• El mal es como la exis­ten­cia de Dios, inex­pli­ca­ble. Los malos siguen matan­do. El mal con­ti­nua impu­ne. Cómo­do refu­gio de la irra­cio­na­li­dad. Siem­pre estu­vo ahí, es un com­po­nen­te esen­cial de nues­tra cul­tu­ra.

  • El Par­te­rre ya dejó de ser un jar­dín de cuen­to de hadas. Per­dió ese aire o lo Fin­­zi-Con­­ti­­ni de Gior­gio Bas­sa­ni.

  • La crí­ti­ca se ha con­ver­ti­do en ele­men­to esen­cial para valo­rar la crea­ti­vi­dad de los genios y de los medio­cres. Es más, para que una obra exis­ta para el gran públi­co y no pase des­aper­ci­bi­da.

  • Le asal­tó la idea, como una chis­pa, un rayo de tor­men­ta, pen­só que la fra­se “sole­dad divino teso­ro” no era mas que una fra­se sin mucho sen­ti­do, en ese ins­tan­te dema­sia­do lite­ra­ria y que, en reali­dad, en oca­sio­nes, cuan­do uno está solo, el teso­ro esta fue­ra, en el mun­do que nos rodea vibran­te, labo­rio­so, mas allá de las cua­tro pare­des de tu casa.

    Y aque­lla tar­de se sen­tía solo, dema­sia­do solo para aguan­tar­se a si mis­mo. Salió a la calle y el teso­ro, mira por don­de, lo encon­tró en una pelí­cu­la que debe­ría haber vis­to hace mucho tiem­po, de 1977. El cine nos ale­ja de la sole­dad y las obras maes­tras mas aún.

    En la Fil­mo­te­ca Valen­cia­na pro­yec­tan muchos teso­ros, bien es cier­to. pero en este ini­cio del oto­ño tris­tón tuve la suer­te de ver una pelí­cu­la míti­ca. Una gior­na­ta par­ti­co­la­re de Etto­re Sco­la. Pelí­cu­la mara­vi­llo­sa de las que se hacen muy pocas pues posee las vir­tu­des de las obras tru­fa­das de ter­nu­ra y que ale­jan a cual­quie­ra de la sole­dad. Hecha sin pre­ten­sio­nes y diri­gi­da como si una sere­na­ta se tra­ta­ra. Car­ga­das de cri­ti­ca social y una bella visión del mun­do.

    Corre mayo de 1938 y en pleno auge del fas­cis­mo en Ita­lia, y en medio de la para­fer­na­lia que mon­ta Mus­so­li­ni para reci­bir a Hitler, lejos del tumul­to calle­je­ro, de fan­fa­rria y trom­pe­teo, unos veci­nos se cono­cen por casua­li­dad en un barrio de tra­ba­ja­do­res. Ambos se han que­da­do en casa pese a la fies­ta. Ella, casa­da y frus­tra­da, la quin­tae­sen­cia de la madre lati­na, icono de la medio­cri­dad e igno­ran­te; él, un inte­lec­tual que vive alqui­la­do en su casa lle­na de libros.

    La genial inter­pre­ta­ción de sus pro­ta­go­nis­tas, ella, una esplen­di­da Sofía Loren; él, un vir­tuo­so del ges­to y de la inter­pre­ta­ción, Mar­ce­llo Mas­tro­nian­ni, mues­tra como un gran direc­tor como Etto­re Sco­la, pue­de suge­rir los pro­ble­mas y con­flic­tos socia­les de este mun­do sin for­mu­lar­los en un dis­cur­so direc­to. Todo está en las imá­ge­nes, nada en las pala­bras. El quid de la cues­tión es mos­trar los pro­ble­mas de la vida con ges­tos y secuen­cias de una poé­ti­ca silen­cio­sa y de gran fuer­za emo­cio­nal.

    Los sor­pren­den­tes encua­dres en la secuen­cia de la azo­tea en la que dos seres se des­cu­bren el uno al otro mien­tras en el cen­tro de Roma se escu­cha sin cesar la ver­bo­rrea de una gran con­cen­tra­ción fas­cis­ta para reci­bir a Hitler. Un con­tras­te impre­sio­nan­te entre las esce­nas tier­nas de la pare­ja en la azo­tea fren­te a las pro­cla­mas vio­len­tas que sue­nan como la ban­da sono­ra de una socie­dad fana­ti­za­da.

    Esta mag­ni­fi­ca pelí­cu­la, que data de 1977, tie­ne un guión con una pro­ble­má­ti­ca que podría ser la que vivi­mos en esta socie­dad actual. Salí del cine feliz, acom­pa­ña­do por la bon­dad de sus esce­nas y las sor­pre­sas de como se vive un roman­ce de mane­ra dis­tin­ta a los tópi­cos al uso.

  • Irse al pue­blo en verano es un ritual sagra­do para muchos, aun­que el pue­blo se esté cayen­do a tro­zos.

  • Escu­cho una de las Dan­zas Sin­fó­ni­cas de Rach­ma­ni­nov, mi pre­fe­ri­da, La Isla de los muer­tos, se lla­ma. El gran com­po­si­tor ruso se ins­pi­ra en un cua­dro excep­cio­nal del mis­mo títu­lo.

  • Un mun­do, el de hoy, que se acer­ca peli­gro­sa­men­te a lo que cuen­ta la obra esen­cial de un escri­tor e inte­lec­tual Stephan Zweig

  • Tras tras­tear el tra­jín ciu­da­dano, las sole­da­des de este terri­to­rio deso­la­do a fina­les de invierno, crean una situa­ción fan­tas­mal. En oca­sio­nes, por la tar­de, y tur­ba­do cual per­so­na­je de Goethe jun­to al río, no doy cré­di­to a la vibra­ción bellí­si­ma del entorno.

  • Para los estu­dian­tes que cur­sa­mos carre­ra en los 70, el edi­fi­cio de La Nau for­ma par­te de nues­tra memo­ria sen­ti­men­tal mas que­ri­da. Su mag­ní­fi­co claus­tro está pre­si­di­do por un ada­lid valen­ciano de la lucha inte­lec­tual por la liber­tad del pen­sa­mien­to.

  • Se cum­plen 125 años de la muer­te de uno de los pen­sa­do­res más influ­yen­tes de nues­tra gene­ra­ción rebel­de.

  • Ha sido el riff de gui­ta­rra más famo­so de todos los tiem­pos y en cier­ta mane­ra sigue sien­do nues­tro himno de com­ba­te por enci­ma de los dul­zo­nes temas para niños y niñas cool de Cold­play.

  • Las pri­ma­ve­ras en el nor­te de Marrue­cos poseen un luju­rian­te ver­dor que pocos sos­pe­chan. Llue­ve mucho en el Atlán­ti­co. Resul­ta que pese a ser un país tan cer­cano al nues­tro no tene­mos ni la más remo­ta idea de su idio­sin­cra­sia, cos­tum­bres y peli­gros.

  • Sien­do el paseo marí­ti­mo del Caban­yal, lla­ma­do de Nep­tuno, uno de los mas gran­des y vis­to­sos del país, su esta­do de ser­vi­cios y man­te­ni­mien­to cla­man al cie­lo.

  • Este año se cum­ple siglo y medio del naci­mien­to del poe­ta más gran­de que ha teni­do este país en el siglo XX. Murió huyen­do de la bar­ba­rie.

  • La cró­ni­ca del perio­dis­mo valen­ciano está por escri­bir. Sobre todo la de sus pro­ta­go­nis­tas, perio­dis­tas que no lo eran y que a fal­ta de otra cosa se pusie­ron a escri­bir sin títu­lo ni carre­ra. A pesar de ello, muchos lle­ga­ron a lo mas alto en el ofi­cio. 

  • Hubo un tiem­po en que la pla­za con más sole­ra de la ciu­dad olía a boñi­ga de caba­llo. A algún genio muni­ci­pal se le ocu­rrió poner un pues­to de alqui­ler de carros para turis­tas cuan­do en la ciu­dad toda­vía no los había. Aho­ra tene­mos turis­tas, pero, por for­tu­na, no los carri­co­ches que afea­ban el espa­cio.