioso dibujo a tinta china que utilizamos pra un cartel de la colección de la Casa de España cuando la llevávamos por Francia.